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INTRODUCCIÓN A MAX WEBER (1864-1920)

 


- UN CONTEXTO CULTURAL
- SOCIOLOGÍA DESPUÉS DE MARX Y NIETZSCHE
- CARACTERÍSTICAS DE UNA SOCIOLOGÍA DE LA ACCIÓN
- TRES MOMENTOS EN UN MÉTODO: COMPRENDER, INTERPRETAR, EXPLICAR
- CUATRO CONSTANTES WEBERIANAS
- «LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO»: ELEMENTOS PARA UNA - LECTURA
- RELIGIÓN Y ORGANIZACIÓN SOCIAL
- EL DESENCANTAMIENTO DEL MUNDO
- DOMINACIÓN Y ACCIÓN POLÍTICA
- DOMINIO, OBEDIENCIA Y LEGITIMIDAD
- LA BUROCRACIA
- ÉTICA Y POLÍTICA COMO FORMAS DE TRAGEDIA
- LA ÉTICA DE WEBER: RESPONSABILIDAD Y CONVICCIÓN
- A MANERA DE CONCLUSIÓN


UN CONTEXTO CULTURAL

Max WEBER nació el 21 de abril de 1864 y murió el 14 de junio de 1920. Tal vez estas fechas digan poco a un lector del siglo 21, pero situándolas en su contexto histórico, se verá que fue testimonio de la creación del Imperio (1871), de su hundimiento (1918) y del nacimiento de la República de Weimar (1919) a la redacción de cuya constitución contribuyó decisivamente. A lo largo de su vida conoció dos guerras nacionales (1866 y 1870), una guerra mundial (1914-1918) y tres revoluciones (las de 1905 y 1917 en Rusia y 1918 en Alemania). Su disección de la sociedad burguesa es, pues, también una consecuencia de su conocimiento vivo de la historia y de su experiencia inmediata de la transformación del mundo cultural que había sido el de los grandes propietarios latifundistas prusianos aburguesados [Junkers] y acabará siendo el de las tensiones obreras y el ascenso de la socialdemocracia.

Nacido en la burguesía intelectual liberal (su padre era jurista y diputado) en el seno de una complicada familia de intelectuales y empresarios y formado en la brutal “cárcel de hierro” de la Universidad de su época –que le provocó sus conocidas depresiones y una muerte prematura a los 56 años– WEBER es testimonio del análisis de la concentración industrial [Konzern] y de las consecuencias ideológicas de la modernidad económica que hereda tanto como transforma radicalmente el viejo panorama ideológico protestante. Su análisis de la religión, de la política y de las formas de legitimación son indisociables del cambio que experimenta Alemania, y casi Europa occidental entera, entre 1864 y 1920.

Como sociólogo, WEBER ofrece un testimonio de primera mano sobre la crisis de la tradición prusiana (aristocrática, autoritaria, patriarcal) y el surgimiento de los Estados modernos (de democracia representativa, burocráticos, legal-racionales, etc.). La Alemania de su tiempo vive unos cambios sociales, históricos y culturales profundos que harán posible que, por primera vez, la modernidad tome conciencia de sus límites y de la distancia entre su marco jurídico y la realidad social. Ese proceso, que él denominó «racionalización del mundo», no puede pensarse sin tensiones y contradicciones y constituye el tema básico o el hilo conductor de toda su obra. WEBER fue capaz de ver hasta qué punto la racionalidad formal de la empresa, del derecho o del estado es inseparable de, y tiene en su vértice, la irracionalidad del dominio carismático y de la burocracia, expresión de una racionalización que se ha vuelto irracional:

«Junto con la máquina sin vida [la burocracia] está realizando la labor de construir la moralidad de la esclavitud del futuro en la cual quizá un día han de verse los hombres, como los “felagas” en el estado egipcio antiguo– obligados a someterse, impotentes a la opresión, cuando una administración puramente técnica y buena, es decir, racional, una administración y provisión de funcionarios, llegue a ser para ellos el último y único valor, el valor que debe decidir sobre el tipo de solución que ha de darse a sus asuntos».


WEBER se nos aparece casi un notario de estos cambios y como el narrador de la nueva concepción del poder, de lo sagrado y de la máquina que surge de la conciencia europea de su momento, y que, en buena parte, perdura en los tiempos posteriores.

Así cuando nos describe la personalidad carismática, convendría no olvidar que él es un contemporáneo de Bismarck, unificador de Alemania (1866-1871) y autor de las primeras políticas sociales modernas (1883-1889). Y cuando se leen sus trabajos sobre LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO (1904-1905), habría que tener a mano novelas como LOS BUDDENBROOKS de Thomas Mann (1901) donde se narra la decadencia de la vieja burguesía rigorista y protestante, substituida por una nueva burguesía arribista y mercantil.

WEBER fue un personaje complejo, por enciclopédico, e incluso por mal editado: la manipulación póstuma que su mujer, Marianne, ejerció sobre su obra –destrucción de manuscritos incluida– deja pequeña a la de la hermana de Nietzsche; se trata, además, un personaje psicológicamente atribulado, con unas complicadas relaciones familiares y acosado por la depresión, que le dejó “fuera de juego” en la Universidad entre 1897 y 1918, aunque practicase –cuando la salud lo permitía– el famoso “ocio eficaz” de los universitarios alemanes. La confidencia, que debemos a su esposa, según la cual no logró consumar su matrimonio hasta los 44 años (se había casado con 29), nos muestra hasta que punto era un individuo emocionalmente complicado. Y no debieran pasarse de largo sus obvios fracasos políticos, incluyendo el de la constitución de la República de Weimar que inspiró –y lo que ello pudo ayudar al posterior auge del nazismo. Pero su obra, tomada como “Corpus”, más que discutida y discutible en los detalles empíricos, inicia una manera de hacer sociología y de comprender la acción social que vale en tanto que clásica.

 

SOCIOLOGÍA DESPUÉS DE MARX Y NIETZSCHE

Max WEBER murió en 1920, Durkheim lo había hecho en 1917 y Simmel en 1918. Es demasiado simple convertir a estos tres pensadores, y particularmente a WEBER, en una especie de “anti-Marx” –o de reconstructores del pensamiento burgués– como ha sido tópico en el contexto ibérico. Más bien debiera considerarse a WEBER como el autor que ha comprendido hasta qué punto la “filosofía de la sospecha”, por usar una etiqueta bastante anacrónica, tiene razón en lo que critica pero es, a la vez, impotente por lo que propone. Según parece, WEBER habría confesado a Spengler, en febrero de 1920, que: «La honestidad de un intelectual puede medirse por su actitud frente a Marx y Nietzsche (...) El mundo en que existimos intelectualmente nosotros mismos es en gran parte un mundo formado por Marx y Nietzsche». Su proyecto no pretende, pues, la reconstrucción, sino la revisión de lo dicho por los maestros de la sospecha. Precisamente porque Marx y Nietzsche llevan a un callejón sin salida –porque son geniales y ciegos a la vez– es necesario asumirlos como ellos mismos, en su mejor momento, hubiesen querido: sin escolástica, pero sin perdonarles por estar vivos; sin menosprecio pero sin sumisión.

WEBER como pensador resume las tradiciones políticas de la Alemania de su época: fue liberal, se implicó en el pensamiento social cristiano y terminó en el Deutsche Demokratische Partei en 1919, después de haber estado vinculado a la socialdemocracia, que le desagradaba por burocrática; no pretende transformar el mundo pero comparte con Marx un enfoque metodológico básico: el de explicar las sociedades como un conjunto de estructuras y de prácticas sociales colectivas. Y lo hace con una perfecta distancia, o “neutralidad axiológica” si se prefiere, en lo que se refiere a las consideraciones morales. Así, en 1892 podía escribir, por ejemplo, que: «... desde el punto de vista de la razón de estado; éste no es para mí un problema referente a los obreros agrícolas, no pregunto si viven bien o mal y cómo se los puede ayudar». Podríamos encontrar textos de Marx sobre la situación de los obreros en la India que no estaría demasiado lejos de este enfoque.

Temas como el análisis del capitalismo y de la burocratización, e incluso la cosificación de las relaciones humanas, se hallan en Marx tanto como en WEBER. Sin embargo lo que les separa es obvio: WEBER no acepta el reduccionismo de la hipótesis central del marxismo, la primacía del sólo factor económico para explicar el capitalismo. La alternativa weberiana es bien conocida: si el capitalismo ha triunfado se debe no a la plusvalía ni al maquinismo, sino a la eficiencia social de unos valores encarnados por la ética, protestante, que ha hecho del trabajo un estilo de vida que va mucho más lejos del puro elemento económico e impregna todas nuestras acciones.

La segunda influencia crucial la recibió de Nietzsche. WEBER descubre en él la idea fundamental de su sociología: el lugar central que ocupan los valores, su papel fundador de la conciencia social que es, a la vez, conciencia moral. Nietzsche muestra a WEBER que los valores no son eternos y que lo fundamental para un sociólogo es comprender como determinados valores se han convertido en tópicos, hasta volverse incluso incapaces de identificarse como tales: es la aquiescencia social, el contexto histórico y la utilidad de los valores para fundar estilos de vida lo que nos ofrece el criterio para comprender cómo funciona y como se articula una acción social. Se ha podido decir que WEBER realiza empíricamente el programa de LA GENEALOGÍA DE LA MORAL. Pero encontraremos entre ambos una diferencia crucial: Nietzsche quiere «transvalorar», cambiar el signo de los valores; en cambio, lo que WEBER pretende es comprender la influencia indirecta de los valores sobre la vida y sobre la formación social, pero sin erigirse en juez. Los valores son “racionales”, incluso más racionales que los intereses económicos, y por ello la actitud axiológica de neutralidad es más conveniente que la del juicio moral o, peor aún, moralizante.

 

CARACTERÍSTICAS DE UNA SOCIOLOGÍA DE LA ACCIÓN

WEBER fue un autor enciclopédico, capaz, por ejemplo, de escribir dos tesis sobre derecho comercial en las ciudades italianas (1889) y sobre historia agraria de Roma, considerada en su relación con el derecho público y privado (1891). De ahí su agudo sentido de la historia, que lo enfrenta a la Escuela marginalista austríaca de Carl Menger (1840-1921) a la que consideraba sólo capaz de enunciar reglas abstractas. Pero fue también un empirista, capaz de realizar encuestas sobre el terreno, como la que dedicó a la situación de los trabajadores agrícolas del este del Elba (1892) y la estudió a los obreros industriales alemanes (1908). Sin embargo, WEBER no se limita al empirismo lato. Considera, más bien, necesario elaborar conceptos teóricos que permitan dar cuenta de las realidades sociales, desde un punto de vista dinámico.

No es función de la sociología establecer leyes de la «ciencia de la cultura», el sentido que, por ejemplo la entendía Wilhelm Dilthey (1833-1911) cuando distinguía entre explicación [erklären], propia de las ciencias naturales y comprensión [verstehen], propia de las ciencias sociales. A las ciencias sociales no les corresponde un estatuto minorizado. La sociología es una ciencia histórica que debe apartarse de toda clase de dualismos y, en consecuencia, no hay que fundar tampoco su método a partir de las ciencias de la naturaleza, como pretendían los positivistas. Lo que WEBER entendía por “acción social” se puede resumir en un párrafo de su propia obra:

«La sociología interpretativa o comprensiva considera al individuo y su acción como su unidad básica. Como su átomo, si puedo permitirme emplear excepcionalmente esta discutible comparación. Desde esta perspectiva, el individuo constituye también el límite superior y es el único depositario de una conducta significativa... En general, en sociología, conceptos tales como «estado», «asociación», «feudalismo», etc., designan categorías determinadas de interacción humana. En consecuencia la teoría de la sociología consiste en reducir estos conceptos a «acciones comprensibles», es decir, sin excepción, aplicables a las acciones de hombres individuales participantes».

Los dos conceptos que permiten comprender el desarrollo de la sociología weberiana son los de «actor socializado» y «acción instituida»; ambos permiten superar el tópico del “individualismo sociológico” que, como veremos, es más complejo de lo que su explicación elemental sugiere.

Hablar de «actor socializado», sugiere que el individuo forma parte de una serie de redes de relaciones sociales, fuera de las cuales no puede ser comprendido. El punto de vista del «actor socializado», es decir, la comprensión que los propios actores tienen de su propia función es sociológicamente fundamental. Esos actores, organizados, son la base de toda acción social.

WEBER distingue entre “clases sociales”, “grupos de estatus” y “partidos políticos”, estratos distintos que corresponden respectivamente a los órdenes económico, social y político.

Así, a diferencia de Marx, en WEBER las clases son únicamente una de las formas de la estratificación social, atendiendo a las condiciones de vida material, y no constituyen un grupo consciente de su propia unidad más allá de ciertas condiciones de vida.

Los “grupos de estatus” se distinguen por su modo de consumo y por sus prácticas sociales diferenciadas que dependen a la vez de elementos objetivos (nacimiento, profesión, nivel educativo) y de otros puramente subjetivos (consideración, reputación...). Estos “grupos de estatus” se distinguen unos de otros por estilos o “modos de vida” (concepto que hay que comprender por oposición a “nivel de vida”).

Finalmente, los “partidos políticos” expresan y unifican en forma institucional intereses económicos y estatus sociales comunes, aunque su creación puede fundamentarse también en otros intereses (religiosos, éticos, etc...).

Este análisis tridimensional pone de relieve que en las sociedades modernas hay diversos criterios de jerarquización de los grupos sociales. Entre los diversos modos de pertenencia a un grupo, el “grupo de estatus” posee una especial relevancia: es ahí donde se adquieren y se comparten los valores, las normas de comportamiento y las prácticas significativas que los especifican. Una teoría de la acción social debe dar cuenta, en consecuencia, de la forma como unos individuos interaccionan con otros para modificar sus comportamientos; lo que no necesariamente se produce de forma racional...

De ahí que la sociología deba dar cuenta también de la «acción instituida» que es algo más que la pura “elección racional” del supuesto individualismo metodológico. La elección de los valores, que incumbe al individuo, se refiere implícitamente a su “grupo de estatus”. Promocionar, o no, determinados valores depende de un grupo que siempre es institucional.

Si hablamos de un actor socializado y una acción instituida es porque la elección de valores de los individuos es social, elaborada en instituciones que de por sí son jerárquicas. La conformidad o disconformidad respeto a una regla constituye al individuo. De hecho actuar según la regla equivale a ser instituido por ella. Pero es el individuo, y no una totalidad “holística”, lo que explica la acción. Más que elaborar teorías holísticas, que por su alto nivel de generalización no explican nada, de lo que se trata es de elaborar un pensamiento complejo sobre el individuo. Lo instituido se expresa en su actor.

El individualismo metodológico no debe confundirse, pues, con el individualismo social, propio de algunas sociedades liberales que animan a ser “diferentes”; ni con el individualismo ético que se opone al “colectivismo”. Ambos ven al individuo como enfrentado al grupo, o “des/socializado”, mientras que el individualismo metodológico se ejerce en el contexto de una sociedad y de unas instituciones.

 

TRES MOMENTOS EN UN MÉTODO

WEBER en la famosa primera frase de ECONOMÍA Y SOCIEDAD, define la sociología como: «... una ciencia que se propone comprender por interpretación [deutend verstehen] la actividad social interpretándola, y a partir de ahí explicar causalmente [ursächlich erklären] su desarrollo y sus efectos».

De aquí se derivan las tres etapas de toda sociología: comprensión, interpretación y explicación, que no han de considerarse como peldaños de una escalera sino como formas de análisis convergentes de la realidad social, sin que quepa considerar a una “superior” a otra.

«Comprender» la acción social significa optar por la “neutralidad axiológica”, tanto por razones morales como por la propia especificidad de la teoría. No es necesario ponerse en la piel de los actores sociales para comprenderles, o como dice en ECONOMÍA Y SOCIEDAD: «No es necesario ser Cesar para comprender a Cesar». Ningún científico social tiene derecho a aprovecharse de su situación para hacer ostentación de sus sentimientos particulares. Y, por el mismo hecho de que en ciencias sociales es imprescindible seleccionar cuidadosamente los materiales, la neutralidad axiológica es imprescindible para el buen resultado del análisis. Sin neutralidad axiológica no hay comprensión científica de la sociedad. Como él mismo definió en un artículo póstumo (1927):

«No conocemos ideales que puedan demostrarse científicamente. Seguramente, la tarea más ardua es trazar la raya desde nuestro propio pecho en un periodo cultural que es tan subjetivo. Pero no tenemos ningún paraíso soñado, ni ninguna calle de oro que ofrecer ni en este mundo ni en el próximo; ni en el pensamiento ni en la acción; y es un estigma de nuestra dignidad humana que la paz de nuestras almas no pueda ser nunca tan grande como la paz de aquel que sueña en tal paraíso»


La ausencia de espíritu doctrinario, la renuncia a transformar la sociedad para lograr interpretarla ha de ser paralela a la apasionada exigencia de lucidez en el análisis. Como se verá la «ética de la responsabilidad» surge de la exigencia de comprensión por encima del prejuicio y de la utopía.

«Interpretar» la acción social llega a ser posible mediante la construcción de “ideales tipo” [Idealtipen – palabra también traducida por: “tipos ideales”, o “tipologías”]. Un “ideal tipo” es una construcción abstracta, de estatuto provisional, susceptible de ordenar el caos, la infinita diversidad de lo real. No expresan “la” verdad, que en tanto que concepto substancial es un ideal vano, sino uno de sus aspectos, a través de acentuar los rasgos cualitativos de una realidad. Su valor es, pues, utilitario, en tanto que permite una mayor inteligibilidad de lo real. El “ideal tipo” coincide con una «imagen mental obtenida por racionalizaciones de naturaleza utópica», es decir, sin contenido empírico, que retoma la distinción kantiana entre el “concepto” [verdad] y lo “real” [realidad]. Se trata así de evitar tanto la confusión positivista entre verdad y realidad cuanto la dimisión conceptual del puro relativismo empirista. En sus propias palabras:

«Se obtiene un “ideal tipo” al acentuar unilateralmente uno o varios puntos de vista y encadenar una multiplicidad de fenómenos aislados –difusos y discretos – que se encuentran en mayor o menor número y que se ordenan según los precedentes puntos de vista elegidos unilateralmente para formar un cuadro de pensamiento homogéneo».

El concepto de “ideal tipo” sirve a WEBER para superar la contradicción entre la subjetividad inherente a la selección de materiales que debe plantear cualquier sociólogo y la objetividad que se exige a sí mismo en tanto que científico que debe actuar desde parámetros de “neutralidad axiológica”. Y todavía más, el “ideal tipo” es una herramienta a través de la cual se supera la contradicción entre los hechos históricos singulares y la generalización a que obligan las reglas sociales. Finalmente, un “ideal tipo” es también útil para la reconstrucción racional de las conductas sociales. WEBER los usa tanto para su sociología de la acción (tipos de racionalidad), como para su sociología económica (tipos de capitalismo), su sociología de las religiones y su sociología política (tipos de dominación).

«Explicar» significa, en palabras de WEBER, establecer «juicios de imputación histórica» que, a diferencia de lo que ocurre en Marx, implican un pluralismo causal. Es importante establecer que un mismo fenómeno puede ser explicado de formas muy diversas. Debe, pues, tenerse muy presente, en la medida que concierne a la teoría Weberiana del “espíritu del capitalismo”, que el propio WEBER tenía más que reservas ante la sobrevaloración, atribuida a sus intérpretes, del papel de la ética religiosa sobre el famoso “espíritu”. Esta explicación no debiera generalizarse, ni universalizarse más allá de un contexto histórico muy concreto, fuera del cual no es válida –precisamente en la medida que sería monista, cuando lo que pretende WEBER es reivindicar el pluralismo. Habría que saber hasta que punto el pluricausalismo tiene que ver con la propia complejidad psicológica y las inseguridades de WEBER y hasta que punto se ha convertido después en un artefacto apto para garantizar el orden social cuando ciertas causalidades son incluso “demasiado” claras.

 

CUATRO CONSTANTES WEBERIANAS

Resulta complejo establecer períodos en la obra de un pensador como WEBER cuya obra, en gran medida, está condicionada por el sistema, francamente opresivo, de la Universidad germánica de su época. Un profesor nada convencional que muere a los 56 años y vive forzado a escribir sobre el Imperio chino, la agricultura tardoromana, los fundamentos racionales de la música, la historia comercial de la Edad Media, las sectas protestantes, la bolsa, el judaísmo antiguo y el formalismo en el derecho... difícilmente puede ser juzgado desde un planteamiento académico perfectamente convencional que distinga entre, por ejemplo, juventud y madurez en el sistema. En cualquier caso, WEBER es inmune a la fascinación de las filosofías de la historia, de las profecías sociales y del evolucionismo, que son las tentaciones más habituales de cualquier pensador social.

Por ello preferimos hablar de “constantes” que van apareciendo como un fondo en la obra de WEBER; hay algunos quasi-axiomas a lo largo de toda su obra y nos parece perfectamente asumible la continuidad de ciertas intuiciones básicas en sus textos principales.

1.- LA ESPECIFICIDAD DEL RACIONALISMO OCCIDENTAL: La especificidad del mundo occidental y de la modernidad está vinculada según WEBER a la «racionalización» y al «desencantamiento del mundo». Esos dos principios de acción social, que no se han dado en ninguna otra parte del planeta, se expresan de una forma especialmente significativa en la organización capitalista del trabajo y en el Estado burocrático moderno, con su énfasis en el criterio de eficacia. Algunos estudiosos de su obra sitúan ese descubrimiento hacia 1910 (en sus trabajos sobre la música) pero es obvio que se trata de una intuición que puede reencontrarse en sus obras mayores. Lo específico del racionalismo occidental es que su obra vincula formas económicas, estructuras sociales e instituciones políticas. No se trata de que WEBER sea “etnocéntrico”: como hemos dicho defiende metodológicamente el pluralismo causal; pero lo cierto es que el cúmulo de circunstancias que llevan a la racionalización en Occidente no surge en ningún otro lugar. Con todo, debe destacarse que WEBER nunca cree que exista ningún tipo de desarrollo lineal de las sociedades, ni que otras culturas deban “progresar” (concepto que tampoco asume) hacia el modelo occidental.

2.- LA ORDENACIÓN DE LA CONDUCTA Y CONSTRUCCIÓN DE UN “ORDEN VITAL” [LEBENSORDNUNG] Un segundo gran tema weberiano es el de la forma como las religiones construyen el “ethos” de los individuos, es decir, el orden normativo interiorizado, que da forma a la conducta. Para WEBER es importante destacar que ese “ethos” no constituye algo puramente limitado a las ideas, sino que tiene consecuencias sociales y, además, no surge de individuos aislados sino de grupos que consideran su ética como un signo distintivo explícito en la acción social. Las relaciones sociales y las formas simbólicas no pueden ser separadas, y constituyen un orden vital que identifica a determinados “tipos ideales”. Mecanismos subjetivos y eficiencia social no sólo no resultan contradictorios, sino que se necesitan, y se explican, mútuamente. Esa es la intuición que subyace a LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO.

3.- LA TENSIÓN ENTRE RACIONALIDAD E IRRACIONALIDAD Es uno de los temas básicos del mundo moderno. Una parte básica de los estudios históricos weberianos está orientada a mostrar cómo lo racional emerge de lo irracional, de manera que no resulta posible mantener una escisión entre ambos niveles; de hecho ni siquiera una pueden ser nítidamente diferenciados. Lo “irracional” fascina a su época: Freud, como Th. Mann i WEBER lo investigan –y se sienten atraídos por su estudio. Eso no significa que la obra Weberiana pueda confundirse con un “irracionalismo” sino que nos muestra lo extraordinariamente complejo, e incluso lo ambivalente, de la noción misma de racionalidad

4.- LA INFLUENCIA DE LAS DISPOSICIONES ÉTICAS es la otra gran constante del pensamiento social weberiano. La burguesía, además –y por encima– de ser un sistema económico, o una clase social con una serie de derechos jurídicos es un “ethos”, en ruptura con los principios tradicionales, centrada en la conciencia profesional y que sitúa el trabajo como valor central que da sentido a la vida. El “ethos” protestante puede parecer contradictorio –acumula riqueza pero mantiene la prohibición radical de disfrutarla– y constituye un ascetismo secular por oposición al ascetismo religioso. A través de la educación este “ethos” se acabará extendiendo a otros grupos sociales, incluidos los obreros, para convertirse en una especie de sentido común de las sociedades occidentales.

La ética calvinista, puritana y el espíritu capitalista, unidos estrechamente forman el núcleo del mundo moderno. «Una conducta vital caracterizada por un racionalismo práctico» –expresión que tomamos de su SOCIOLOGÍA DE LA RELIGIÓN (1920), es tan necesaria como una tecnología racional o como un derecho racional para la extensión del capitalismo. Para comprender la originalidad de WEBER tanto frente al marxismo como al marginalismo de Carl Menger, conviene recordar que para WEBER ha habido un capitalismo “no racional” (el de las ciudades de la Edad Media), por oposición al capitalismo racional, orientado por el mercado y por la racionalidad calvinista. De hecho, el capitalismo necesitó para triunfar que la familia dejase de ser el eje “no racional” de la sociedad y que –mediante procesos como la sociedad anónima por acciones– sea la empresa el modelo racional de la acción social. No puede, pues, explicarse el capitalismo ni por la pura lógica monetaria de la economía (Menger), ni por la lucha de clases (Marx) que, siendo elementos significativos, no agotan su pluralidad de significaciones.

 

«LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO»: ELEMENTOS PARA UNA LECTURA

A diferencia de Marx, WEBER no se interesa por el capitalismo en oposición a una (hipotética) sociedad socialista, sino como expresión de la especificidad del mundo occidental y de la racionalidad moderna. Para ambos el capitalismo es un hecho determinante en el destino del hombre, pero WEBER no ve una causalidad económica determinante en la historia, sino una sincronía de elementos, religiosos, económicos, éticos... que al entrecruzarse en un determinado momento dan origen a una determinada racionalidad capitalista. Éste es el tema de LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO (1904-1905) sobre el que luego volverá en LA ÉTICA ECONÓMICA DE LAS RELIGIONES MUNDIALES (1915-1920).

Lo que le importa en estos libros es explicar la «mentalidad económica», capaz de elaborar el “ideal tipo” capitalista, cuando la creación de riqueza se convierte en un imperativo moral. Hay un momento, más o menos datable en la época de Lutero, en que la palabra alemana “Beruf” (“vocación”) pierde su sentido religioso y se convierte en “profesión” o, mejor incluso, en una mezcla de ambas: “vocación” y “profesión”. El “ideal tipo” capitalista puede datarse, mejor incluso, en Benjamin Franklin cuando atesorar se convierte en una acción moral y usar a los otros humanos para hacer dinero llega a convertirse en una virtud.

Sería un error, un reduccionismo insostenible a partir de los textos de WEBER, limitar el nacimiento del capitalismo moderno a la sola extensión de la mentalidad calvinista. Es más correcto considerar que la racionalidad del capitalismo surge cuando la responsabilidad individual de los fieles, que originariamente se expresaba a través del examen de conciencia, que en principio es un mecanismo religioso, llega a convertirse en un sistema –una ascética– del autocontrol económico. Así, la racionalización de lo que en origen era una estructura religiosa se erige en principio unificador y organizador de la vida social. La vocación (ética, religiosa) y el oficio (actividad económica) se confunden como medios a través de los cuales se expresa –y se agradece– la bendición de Dios y se realiza el destino de los humanos.

La idea de predestinación calvinista (elección divina insondable) se realiza “en el mundo” mediante la prosperidad económica; que alguien “ha sido elegido” por la divinidad se hace palpable y concreto por el éxito en la actividad económica. WEBER comenta que «con su inhumanidad patética, esta doctrina [el puritanismo] había de tener como resultado en el ánimo de una generación que la vivió en toda su grandiosa consecuencia, el sentimiento de una inaudita soledad interior del hombre» (Segunda parte, cap. I). Ante la imposibilidad por alcanzar la certeza de su salvación [certitudo salutis], los individuos transfieren a la actividad económica las disposiciones éticas que en ellos había modelado su confesión religiosa. O como comenta WEBER: «Sólo el elegido tiene propiamente la “fe efficax”, sólo él es capaz –gracias a la “regeneratio” y a la consiguiente “santificatio” de su vida entera– de aumentar la gloria de Dios por la práctica de obras realmente, y no sólo aparentemente, buenas»; en definitiva, lo que se produce es una transferencia de la “eficacia” de la fe a la “eficiencia” en el negocio. La vocación que antaño se expresaba en el ámbito monástico se concreta, de ahora en adelante, en la multiplicación de los beneficios en el mercado. La «santidad en el obrar elevada a sistema», propia del luteranismo se encontraba “con” y “en” la economía moderna.

No hay pues, una infraestructura económica que determine la ideología, sino una mutua implicación de religión y comportamiento económico. Sin la doble existencia de condiciones materiales y de disposiciones morales y religiosas, el capitalismo no sería posible. La «ética metódicamente racionalizada» por el calvinismo converge con el ascetismo necesario para la expansión del capitalismo. Es la conjunción sincrónica de ambos elementos lo que crea una economía racional moderna. Hay que enseñar previamente a ahorrar para que, mediante la acumulación, pueda crecer el capitalismo. En palabras del propio WEBER:

«Según la voluntad inequívocamente revelada de Dios, lo que sirve para aumentar Su gloria no es el ocio, ni el goce, sino el obrar; por lo tanto, el primero y principal de todos los pecados es la dilapidación del tiempo: la duración de la vida es demasiado breve y preciosa para “afianzar” nuestro destino. Perder el tiempo en vida social, en cotilleo, en lujos, incluso dedicar al sueño más tiempo del indispensable para la salud –de seis a ocho horas, como máximo– es absolutamente condenable desee el punto de vista moral. Todavía no se lee, como en Franklin “el tiempo es dinero”, pero el principio tiene ya vigencia en el orden espiritual; el tiempo es infinitamente valioso, puesto que toda hora perdida es una hora que se roba al trabajo en servicio de la gloria de Dios».


Ello explica que sociedades como las mediterráneas (católico romanas u ortodoxas), las árabes o las asiáticas hayan tenido un aterrizaje tan azaroso en la modernidad. No es por algún problema en los dogmas sino por la falta de un “ethos”. Se precisa una gran dosis de racionalización y de «desencantamiento del mundo» para que el capitalismo pueda llegar a desarrollarse.

En el plano empírico sería fácil mostrar que algunos territorios católicos y muchos territorios protestantes no cumplen con las condiciones factuales de la hipótesis weberiana. Ya en su época se le criticó, además, la poca atención al componente judío de la mentalidad capitalista. Después de la 2ª Guerra Mundial, Hugh Trevor-Roper documentó que a finales del siglo XVI la autonomía política de las ciudades europeas se veía limitada a la vez por el conservadurismo de los príncipes luteranos y por el poder de los reyes de España y Francia. También Fernand Braudel (especialmente su clásico: «Civilización material, economía y capitalismo») muestra, sin lugar a dudas que fueron las ciudades italianas (católicas) las que vieron nacer las primeras concentraciones de capital comercial y bancario. Es a los humanistas italianos a quienes cabe dar el mérito de haber reflexionado por primera vez sobre el significado del capitalismo. En definitiva, LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO puede ser un libro fácilmente “falsable” desde el punto de vista empírico. Pero lo que parece asumido es que el capitalismo nació contra la lógica del mercado o, si se prefiere, poniendo la acumulación por delante del intercambio. Y esa «mentalidad económica» deducida de lo que no era en principio económico o ventajoso a nivel primario explica en gran parte su originalidad como sistema.

 

RELIGIÓN Y ORGANIZACIÓN SOCIAL

WEBER, según escribió su esposa Manrianne, confesaba «no tener oído musical para la religión». Luterano por formación, es obvio que prefería el rigorismo calvinista, cuya severidad e intransigencia traspasó a su conducta vital. Tal vez no estaría de más recordar, sin ser demasiado freudianos, que el calvinismo era también la religión de su madre. WEBER participó en diversos congresos de cristianismo social y se interesó por la acción social de la iglesia que, tanto para liberales como para pietistas, constituía la expresión más pura de la fe. Pero cuando aborda el estudio de las religiones, sea el judaísmo o el calvinismo, se impone a sí mismo una radical “neutralidad axiológica” y da muestras de una impresionante erudición histórica. Lo que le interesa es, básicamente, poner de relieve la relación entre religión y modernización y lo que denominó «desencantamiento del mundo», es decir, el proceso de racionalización en su crítica de la fe.

Lo primero que conviene dejar claro es que, para WEBER, la religión no puede ser rechazada como si se tratara de algo irracional. Incluso la magia de ayer, contra la que hoy lucha la racionalización, fue racional en su momento; y lo mismo puede decirse del monoteísmo frente al politeísmo y el animismo. Incluso los 10 mandamientos del judaísmo establecieron un mecanismo legalista racionalizador. Si la racionalidad y la irracionalidad existen conjuntamente en el seno de las religiones es porque el comportamiento religioso es, también, un tipo de acción social. Es interesante observar como en la Reforma, al tratar de eliminar los elementos mágicos de la creencia, no se consiguió romper con lo irracional. Al contrario, con la racionalización creciente lo irracional refuerza su intensidad.

WEBER distingue, en tanto que sociólogo, dos formas de religiosidad, con cuatro tipos que, una vez más, no deben leerse como evolutivos, o ascendentes, sino que existen simultáneamente:

· «ascetismo» (forma activa) que incide en el mundo y que puede darse como ascetismo monástico (monje, sacerdote) o “en el mundo” como ascetismo secular (calvinista emprendedor). De hecho, en el capitalismo, el ascetismo secular hunde sus raíces al monástico sin que eso signifique que haya tomado su forma. El concepto mismo de “industria” se origina en el ámbito monástico para pasar a significar algo plenamente distinto en el ámbito económico.

· «misticismo» (forma pasiva) que no pretende adaptarse al mundo. También tiene una forma “fuera del mundo” (la clausura) y otra más activa (puritanismo).

En su texto de 1920 «Consideraciones intermedias: teoría de los grados o orientaciones del rechazo religioso del mundo» [Zwischenbetrachtung - «Paréntesis teórico»] muestra cómo en la modernidad se produce una oposición progresivamente insoluble de la esfera religiosa respeto a otras esferas de valor. La religión deja de impregnar la economía, la política y la ciencia y se abre una creciente diferencia entre estos órdenes y el la esfera religiosa, hasta constituirse dos grupos de fuerzas progresivamente desvinculadas de ella: las de la actividad racional (economía y política) y las que pertenecen al nivel de lo irracional (estética y erótica). Lo paradójico es que también estética y erótica conocerán también irremisiblemente su proceso de racionalización en la medida en que se vuelvan autónomas (lo que de hecho sucedió con Freud, todo hay que decirlo). Es el estado burocrático e impersonal, y no la religión, el que juzga las contradicciones entre las diversas esferas de valores y marca su diferenciación y su autonomía relativa.

 

EL DESENCANTAMIENTO DEL MUNDO

Con la creciente intelectualización, el hombre moderno deja de creen en poderes mágicos. Pero al perderse el sentido profético se encuentra forzado a vivir en un mundo “desencantado”. Lo que denomina «irracionalidad ética del mundo» procede del antagonismo de valores ligado a la intuición fundamental de la infinita diversidad de la realidad misma. Por lo demás, el mundo moderno experimenta una gran dificultad para producir nuevos dioses o nuevos valores. La humanidad, o al menos la occidental, se halla en grave peligro de pasar de la irracionalidad ética a la «glaciación ética»; el supuesto politeísmo de los valores en una sociedad moderna no es más que la fachada bajo la que se oculta un indiferentismo hacia los valores, que ya no se confrontan entre sí. Bajo este pluralismo lo que sucede es una pura uniformización.

El concepto de «desencantamiento del mundo» [Entzauberung der Welt – traducible también por “pérdida de la magia” “desembrujo”...] permite un doble planteamiento. Por una parte constata el agotamiento del poder que antes poseyeron las religiones para determinar de manera significativa las prácticas sociales y para dotar de sentido la experiencia global del mundo. Pero además ofrece un criterio para evaluar el papel de la Ilustración. Esto es, sin embargo, una cuestión que conviene plantear en un contexto coherente. No se trata de un juicio, que sería contrario a la neutralidad axiológica, sobres si el movimiento de las Luces ha fracasado al no poder ofrecer una forma civil de esperanza al mundo. El desencantamiento del mundo, suscitado por el actual pluralismo de valores, no es imputable a la “racionalización” como tal sino a la forma racionalista de concebir la racionalización, que WEBER denomina «intelectualización».

Esta intelectualización obliga en nuestra época a reconocer que para encontrar un sentido a los conocimientos científicos del mundo, los humanos se enredan en un conflicto racionalmente insolucionable entre ideales incompatibles. Sólo las religiones tradicionales eran capaces de conferir al contenido de los valores culturales la dignidad de imperativos éticos incondicionales. Pero hoy las prácticas religiosas pertenecen al ámbito de lo privado. Las teodiceas y las promesas de salvación se substituyen por una ética individual; los controles sociales establecidos por una economía capitalista y un Estado burocrático no tienen la fuerza de la religión de antaño. Mientras que la religión podía definirse como una forma de acción colectiva portadora de sentido, en cambio la «intelectualización» está en el origen del «desencantamiento del mundo». La religión, que WEBER distingue claramente del “virtuosismo” sectario es un tema de este mundo y no del más allá que produce un “ethos” muy concreto; no es que exista algo así como una “lógica interna” de las religiones que conduce a una ética, sino que en la religión cristaliza de una manera muy específica el núcleo de intereses (materiales e ideales) que rigen la vida de los humanos. O, como se acostumbra a decir, la religión inserta lo extraordinario en la vida ordinaria.

 

DOMINACIÓN Y ACCIÓN POLÍTICA

Junto al estudio de la religión, el de la política es el otro ámbito central en WEBER; se acostumbra a recordar, cuando se trata este tema, que ya su padre fue una figura importante en el Partido liberal-nacional y que él mismo participó como delegado en el patético Tratado de Versailles y en la redacción de la constitución de la República de Weimar. Pero desde el punto de vista sociológico lo que le interesa es la acción pública y el orden político en cuanto “dominación”. Hay que establecer a las claras que para WEBER el poder reposa en la fuerza. Marsal cita un texto weberiano perfectamente claro a tal efecto: «[Poder es]la posibilidad de que una persona o un número de personas realicen su propia voluntad, en una acción comunal, incluso contra la resistencia de otros que participan en la acción». En LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN esto queda perfectamente claro ya desde la segunda página:

«En última instancia –dice WEBER– sólo se puede definir el Estado moderno, sociológicamente, partiendo de su medio específico, propio de él así como de toda federación política: me refiero a la violencia física. “Todo estado se basa en la fuerza”, dijo Troski en Brest-Litovsk. Así es, en efecto. Si sólo existieran estructuras políticas que no aplicasen la fuerza como medio, entonces habría desaparecido el concepto de “Estado”, dando lugar a lo que solemos llamar “anarquía” en el sentido estricto de la palabra. Por supuesto, la fuerza no es el único medio del Estado ni su único recursos, no cabe duda, pero sí su medio más específico. En nuestra época, precisamente, el Estado tiene una estrecha relación con la violencia. Las diversas instituciones del pasado –empezando por la familia–con consideraban la violencia como un medio absolutamente normal. Hoy, en cambio, deberíamos formularlo así: el Estado es aquella comunidad humana que ejerce (con éxito) el monopolio de la violencia física legítima dentro de un determinado territorio».

Por lo demás, WEBER fue siempre un convencido elitista o, como se dice a veces, “un crítico de la sociedad de masas”; por mucho que se esforzase en acercarse a la socialdemocracia, lo que en realidad le interesaba es que ésta representaba orgánicamente a la aristocracia obrera. Lo que valora en la democracia no es tanto la expresión de la voluntad popular cuanto la astucia que usa para lograr un cierto nivel de control sobre la actividad de las elites.

La teorización weberiana del Estado moderno se inserta en su análisis de las formas de racionalización. Pero lo que caracteriza al Estado moderno es que no usa la violencia al modo brutal de los Estados antiguos; más bien al contrario ha conseguido hacerse indispensable en la vida de los humanos, convirtiéndose en la fuente única de legitimación, gestionando servicios, etc. Lo fascinante de la dominación estatal es que se logra sin una violencia aparente, a través del convencimiento y de mecanismos carismáticos.

 

DOMINIO, OBEDIENCIA Y LEGITIMIDAD

Los tres mecanismos que pone en marcha la autoridad política son: «dominio», «obediencia» y «legitimidad». Que la sumisión no se consiga por una explícita violencia sino por “adhesión” de los individuos no puede explicarse sin acudir a mecanismos de fascinación por el poder, como los que se mueven en el concepto de “servidumbre voluntaria” de La Boétie. La ritualización del poder, la aceptación de su legitimidad indiscutida, la persuasión, etc., son creencias sin las cuales ningún Estado puede subsistir y que necesita divulgar.

La dominación es una construcción social y, por esto mismo, estudiar los mecanismos de creación de la obediencia o, por mejor decir, de la docilidad resulta imprescindible en cualquier teoría sobre el poder. La relación de fuerzas desiguales (recuérdese que toda acción social es una relación social) tendría que hacer difícil el establecimiento de un “orden” social; y sin embargo el orden social existe porque se han encontrado mecanismos para hacerlo no sólo legítimo sino incluso deseable para los humanos. De aquí que el análisis de las condiciones de producción de la creencia en la legitimidad sea un elemento básico en el trabajo de WEBER. O mejor dicho, lo que llega a mostrar es cómo la dominación se convierte en obediencia y la obediencia engendra legitimidad.

Hay, según la clasificación que estableció WEBER y que hoy es clásica, tres “ideales tipos” de legitimidad y dominación, cada una de las cuales engendra su propio nivel de racionalidad:

· Dominación tradicional
· Dominación carismática
· Dominación racional (o legal-racional)

«Dominación tradicional», es la que reposa en la creencia en el carácter sagrado de las tradiciones y de quienes dominan en su nombre. El orden es sagrado porque proviene de “siempre” y porque “toda la vida” de ha visto y se ha hecho igual. La técnica de gobierno consiste en emmascarar que la tradición es una invención y que el patrimonio base del poder patriarcal se basa en la explotación de los otros miembros de la familia (en el caso de las familias extensas) y en no diferenciar entre patrimonio personal y patrimonio del Estado (caso de las monarquías). Bajo la autoridad patriarcal el Estado es administrado como una finca particular y no puede hablarse con propiedad de ciudadanía.

«Dominación carismática», reposa en la creencia según la cual un individuo posee alguna característica o aptitud que le convierte en “especial”; se fundamenta en líderes que se oponen a la tradición y crean un orden nuevo. Es el tipo de los profetas [en griego “karisma” significa “gracia”]. Tal vez los individuos carismáticos, especialmente vistos de cerca, no resulten especialmente santos ni admirables pero logran provocar admiración, entusiasmo, apasionamiento –incluso de forma desinteresada. Las técnicas mediante las cuales se puede fabricar el carisma dependen de circunstancias históricas –WEBER es de antes de la televisión!– pero es obvio que se trata de una construcción social y que existe una correlación entre carisma y debilidad de las estructuras sociales. En todo caso es obvio que el carisma –tanto el de personas individuales como el de las instituciones– no se hereda, ni se puede transferir. El éxito de un buen político o de un emprendedor está vinculado a la capacidad de usar su carisma para institucionalizar un nuevo orden legal.

El tema del carisma en WEBER ha sido muy discutido, en la medida en que, a través de su discípulo Carl SCHMITT, fue usado para justificar en 1933 las ascensión al poder del Führer. En todo caso, el tipo de carisma que le interesaba no es el totalitario sino el que aparece plebiscitado en un Estado de derecho y sobretodo el “capitán de industria”, verdadero carismático de nuestro tiempo.

«Dominación racional» (“legal-racional”), es la que se da en los Estados modernos, en que legitimidad y legalidad tienden a confundirse, pues, de hecho, el orden procede de una ley –entendida como regla universal, impersonal y abstracta. Es la expresión de la racionalización: formal, basada en procedimientos, previsible, calculable, burocrática... y en este sentido caben aquí no sólo regímenes democráticos, sino el socialismo burocrático. De hecho, incluso lo que él denominó «democracia plebiscitaria de los jefes», es decir, lo que hoy se llama “despotismo managerial” cabría, más o menos, agazapado en este modelo de dominación, en la medida en que se pretende gobernar de una forma tecnocrática, previsible, calculable...

 

LA BUROCRACIA

La burocracia es para WEBER el pilar fundamental del moderno Estado de derecho, en la medida que permite diferenciar la esfera político-administrativa de otras esferas o niveles (la religión, la economía...). En este sentido cumple un papel racionalizador. Incluso si se defiende que la violencia del Estado es “legítima”, es porque se diferencia claramente de la violencia feudal indiscriminada. Si existe un estado de derecho necesariamente debe existir una burocracia que dé sentido y estructura organizativa a la ley. Esa es la figura del burócrata. Si la ley es abstracta, impersonal e igualitaria, el burócrata debe ser exactamente así también. El burócrata, desligado de todo interés personal, reclutado por un procedimiento objetivo basado en la cualificación y en el mérito es, así, el instrumento eficaz de la ley.

Todos los sistemas organizativos eficaces se basan en la burocracia: el Estado, la empresa e incluso las Iglesias (el sacerdote no deja de ser el burócrata de la fe). Sin burocracia no hay racionalización, ni sociedad basada en la ley. De ahí que el “ethos” burocrático (racionalidad e impersonalidad) impregne las sociedades modernas. La burocratización es «la nueva servidumbre», porque es la servidumbre de la ley.

Pero a juicio de WEBER la burocratización no es sólo algo inevitable en el capitalismo sino que constituye el destino común a todas las sociedades modernas, incluso las de tipo socialista. La «dictadura del funcionario», y no la del proletariado como creían los marxistas, es la que nos acecha en el futuro. Con eso la racionalización del mundo tan vez habrá alcanzado un hito, pero no está claro que lo haya alcanzado la libertad humana. Más bien al contrario.

 

ÉTICA Y POLÍTICA COMO FORMAS DE TRAGEDIA

Tal vez la obra weberiana que mejor ha resistido el paso del tiempo sea su conferencia LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN (1919) donde plantea la contradicción existente entre las diversas éticas posibles en el político. Junto con el cap. III de ECONOMIA Y SOCIEDAD es el texto fundamental para comprender la difícil relación entre ética y política. A diferencia de lo que a veces se ha planteado, WEBER no considera sólo la política como poder desnudo; es y ha de ser un poder basado en valores, en convicciones, en elementos de carisma y de racionalidad.

El título de la conferencia citada es, en alemán POLITIK ALS BERUF y, una vez más, convendría recordar la ambigüedad del término “Beruf” (a la vez vocación y profesión). En la misma expresión del título va incorporada la idea de que los políticos viven “para” la política a la vez que “de” la política. Eso distingue la política moderna de la que se realizaba, por parte de rentistas o de profesionales liberales más o menos ociosos. WEBER defiende que el político debe ser un profesional. En su aspecto de “vocación” toda acción política necesita, e implica, un cierto “carisma”; en su aspecto de “profesión”, en cambio, la política es cada vez una esfera más autónoma, más responsablemente comprometida. Con la sola pasión sin responsabilidad, no se hace política. El político, según una conocida expresión weberiana, debe «domar su alma». La fuerza del político consiste en dejar que los hechos actúen sobre él, en el recogimiento y la calma interior de su alma, procurando lo que denomina «la distancia respecto de los objetos y los hombres», para extraer de ellos las necesarias consecuencias prácticas. Así el buen político, por decirlo con una expresión de Laurent Fleury ejercería su oficio como una “pasión desapasionada”. En LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN afirma que:

«Hay tres cualidades que pueden considerarse decisivas para un político: la pasión, el sentido de responsabilidad y la seguridad interna. La pasión concebida como una dedicación realista: una entrega apasionada a la causa, al dios o al demonio que reina sobre ella. No se la puede confundir con esa actitud interna que mi difunto amigo Georg Simmel solía llamar “nerviosismo estéril” y que caracteriza a un determinado tipo de intelectuales».

No puede obviarse que la vocación política tiene en WEBER algo de trágico, en la medida que implica gestión de conflicto y que no podremos nunca liberarnos de ella ni hallar soluciones perfectamente justas. Desde que los hombres viven juntos tienen intereses diversos y algunos de estos intereses se ven inevitablemente sacrificados; de ahí que toda política tenga algo de trágico e, incluso, de nihilista. De la política –como del destino en la tragedia griega–dependemos desde que nacemos. Esa, por cierto, sería también una concepción muy nietzscheana de la actividad política como expresión de la «voluntad de poder», como lucha constante en la que lo que cuenta no es tanto el éxito en la realización de los ideales como la expresión del antagonismo y la lucha por el reconocimiento. Toda política es “lucha” y finalmente “elección” y, en la medida que toda elección es excluyente, tiene un sentido inevitablemente trágico: en toda política habrá siempre vencedores, vencidos y resentimiento. El elemento ético de la política debe, pues, ser estudiado desde una perspectiva correcta, sin ignorar que los pequeños orgullos, las miserias personales y los intereses materiales más evidentes cumplen un papel fundamental.

La política se hace con personas y las personas tienen intereses no siempre justos, ni dignos, ni siquiera decentes. Toda política por pura que pretenda ser, sufre de condicionamientos, dependencias, hipotecas por pagar y necesidades –o necedades– “instrumentales”; no pertenece a ningún reino angélico, sino que a veces resulta “humana, demasiado humana”. En consecuencia una política de ideales, de puras abstracciones dirigidas a imponer el imperio del bien sobre la tierra, sería tal vez una “política ideal” pero resultaría muy poco “real”. Para WEBER, el lugar de la ética está tan alejado del de la utopía como de la pura justificación de los valores sociales, o de los tópicos culturales, de una época. Lo que él llamó «el hombre auténtico» es el que resulta capaz de combinar adecuadamente las dos perspectivas, instrumental y moral, sin negar las contradicciones, a veces trágica, de su situación concreta. Y en éste sentido avisa que:

«Por lo demás el político debe luchar, cada día y cada hora, contra un enemigo muy trivial y demasiado humano: la vanidad común y silvestre, enemiga mortal de toda entrega a una causa y de toda distancia, en este caso concreto de la distancia frente a así mismo».

Rige además en política una trágica «paradoja de las consecuencias: a veces los resultados que se logran resultan perfectamente opuestos a las motivaciones o las intenciones que movieron a la actuación del político. La repercusión incontrolable de ciertos actos, la imposibilidad de prever las circunstancias, la contradicción entre fines y medios, la distancia entre lo soñado y lo logrado, pesan como una losa sobre la acción política. Eso no significa, ni mucho menos, que el político deba prescindir de una “fe”, pero si que deba atemperarla a sus condiciones reales y efectivas de posibilidad. Como dice en LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN:

«Uno de los hechos básicos de la historia (...) es la paradójica contradicción que se da con frecuencia, por no decir siempre, entre el resultado final de la ación política y el objetivo originario. Sin embargo este objetivo no debe faltar, pues es él el que da coherencia interna a los actos. El contenido de la causa para la cual el político busca y utiliza el poder es un asunto de fe (...) De lo contrario, nos hallaríamos de hecho ante la maldición de la nulidad y el absurdo humanos, incluso si los éxitos políticos externos fuesen clamorosos».

De ahí que WEBER no crea tener recetas mágicas para actuar éticamente en política. Es más, incluso sucede que: «la ética puede desempeñar un papel nefasto desde el punto de vista moral [práctico]». En su sociología encontraremos, eso sí, una serie de conceptos básicos para la acción política «carisma», «racionalización» y, especialmente, «responsabilidad», pero no una teoría sobre la democracia. Tal vez eso sea achacable a que la democracia no es otra cosa sino el espacio en que la tragedia de la política no se disimula de ninguna manera y se juega en toda su radicalidad. La democracia, finalmente, tiene como esencia la posibilidad de que todas las supuestas “esencias” políticas reconozcan su contingencia.

 

LA ÉTICA DE WEBER: RESPONSABILIDAD Y CONVICCIÓN

Los conceptos de «responsabilidad» y «convicción» expresan la tragedia de la política en forma eminente en la medida que son los polos en que se mueve la acción política. Ambos extremos se necesitan y se repelen mútuamente. Un político sin convicciones es, sencillamente un oportunista, un profesional de la manipulación y un vendedor de humo. Pero un político sin conciencia de su responsabilidad, perdido en su mundo neurótico de utopías irrealizables, conduce a la derrota segura. Hallar el camino eficaz entre Escila y Caribdis constituye la marca del buen político posibilista y, a la vez, transformador. O en palabras del mismo texto: «La pasión no hace al político si éste no es capaz de convertir la responsabilidad al servicio de la causa en el norte de su actividad política». Y al mismo tiempo:

«Este es, precisamente, el problema: ¿cómo combinar la pasión ardiente y la fría seguridad? La política se hace con la cabeza y no con las otras partes del cuerpo o del alma. Y sin embargo, la entrega a la política sólo puede nacer y nutrirse de la pasión, si no queremos que sea no un juego frívolo e intelectual, sino una auténtica actividad humana. Ese dominio sobre el alma, que caracteriza al político apasionado y que le diferencia del diletante político con su “nerviosismo estéril”, sólo es posible si la persona se acostumbra a mantener la debida distancia en todos los sentidos de la palabra. La “fuerza” de una “personalidad” política implica, en primer lugar, la posesión de esas cualidades».

WEBER opone, pues, dos lógicas políticas que son dos éticas:

· La «ética de la convicción» [Gesinnungsethik] está animada únicamente por la obligación moral y la intransigencia absoluta en el servicio a los principios.

· La «ética de la responsabilidad» [Verantwortungsethik] valora las consecuencias de sus actos y confronta los medios con los fines, las consecuencias y las diversas opciones o posibilidades ante una determinada situación. Es una expresión de racionalidad instrumental, en el sentido que no sólo valora los fines sino los instrumentos para alcanzar determinados fines. Esta racionalidad instrumental «maduramente relexionada» es la que conduce al éxito político.

En definitiva, sería un error de la acción política plantearse exclusivamente la «racionalidad de los valores» para prescindir de lo fundamental: la racionalidad en las herramientas que han de conducir a la realización de estos valores. Hay, pues, en la política una ética implícita que no conocen los partidarios de la pureza, de la ingenuidad evangélica o del doctrinarismo dogmático de cualquier signo. El propio WEBER pone un ejemplo muy conocido a propósito de la imposibilidad de aplicar el “Sermón de la Montaña” cristiano, modelo de ética de la convicción, en una página que culmina así:

«La consecuencia de una ética de la caridad acosmista sería: “No te opongas al mal por la fuerza”. Para el político, en cambio, sólo vale esta otra frase: “debes oponerte al mal por la fuerza pues de lo contrario te harás responsable de su supremacía”. Quien pretenda vivir según la ética del Evangelio, que se abstenga de participar en huelgas, pues son una forma de coacción; sería preferible que se inscribiera en uno de esos sindicatos amarillos».

 

A MANERA DE CONCLUSIÓN

Leer a WEBER, a menudo desconcierta por su misma erudición y por aquel estilo innecesariamente laberíntico y pesado (que algunos toman por “profundo”) de profesor alemán de hace cien años. Pero, como se ve, por ejemplo, en LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN, de vez en cuando WEBER es capaz de concentrar en unas pocas líneas de gran precisión conceptual el núcleo mismo de lo que le preocupa; y a poca experiencia literaria que tenga, su lector nota que en esas pocas líneas, se juega literalmente el todo por el todo prescindiendo de cualquier ambigüedad.

WEBER no es una lectura para adolescentes; exige una cierta madurez y obliga a prescindir de cualquier ingenuidad política... o moral. El supuesto de que la realidad es compleja y de que todas las teorías que se usen para explicarla pueden resultar ambivalentes no debiera olvidarse nunca a la hora de acercarse a su obra. En todo caso conceptos como los que aquí se han expuesto, especialmente en el orden de la metodología de las ciencias sociales y de la teoría política están en la base de la teoría social de los últimos cien años. Caracterizar la religión como inserción de lo extraordinario en la vida ordinaria, proponer esquemas multicausales, elaborar una tipología de los “ethos” de la política, analizar el significado de la responsabilidad, observar los límites del proceso de racionalización... son méritos innegables del pensamiento weberiano y ponen las bases de la sociología contemporánea. Y desde el punto de vista ético parece difícil hacer frente al desafío ecológico y a los cambios en los patrones de valoración moral sin hacer un profundo análisis de lo que hoy significa la «responsabilidad».


APUNTES ELABORADOS A PARTIR DE:

· FLEURY, L : «MAX WEBER», París: PUF, 2001 (1ª reimpresión 2003)

· HENNIS, W : «LA PROBLEMÁTIQUE DE MAX WEBER», París: PUF, 1996

· MARSAL, F : «CONOCER MAX WEBER Y SU OBRA», Barcelona: Dopesa, 1978

· MITZMAN, A : «LA JAULA DE HIERRO: UNA INTERPRETACIÓN HISTÓRICA DE MAX WEBER», Madrid: Alianza Ed., 1969 (diversas reediciones)

... y materiales propios [R.A.]

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