INTRODUCCIÓN A JOHN STUART MILL (1806-1873)


John Stuart Mill es un ejemplo claro de eso que desde Lytton Strachey se llaman “victorianos eminentes”, es decir, de ese tipo de gentes que en el siglo 19 combinaron un individualismo acendrado con la no menos profunda convicción de que el hecho de formar parte de una elite cultural no sólo no les otorgaba derechos sino que era fuente de obligaciones y de cargas sociales. Nació en Londres el 20 de mayo de 1806 y era el mayor en una familia de nueve hermanos. Su padre, James Mill, puede ser considerado un precursor del utilitarismo. De origen escocés fue economista, filósofo y discípulo de Bentham y Ricardo trabajaba en la Compañía de las Indias Orientales, cuya historia escribió. Como su amigo Bentham, y siguiendo al ilustrado Helvetius, estaba persuadido de que la educación lo puede todo en la formación del carácter y se propuso demostrarlo con su hijo, al que convirtió en una especie de “máquina de razonar”, imponiéndole una disciplina atroz. El pequeño aprendió griego a los tres años y con ocho había leído al menos fragmentos de Herodoto, Jenofonte y Platón, con el que mantuvo un diálogo fecundo en toda su obra aunque no deja de confesar que no comprendió el Teeteto la primera vez que su padre se lo dio a leer.

Conocía perfectamente el latín y se lo enseñó a sus hermanos, pero en la infancia de John Stuart Mill no hubo ni juegos, ni juguetes, ni vacaciones. Como mucho, su padre le sacaba a pasear... para que le resumiese sus lecturas del día anterior y le oyese disertar sobre economía y política. Por las tardes recibía clases de aritmética. Con doce años estudió a Aristóteles y a Hobbes, escribió una HISTORIA DEL GOBIERNO DE ROMA e incluso un libro en verso que pretendía ser la continuación de la Iliada. A los trece leyó a Ricardo y con catorce viajó a París (donde fue recibido por el economista Jean-Baptiste Say). Permaneció en Francia estudiando un par de años y eso le permitió conocer Avignon, la ciudad que jugará un importante papel en su vida. En 1822 Mill funda la Utilitarian Society y comienza a escribir artículos defendiendo la doctrina elaborada por su padre y por Bentham. En 1823 entró a trabajar en la East India Company, como “Examiner” (una especie de interventor general) llegando a ser uno de sus principales directivos en 1856. Cuando la Compañía se disolvió en 1858 obtuvo una confortable pensión vitalicia que le permitió establecerse cerca de Avignon, pasando sólo una parte del año en Gran Bretaña.

En apariencia, Mill era la demostración del éxito del programa conductista de educación urdido por su padre y por Bentham. Pero el cansancio intelectual costó a Mill una crisis moral tremendamente grave a los veinte años (1826-1828), que narra detalladamente en su AUTOBIOGRAFÍA. La depresión le llevó a leer poesía, especialmente a Wordsworth y, ciertamente, sacudió su vida de máquina de razonar andante para abrirle a una comprensión más cualitativa de la realidad. Comprendió entonces el valor del sentimiento y de la poesía de manera que su utilitarismo se hizo más amplio que el de Bentham (puramente cuantitativo). Por decirlo rápido, se alejó de la doctrina de su padre en lo formal pero no en el fondo. Simplemente profundizó en el significado de la diferencia entre “felicidad” y “satisfacción”.

Él mismo glosó esta distinción en un texto central (el capítulo II de UTILITARISMO) donde asume que: «Es indiscutible que los seres cuya capacidad de gozar es baja tienen mayores posibilidades de satisfacerla totalmente; y un ser dotado superiormente siempre sentirá que, tal como está constituido el mundo, toda la felicidad a que puede aspirar será imperfecta. Pero puede aprender a soportar sus imperfecciones si son de algún modo soportables»... Dejando a parte lo que de autobiográfico tiene la reflexión, es obvio que de su crisis nerviosa Mill sacó una consecuencias muy claras acerca de la significación de la utilidad en el nivel cualitativo, que defendió de manera consecuente en toda su obra.

En 1830 se enamoró de Harriet Taylor, con una pasión exaltada. Pero él era un hombre respetable y ella una mujer casada; de manera que, aunque mantuvieran unas relaciones básicamente intelectuales, que todo el mundo conocía, la pareja esperó a la muerte del marido para poder casarse, finalmente, en 1851. Hay una gran diversidad de opiniones sobre el papel que Harriet jugó en la obra de Mill. Sus contemporáneos no la tenían en gran estima ni como persona, ni intelectualmente, pero Mill la consideraba su fuente de inspiración y, ciertamente, de ella surge una gran parte de la reflexión socialista de Mill. La dedicatoria de ON LIBERTY es lo suficientemente clara como para ahorrar interpretaciones. Cuando murió en 1858 la hizo enterrar en Avignon y él se instaló, con su hijastra, en una casita en Saint Véran desde donde podía ver el cementerio.

En 1861, publicó UTILITARISMO, texto en que estudia el tema de la felicidad, y en 1865 fue elegido parlamentario aunque no consiguió la reelección, pero presentó una propuesta a favor del sufragio femenino –que fue derrotada. Desde 1868 permaneció en Saint Véran dedicado a la lectura, la escritura y la botánica. Allí falleció el 7 de mayo de 1873 y sus últimas palabras parece que fueron: “Sabéis que he cumplido con mi tarea”. Dejó inédito su libro SOBRE LA UTILIDAD DE LA RELIGIÓN. Fue enterrado en Avignon cabe a su esposa.

II

Mill toma el empirismo de Hume, el utilitarismo de Bentham, el asociacionismo psicológico de su padre, la teoría de la sociedad industrial de Saint-Simon y Comte. La idea de una irresistible marcha de la historia hacia la democracia y el riesgo de tiranía de la mayoría proviene de Tocqueville. Sin embargo, la síntesis de esos materiales es profundamente original. Mill es un utilitarista, pero su obra no se limita a reproducir el esquema individualista y el atomismo sociológico empirista. El utilitarismo es la teoría que convierte a la utilidad (entendida como felicidad o bienestar) en el único criterio de felicidad. Se trata de orientar la acción a lograr “la mayor felicidad para el mayor número”. Y por “felicidad” se entiende el placer y la ausencia de dolor, mientras que la “infelicidad” es el dolor y la privación del placer.

¿Pero, cómo definir la “felicidad del mayor número”? En este punto las teorías de Mill y de Bentham divergen:

· Para Bentham la felicidad está vinculada a la CANTIDAD de placer. Es, pues, una concepción aritmética, agregativa.

· Para Mill, por el contrario, lo importante es la CALIDAD de los placeres; por ello los placeres del espíritu son más importantes que los del cuerpo, y es preferible ser “un Sócrates insatisfecho” antes que un cerdo satisfecho.

Un sabio no desearía volverse ignorante de la misma manera que un ser inteligente no desea ser imbécil. La felicidad y la utilidad se encuentran, pues, en la autorealización no del cualquier tipo de felicidad o de placer sino del que mayor universalidad pueda tener, imparcialmente considerado.

Otra diferencia básica entre Mill y Bentham se halla en el papel de la felicidad.

· Bentham considera que la felicidad del individuo se identifica con los intereses de la humanidad. Ir contra la satisfacción de un deseo individual es ir contra la humanidad de la que ese individuo forma parte porque toda satisfacción ha de ser considerada imparcialmente como dotada del mismo valor. Por eso a veces se le identifica con el UTILITARISMO INDIVIDUALISTA

· Para Mill, en cambio, dado el estado actual de nuestras sociedades, debe distinguirse entre la satisfacción puramente privada y el bien público. Ciertamente debe trabajarse para reducir la diferencia entre ambos, pero entre tanto, el sacrificio de un individuo por el bien público debe considerarse la virtud más alta. De aquí que se designe su posición como UTILITARISMO ALTRUISTA.

Maximizar la suma total de felicidad o de placer, considerando imparcialmente los intereses de todos aquellos que están concernidos por un acto en concreto, es el objetivo de cualquier decisión que un utilitarista consideraría justa. En todo caso hay que dejar claro que ningún sacrificio personal tiene valor por sí mismo, sino en la medida en que aumenta la suma total de felicidad. Y, por ello mismo, una individualidad vigorosa e inconformista, opuesta al prejuicio social pequeño burgués, movida por la imparcialidad en sus juicios y por la racionalidad lógica en el razonamiento, es más útil a la sociedad que una personalidad sumisa. Como dice el título del capítulo 3º de ON LIBERTY, la individualidad es uno de los elementos del bienestar.

Mill es un inconformista y un reformista; en consecuencia considera que el individuo no tiene porqué dar cuenta a la sociedad de sus actos mientras éstos no afecten a nadie más que a sí mismo. Es lo que a veces se llama «principio del daño»: la sociedad sólo puede limitar la libertad de una persona si ésta amenaza con hacer daño a otra, pero nadie debe ser defendido contra sí mismo. Como es obvio si este principio se plantea así aparecen serios problemas: tal vez resulte difícil encontrar un acto cuyas consecuencias sólo me afecten a mí mismo (incluso el hecho de vestir de una u otra manera puede afectar a la gente con la que me encuentro, o a mis amigos). Para evitar esta crítica, no está de más observar cómo usa Mill, y en general el utilitarismo, la palabra “intereses”. El “principio del daño” se aplica porque resulta útil cuando se produce efectivamente –o podría producirse con gran seguridad– algún mal “a los intereses de otra persona”: es obvio que mis intereses no quedan perturbados si algún individuo va vestido de un horrible color verde o si predica el amor libre, aunque ni lo uno ni lo otro me gusten en absoluto.

La sociedad, pues, no puede legislar sobre la vida privada. Más bien al contrario, la libertad es el derecho a la no-interferencia y, por ello, conlleva la protección de la diversidad contra toda opresión, entre las cuales la más temible es la que proviene del poder de una opinión pública que pretenda imponer sus vulgares costumbres o creencias. La libertad no consiste en someterse a la ley del número, ni se puede ver limitada por la tiranía de la mayoría. No hay ningún daño en la opinión: toda aplicación de este principio se produce en el ámbito de los derechos concretos. Pero el individuo debe dar cuenta de todo acto perjudicial para los intereses de los demás.

La libertad política implica la participación en el poder y Mill es un demócrata convencido, pero pone por delante la libertad a la democracia (que es, en definitiva, un instrumento). Defiende, así, una democracia representativa en que estén reconocidos todos los pareceres y no sólo las mayorías. En una democracia las minorías deben poder hacerse oír y tener la posibilidad de triunfar mediante la fuerza de sus argumentos si son conformes a la razón.

El Estado debe hacer obligatoria la educación precisamente porque la democracia necesita de la fuerza del conocimiento y de la argumentación para poder aumentar su diversidad; una sociedad educada es más libre aunque Mill es contrario a la escuela pública por miedo a la uniformización y al adoctrinamiento. La uniformización constituye para él un despotismo de la clase dirigente. Su pedagogía, por ejemplo, defiende que los exámenes sean optativos y que en ellos no se pueda obligar a adherirse a ninguna opinión sino que se incite al alumno a pensar por sí mismo. Por ello mismo era contrario a que para entrar en ciertas profesiones fuese obligatorio un título oficial, con lo que se evitaría que ciertos individuos –los funcionarios– tuviesen un poder despótico en tanto que examinadores.

El meollo de una buena sociedad consiste en coordinar los intereses individuales. De hecho, el comercio es un buen ejemplo de tarea individual en que se logra coordinar intereses individuales y servir al interés general. Eso no significa que el estado deba renunciar a intervenir aunque procure ser mínimo para no dar demasiado poder a nadie. Más que en el estado, la utilidad mayor (y la eficiencia) se encuentra en los municipios y en las pequeñas comunidades. Mill es un liberal con objetivos sociales. De ahí su defensa, a la vez, de la economía liberal y de las organizaciones obreras, que le llevó a defender una especie de socialización más o menos libertaria del trabajo.

En política, el estado debe garantizar la igualdad de oportunidades. Algunas cosas (la educación, la sanidad, etc.) deben ser legisladas precisamente para conseguir la mayor utilidad general. La desregulación no puede, pues, ser una norma general e invariable. Un ejemplo muy típico es el del horario de trabajo que, según Mill, (que en eso sigue a Smith) debe ser legislado y limitado porque individuos aislados no podrían defender el interés general.

Mill reconoció a los socialistas utópicos de su época (Saint-Simon, Owen, Fourier) el mérito de haber sido los primeros en la defensa de la emancipación de la mujer. De hecho, una de sus condiciones para ser candidato a Westminister fue la de poder batallar por el derecho al voto femenino. Su feminismo tiene que ver profundamente con su idea de que la libertad es cualitativa, no divisible y que debe conducir a una sociedad equilibrada.

III


Para Mill: «la cuestión de los fines supremos no es susceptible de ser probada directamente» (UTILITARISMO), sólo mediante el análisis de sus consecuencias podemos saber si una acción es buena o deseable. Si entre dos principios morales queremos saber cuál es el mejor, hay que tener en cuenta tanto la cantidad como la calidad de sus consecuencias. Por eso es especialmente valioso el juicio de quienes, siendo personas competentes, han conocido diversos modos de existencia. No veremos a un sabio aceptar convertirse en ignorante, o a un hombre descender a la categoría de animal. Lo bueno es siempre lo cualitativamente deseable y lo socialmente útil y no puede ampararse en ningún tipo de autoridad externa. Para poder valorar un criterio o una regla como efectivamente moral debe ser de valor universal, debe procederse a una valoración imparcial de los intereses afectados por un determinado criterio y las consecuencias derivadas de su aplicación han de incrementar la felicidad (bienestar) general. Todo, incluso la virtud desinteresada, tiene unas consecuencias que deben ser evaluadas empíricamente.

La cuestión de la libertad debe ser entendida, pues, en el contexto de la efectividad y de la utilidad de la libertad para la felicidad. La libertad es instrumentalmente valiosa, pero no “intrínsecamente” valiosa: lo intrínsecamente valioso es la felicidad. Sería un error considerar que Mill habla de la libertad natural cuando su criterio implica que los humanos participan de una sociedad política, la única que en definitiva puede evaluar las consecuencias de la libertad como criterio. Es por ello que no todos los individuos pueden gozar de total libertad: los niños no han de ser libres, por ejemplo, para decidir si quieren, o no, aprender a leer y lo mismo podría decirse de algunas deficiencias psíquicas o de la barbarie –extremo éste que algunos han considerado colonialista, pero que en Mill no implica ningún significado racial ni xenófobo.

Como empirista, el utilitarismo es constructivista. Que los sentimientos morales no sean innatos conlleva que la demostración de su “naturalidad” (UTILITARISMO, cap. III) sólo pueda ser social. Como dice el propio Mill: «Es natural en el hombre hablar, razonar, construir ciudades y cultivar la tierra aunque éstas sean facultades adquiridas». En las acciones morales hay “esa poderosa base natural de sentimientos” que nos los hace sentir como necesarios; pero “el interés y la simpatía” nos llevan a considerar necesariamente a toda la humanidad entendida como totalidad política. La libertad, como la felicidad, ha de ser deseada desinteresadamente pero eso no empece que se trate también de principios normativos validados y confirmados por la experiencia, es decir, por el comportamiento de las sociedades humanas.

En resumen, para el utilitarismo: «Los ingredientes de la felicidad son varios; cada uno de ellos es deseable por sí mismo, y no solamente cuando se le considera unido al todo». Que algo sea deseado por los individuos mejores muestra que es deseable.