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PRÓLOGO A
«SOBRE LA LIBERTAD»

por Pedro SCHWARTZ

 

Edición Biblioteca 30 Aniversario.
Alianza Ed. 1997

Hace más de veinticinco años que dejé el estudio sistemático de la obra de Mill. En estos años, he ido alejándome de él en más de un sentido, separándome de su explicación utilitarista a favor de un modelo «contractualista», y de su concepción socializante de la economía política en una dirección más libertaria. Por ello comencé la relectura de este ensayo «sobre la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo» con una vaga hostilidad preconcebida.

Temía encontrarme con un texto romántico y relativista, que sólo iba a gustarme a medias porque, como está de moda hoy, combinara una total indulgencia hacia lo que es expresión de la personalidad individual, con una tolerante indiferencia hacia las creencias morales y las realizaciones objetivas –es decir el «todo vale» elevado al nivel de categoría absoluta.

Pero a medida que iba leyendo las cuidadosas reflexiones de Mill sobre materia tan vidriosa y principal como es esta de la libertad civil, y sintiendo el fuego de sus convicciones bajo la pulida retórica de sus bien trabajadas frases, se me impuso una conclusión inesperada: este ensayo no es un monumento al indiferentismo, en el sentido de poner la utilidad por encima de la verdad; no es una construcción utilitarista, en el sentido de primar la felicidad por encima de la libertad: es una apasionada defensa de los valores en un mundo sin certezas. SOBRE LA LIBERTAD, aunque tan discutible como yo esperaba, es su mejor obra, la más sugerente y la más actual, precisamente en un siglo en que los peores miedos de Mill se han hecho realidad más de una vez.

En la tradición liberal es Mill un autor ambiguo. Es cierto que su antropología fue impecablemente individualista. Es verdad que su filosofía política se planteó con acierto el conflicto entre libertad y democracia. Pero en materia de economía política, por grandes que fueran sus aciertos analíticos, abrió un portillo al socialismo, al basar, equivocadamente en mi opinión, el derecho de propiedad privada en el trabajo y el esfuerzo, en vez de en el principio de libertad individual, que en una sociedad sin propietarios es pura ficción; y se mostró más de una vez paternalista, en especial en la capacidad de la familia para limitar el número de sus hijos y de educarlos lo mejor posible. ¿Qué iba a depararme la lectura de su libro SOBRE LA LIBERTAD?

Al leer la Introducción reverdecieron mis temores. Recordaba yo de mis días de estudiante que la presentación del ensayo subrayaba con acierto el porqué de la necesidad de defender las libertades individuales, no ya en un sistema despótico, sino incluso más en una democracia:

«[...] el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el cual es ejercido; y el “gobierno de sí mismo” del que tanto se habla, no es el gobierno de cada uno por sí, sino el gobierno de cada uno por todos los demás».

Puede pues la mayoría en una democracia ejercer una tiranía sobre las minorías, por lo que la cuestión de la libertad individual es más candente que nunca bajo una Constitución popular: hasta aquí, bien. Pero inmediatamente después parece Mill ir demasiado lejos al insurgirse contra:

«[la tiranía social que] deja menos medios de escapar a ella, pues penetra mucho más en los detalles de la vida y llega a encadenar el alma»,

y al quejarse de lo «pesado del yugo de la opinión» en la Inglaterra victoriana. El individualismo no puede exigir que los demás dejen de expresar su disgusto ante determinadas conductas mientras no impongan su opinión por la fuerza. El sistema de la libertad individual no está basado en la indiferencia, en la mera tolerancia de las creencias y las formas de vida de los demás, sino en las firmes convicciones éticas de cada uno, unidas al respeto legal de la esfera de cada individuo. Pero luego, en el capítulo IV «De los límites de la autoridad de la sociedad sobre el individuo», iba a analizar Mill con sumo cuidado las legítimas formas de presión social sobre los individuos en materia de lo que atañía a su persona o concernía a los demás.

En esta Introducción, en todo caso, me encontré con una muy precisa y necesaria definición que contribuyó a cambiar mi ánimo hacia el ensayo: según Mill la esfera individual incluye

«el dominio interno de la conciencia [...] la libertad de expresar y publicar las opiniones [...], la libertad de nuestros gustos y la determinación de nuestros propios fines [...] [y] la libertad de asociación entre individuos».

A partir de ahí comencé a viajar sin tropiezo en compañía del ensayista. También está de acuerdo con la tradición liberal el segundo capítulo del ensayo, «De la libertad de pensamiento y discusión», cual yo lo recordaba. Los argumentos aquí presentados por Mill siguen vigentes con toda su fuerza. No es aceptable que una sociedad silencie una opinión.

«Si la opinión es verdadera se priva [a la raza humana] de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si es errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error».

La conducta racional sólo es posible si el hombre es capaz de rectificar sus equivocaciones por la discusión y por la experiencia. E incluso si todas las opiniones son verdaderas,

«¿quién puede computar lo que el mundo pierde en la multitud de inteligencias prometedoras unidas a caracteres tímidos, las cuales no osan seguir caminos mentales audaces, vigorosos e independientes, por temor a caer en algo que pudiera ser considerado irreligioso o inmoral?».

Mill, el antiguo utilitarista, llega incluso más lejos: defiende la verdad por sí misma. Rechaza una postura muy difundida entre quienes se consideran superiores a la gran masa. Son muchos los que buscan poner trabas a la discusión pública porque sostienen que determinadas doctrinas, incluso si son falsas, resultan útiles porque disciplinan y encauzan los peores instintos de la humanidad y consideran una temeridad ponerlas en cuestión.

«Hay, se alega, ciertas creencias tan útiles por no decir indispensables, al bienestar, que el Gobierno está tan obligado a mantenerlas como a proteger cualquiera de los otros intereses de la sociedad».

Muy al contrario, propone Mill que

«la verdad de una opinión es parte de su utilidad. Cuando pretendemos saber si es o no deseable que una proposición sea creída, ¿cómo es posible excluir la consideración de si es o no verdadera? [...] ninguna creencia que no sea verdadera puede ser útil».

El capítulo que más ha envejecido del ensayo es el tercero, «De la individualidad como uno de los elementos del bienestar». Es cierto que en la hermosa presentación que hace del ensayo de Mill, Sir Isaiah Berlin subraya como una de las grandes aportaciones del filósofo el haber retomado de Goethe y de Humboldt la idea de la importancia de la variedad humana por sí misma. El ensayo de Mill, dice,

«es un intento de fundir racionalismo y romanticismo... [de crear hombres] de carácter rico, espontáneo, multilateral, sin temores, libre, y sin embargo racional y dirigido por uno mismo».

Sin embargo, la parte romántica parece primar en exceso cuando Mill expresa su temor a lo que hoy llamamos la «globalización», la uniformidad creciente de las aspiraciones de los individuos gracias al avance de la democracia, «la extensión de la educación», «el progreso de los medios de comunicación», «el crecimiento del comercio»: de donde pude derivarse «el establecimiento completo [...] del ascendiente de la opinión pública».

«La combinación de todas estas causas forma una masa tan grande de influencias hostiles a la individualidad, que no es fácil ver cómo podrá ésta mantener su posición».

La experiencia de más de un siglo sugiere que la globalización de la humanidad socava, es cierto, las formas de vida nacionales y comunales en las que el individuo participa pasivamente –los idiomas y folklores minoritarios que tienden a desaparecer ante la cultura dominante. Pero las nuevas oportunidades que ofrece la sociedad abierta fomentan la variedad de formas de vida de los individuos y sobretodo permiten a un número creciente de ellos realizar su propia obra, abrir su propia empresa, construir su propia vida de una manera que no resultaba posible en sociedades más pobres. También Orwell en su «1984» expresó el temor de que el avance de las tecnologías de la información reforzara el poder del Estado de tal manera que toda resistencia personal resultara imposible; no ha sido así, pues el gran avance de las telecomunicaciones se ha convertido en el gran baluarte de las libertades individuales. En la intemperie de la sociedad abierta florece la libertad.

Los capítulos IV y V vuelven a ser inmensamente sugerentes y conturbadores para los lectores de nuestro tiempo. Pasaré por alto el que Mill dijera que

«la sociedad no está fundada sobre un contrato, y [...] nada bueno se consiga inventando un contrato a fin de deducir obligaciones sociales de él».

Para luego contradecirse, añadiendo:
«todo el que recibe la protección de la sociedad debe una compensación por este beneficio... [por lo que debe] tomar cada uno su parte (fijada según un principio de equidad) en los trabajos y sacrificios necesarios para defender a la sociedad o a sus miembros de todo daño o vejación».

No me parece muy utilitarista este apelar a «una compensación», «según un principio de equidad». Pelillos a la mar. Lo relevante para nosotros hoy se encuentra en lo permanente de las dudas y dificultades llegado el momento de trazar la frontera entre lo individual y lo comunal en cada caso. Pido a los lectores de esta edición que mediten cada uno de los difíciles casos de posible intervención social en la vida de los individuos presentados por Mill y que los formulen en términos de una de las aporías que se nos plantean en la actualidad. Las preguntas de Mill son las mismas que hemos de formularnos hoy: qué hacer con la persona de vida desordenada, impuntual, con el hombre sucio, borracho habitual, en la vida laboral; cómo avisar a los demás de los abusos del falso, del prepotente, del pródigo; si es aceptable la imposición forzosa de formas externas de la religión, como la de llevar el velo musulmán en los institutos de enseñanza de Francia; si es lícita la prohibición de vender alcohol (que Mill rechaza) o cargarla con un impuesto especial (que Mill acepta), análisis que podríamos aplicar a las drogas o al tabaco hoy; en qué se basa la posibilidad de disolver el contrato del matrimonio; y si el Estado debe obligar a los padres a educar a sus hijos, o incluso suministrar directamente servicios educativos.

Son muy notables dos reflexiones sobre la libertad económica que siguen resultando de plena aplicación. «La sociedad no admite ningún derecho legal ni moral por parte de los competidores fracasados, a la inmunidad de [los] sentimientos» que les causa la competencia. Se ha hecho famoso este otro pasaje sobre la necesidad de limitar la extensión de la opinión pública en la vida social:

«Si las carreteras, los ferrocarriles, los bancos, las oficinas de seguros, las grandes compañías anónimas, las universidades y la Caridad pública, fueran todas ramos del Gobierno o si, además, las corporaciones municipales [...] se convirtieran en departamentos de la Administración central; si los empleados de todas estas diferentes empresas fueran nombrados y pagados por el Gobierno [...] la más completa libertad de prensa y la constitución más popular de la legislación no harían más libre a [Inglaterra] o a cualquier otro país sino de nombre».

En todo caso y cualesquiera que sean las dificultades en el momento de su aplicación práctica, el principio primero y fundamental sobre el que Mill construyó su ensayo sigue siendo válido.

«La única razón legítima que puede tener una comunidad para proceder contra uno de sus miembros es la de impedir que perjudique a los demás. No es razón bastante la del bien físico o moral de este individuo».

Sí, estoy convencido ahora de nuevo: el ensayo SOBRE LA LIBERTAD de John Stuart Mill es una obra que los hombres del siglo XX, el siglo de las tiranías, de los progroms, de los nacionalismos, deben leer una y otra vez hasta penetrarse de su humanísimo mensaje.

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