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FRANCIS FUKUYAMA: UNA PRESENTACIÓN

 

 

Uno de los deportes más patéticos practicados con asiduidad por los intelectuales ibéricos con vocación tardía de comisario político es el desprestigio de lo que llaman “pensamiento único” o “globalizador”, que se ha convertido en un tópico barato, fácil de manipular y apto para cualquier simplificación. La frase de Nietzsche: “no pensarás”, que él consideraba un mandamiento cristiano se ha vuelto hoy el dogma de fe “antiglobalizador”. Sugerir que (hipotéticamente) Fukuyama pueda tener (algo de) razón equivale a la herejía intelectual más atroz que pueda cometer sociólogo o politólogo alguno. Y, sin embargo, la globalización (liberal), sin ser ninguna panacea, es lo mejor que le ha ocurrido al (antes) llamado Tercer Mundo. El nivel de vida aumenta en forma espectacular cuando un país pobre toma medidas liberalizadoras integrales y desciende cuando cae en el proteccionismo. El hecho está repetidamente demostrado, para espanto de elites universitarias. Pero negarse a asumir los hechos tiene bastante que ver con lo que en el mundo ibérico y latinoamericano se tiene por “ser un intelectual”. Las páginas que siguen son para “espíritus libres”, capaces de pensar sin demonizar.  Como uno anda curado de espantos y tiene unos antecedentes democráticos en regla que pasan por donde hay que pasar (incluyendo la cárcel franquista), supongo que me permitirán decir que en Fukuyama, como en tantos otros pensadores políticos (gremio muy dado a lo mesiánico), hay bueno, malo y regular. Pero sería absurdo negar la solvencia de las dos ideas más atrevidas que ha propuesto: el fin de la historia y el papel de la confianza (Trust)  y del capital social en las  sociedades democráticas. Que ambas ideas puedan ser matizadas y leídas en clave menos enfática de lo que propone su autor, no disminuye su importancia cultural. Y en todo caso, han sido un referente que debe ser discutido, pero no ninguneado.

 

LA TESIS DEL FIN DE LA HISTORIA

 Es la menos nueva de las tesis sociológicas que se puedan imaginar. Los cristianos y los marxistas, entre otros, también habían supuesto que la historia acabaría, justo al imponerse universalmente sus tesis. Pero ambos movimientos fracasaron y, tal vez por eso, van hoy de la mano en la teología de la liberación. En el primer caso, el fin de la historia se producía, porqué Cristo aparece como “la última palabra del Padre”, es decir, el Acontecimiento definitivo, tras del cual nada importante puede suceder. En la hipótesis marxista, lo que termina es la prehistoria: la llegada del Comunismo –formulación teológica, que tanto tiene que ver con el Juicio Final– significaba la fraternidad universal y el fin de la miseria (¡caramba, quien lo dijera!) por extinción de la propiedad privada.

Que un neoliberal como Fukuyama (y hay que recordar que, estrictamente, no es ni tan siquiera neoliberal, sino comunitarista) suponga que la historia acaba, significa, simplemente, ponerse en línea con una profecía vieja como el mundo. Si algo le sobra a la hipótesis del fin de la historia es, precisamente “historicismo”. A un liberal solvente, la historia no le parece un criterio digno para juzgar nada. Desde Hume el pensamiento liberal sabe que lo contrario de cualquier “materia de hecho” es plenamente posible. En consecuencia, la historia podría haber sido perfectamente distinta de lo que fue y –más aún- podría no haber ocurrido en absoluto y ser poco menos que una justificación interesada y a posteriori de algunos prejuicios políticos. El liberalismo es un sistema filosófico indeterminista (precisamente porque asume la libertad como criterio) y no acepta “juicios históricos” de ningún tipo. Que la historia la escriban los vencedores ya demuestra, por lo demás, que no es un criterio muy científico.

Como todas las profecías, el hecho de que se acaba la historia sólo podría ser falsado, puestos a ser rigurosos, si uno visitase la Tierra el día que se desintegre el planeta. En todo caso, va para largo. Pero no es absurdo afirmar que la historia puede detenerse durante siglos. En Europa estuvo, en lo fundamental, quieta y parada (gracias a Carlos Martel) desde el siglo VII al siglo XI de la era cristiana. Y en muchas tribus africanas, se detuvo por milenios hasta llegar lo que (por cierto, abusivamente) se llama “colonialismo”. En fin, si algo ya ha sucedido, puede volver a suceder.

Para Fukuyama el argumento es obvio: la sociedad liberal es la que ha dado más libertad para más gente y durante más tiempo continuadamente. Por lo tanto, es de suponer que los miembros de sociedades no liberales tendrán tendencia a exigir a los gobiernos cada vez mayores libertades públicas. Es “la victoria del vídeo”. Además, ¿dónde hay que buscar otra alternativa? ¿En la Cuba castrista? ¿En las guerrillas islámicas?… No parece que el pueblo soberano esté por la labor. El argumento que esgrime puede parecer poco heroico pero es obvio.

No entraré tampoco en la discutible coherencia filosófica de la idea con relación a Hegel. En cualquier caso es normal que la idea que la historia se acaba pueda ser recibida con desazón en Latinoamérica (donde la historia tal vez ni siquiera ha empezado) pero peores son les mesianismos diversos que se han intentado (peronismo, aprismo, castrismo y otros monstruos de la razón) que, por el momento, sólo han producido hambre y miseria.

Contra lo que dicen algunos intelectuales latinoamericanos el fin de la historia no es que “el tiempo se jubila” ni que “mañana es el otro nombre del hoy”. En una sociedad del fin de la historia seguirían sucediendo cosas  (por ejemplo, se podría desarrollar y extender una tecnología  que diese más presencia en los mercados a más gente hoy marginada) pero continuaría viva la contradicción ecológica, por lo menos. Simplemente, se dispondría de criterios consensuados (eficiencia empresarial, mercado…) para gestionar las nuevas contradicciones. Lo que terminaría es, de manera clara, la idea de la “peculiaridad cultural” con la que algunas oligarquías criollas (y sus hijos universitarios radicalizados) justifican su dominio cultural. Ninguna “peculiaridad cultural” puede justificar la miseria. Y echarle la culpa a Estados Unidos de las miserias del (llamado) Tercer Mundo es de una indigencia cultural tremenda. Hay criterios objetivos (eficiencia, tecnología, etc.) que pueden explicar la situación sociopolítica de una manera objetiva. Y que funcionan. Muy por encima: conviene recordar que –con o sin fin de la historia– esos criterios son en la práctica los que se aplican ya en todas partes.

La tesis del fin de la historia puede leerse de –por lo menos– cinco maneras distintas, que intentaré resumir:

1.- Como profecía: no pasa de ser una expresión de un deseo y es imposible de justificar. Nadie sabe si, por ejemplo, la contradicción ecológica puede ser resuelta exclusivamente con instrumentos liberales o si, llegado un cierto extremo, convendrá usar otros mecanismos. Lo peor del argumento de Fukuyama es, precisamente, que él tiende a presentarlo en una forma profética, evidentemente ingenua.

2.- Como constatación del fracaso histórico de las sociedades antiliberales o preliberales: ese es un hecho obvio. Hoy las utopías se han vuelto siniestras. Y además de derechas. La tecnología es mucho más revolucionaria que la utopía. Que el liberalismo no sea el cielo cristiano, no significa que desde el margen se haya ofrecido nada que pueda dar una vida mejor. La sociedad civil ha demostrado ser más eficaz que el Estado burocrático (y que las utopías caribeñas) para resolver los problemas de la gente.

3.- Como hipótesis psicológica: según la cual la necesidad de reconocimiento que todo humano lleva implícita se gestiona mejor en una sociedad liberal, donde la competencia y la diversidad que genera el libre mercado dan más opciones al libre desarrollo de la personalidad. Ese es un terreno resbaladizo (por hobbesiano) pero no es una  hipótesis despreciable, ni  necesariamente errónea. El liberalismo da muchas más oportunidades de triunfo a más gente porque abre más ámbitos de competencia que los sistemas cerrados o de partido único. 

4.- Como hipótesis según la cual la sociedad evolucionará hacia la extensión del liberalismo de manera irreversible: no pasa de ser un piadoso deseo. O un optimismo histórico no necesariamente bien fundado. Es, por lo menos, arriesgado suponer que los atavismos culturales (a veces milenarios) cederán ante el esfuerzo liberador. Por mucho que Fukuyama suponga que “no hay bárbaros a las puertas” puede suceder un “choque de civilizaciones” como el imaginado por S.P. Huntington que impida el éxito de las fuerzas liberales, por ejemplo, en el mundo árabe o en China.

5.- Como observación del hecho que hay un vocabulario que ya no sirve para explicar la historia: ese es, me parece, el mayor interés de la tesis del fin de la historia. Lo que termina no son “los hechos” históricos sino el vocabulario (fundamentalmente marxista) a través del que se había escrito el relato histórico. De la misma manera que nadie usaría seriamente el vocabulario de la historia medieval, usar hoy conceptos marxistas se ha vuelto anacrónico. La explotación no se da en términos de clase social y los factores ideológicos no pueden ser considerados “infraestructurales” (palabrota que nadie sabe qué significa). La creación de significado en la sociedad del conocimiento, deja el marxismo a la altura de la alquimia.

En el fondo, y comparado con Samuel P. Huntington, Fukuyama es un optimista histórico. Sería la extensión de la Ilustración, es decir, el progreso de la dignidad humana y de la racionalidad, lo que nos conduciría al liberalismo y al fin de la historia. Un ecologista, por ejemplo, no estaría tan esperanzado. Para Huntington, “el mundo se ordenará sobre las civilizaciones o no se ordenará en absoluto. Fukuyama, en cambio cree que todas las civilizaciones acabarán por seguir el modelo que ha tenido éxito (liberal y americano) por la sencilla razón de que los individuos saben que ese es el modelo que da más libertad y más progreso. El propio Fukuyama no ha tenido reparo en reconocer que lo que el mundo admira no son los valores americanos de hoy, sino los de dos o tres generaciones atrás (el del el viejo cine en blanco y negro!). Quizás, como todos los optimistas, tienda a la ingenuidad. Pero es Su derecho. 

Fukuyama puede ser entendido, finalmente, como un pensador “anti-“, pero eso no nada significativo. Sencillamente, también se puede sospechar de los filósofos de la sospecha. Lo contrario sería tan absurdo como la tontería de esos padres que, por haber sido moderadamente contestatarios en algún momento del pasado, se sorprenden cuando sus hijos les contestan (también) a ellos. En la urgente tarea de olvidar a Marx, Nietzsche y Freud (cadáveres excelentes, pero cadáveres), Fukuyama tiene, tal vez, algo que decir.

 

LA TESIS DE LA CONFIANZA

Conviene “desfacer entuertos” y recordar que Fukuyama no es un liberal en el sentido más usual de la palabra (no admite la libre competencia radical, ni la neutralidad del Estado, ni –mucho menos– el individualismo moral) sino un comunitarista, es decir, un partidario de la comunidad como legitimadora de la moralidad. A un liberal, la comunidad se le presenta, generalmente, como un lamentable amasijo de hipocresías compartidas y de tópicos tradicionales. A Fukuyama, sin embargo, le parece que la comunidad ofrece el conjunto de elementos identitarios básicos, ante los cuales el ser humano es, cuanto menos, “poco libre”. La idea de la centralidad de la familia a la hora de establecer criterios de identidad es, también, vieja como el mundo. La psicología (al poner énfasis sobre el papel de la madre) y la antropología (destacando el valor económico de los vínculos familiares) han  repetido hasta la saciedad ideas similares a las que encontramos en Trust. El valor que puede tener el libro, sin embargo, está en su intento de responder a las tendencias sociológicas que (de Adorno hasta finales del XX) pusieron énfasis en la decadencia de la familia y de las relaciones humanas “cálidas” que parecían poco menos que superadas y premodernas.

Para Fukuyama el motor de la historia es el resorte psicológico (con consecuencias morales) que él denomina “la lucha por el reconocimiento”. Se supone que a los humanos les gusta competir, ser reconocidos y vencer. Por eso el liberalismo –contra la tesis de Weber– sería “natural” y no dependería de ningún tipo de condición sociológica o económica previa. No es la economía, sino la forma de pensar, los hábitos y el consenso social, lo que hace que los humanos actúen como lo hacen. Por así decirlo, primero existe una “mentalidad cooperativa” y después una determinada economía.  El Producto Interior Bruto no es causa, sino consecuencia, de la liberalización. La tecnología, las comunicaciones y el transporte, facilitan la extensión de las sociedades liberales, pero no las provocan.

Y lo mismo podría decirse de la ciencia. En palabras de Fukuyama: “la lógica de una ciencia natural moderna progresista predispone las sociedades humanas hacia el capitalismo sólo hasta cierto punto en la medida en que el hombre pueda ver claramente su propio interés económico”. Es el reconocimiento, el motor (egoísta) de la acción humana, lo que los humanos buscan a través de la economía –y no al revés. En “Trust” queda claro (tal vez es lo más comunitarista del libro) que “el reconocimiento, la religión, la justicia, el prestigio y el honor” (elementos nada utilitarios, por cierto) son cruciales para la sociedad. La economía es una consecuencia –y no una causa- de la búsqueda de reconocimiento. Fukuyama define la cultura como: “Un hábito ético heredado”, es decir, como una serie de pautas, morales cuyo cumplimiento lleva implícito el éxito social comunitario (o “reconocimiento”.

La confianza mutua sería, en ese contexto, una especie de correctivo de las tendencias nihilistas implícitas en una “lucha por el reconocimiento” que, llevada a su extremo significaría la pugna de todos contra todos, en la tradición hobbesiana. Siguiendo al autor: la confianza no reside en los circuitos integrados ni en los cables de fibra óptica”, aunque todo eso no existiría sin confianza.

Textualmente, Fukuyama define así el tema: “Confianza es la expectativa que surge en una comunidad con un comportamiento ordenado, honrado y de cooperación, basándose en normas compartidas por todos los miembros que la integran. Estas normas pueden referirse a cuestiones de “valor” profundo, como la naturaleza de Dios o la justicia, pero engloban también las normas deontológicas como las profesionales y códigos de comportamiento”.

En definitiva, sin “aprendizaje de la colaboración”, sin un esfuerzo de construcción del “arte asociativo”, no hay comunidad posible. Confieso que no entiendo qué tiene esa tesis de nuevo, ni de provocador, ni de contrario a los intereses de los empobrecidos de la Tierra. Más bien me parece puro sentido común. Es más, ni siquiera se puede ser individualista sin un cierto nivel de confianza en los otros individuos. Y cualquier utilitarista que no tenga una visión unilateral del mundo, aceptará que los códigos éticos exigen, para ser eficaces, una confianza en una visión del mundo compartida.

Se podrá discutir el énfasis de Fukuyama en la familia, que oculta mucha miseria y siglos de sumisión femenina, pero –una vez más– no debiera olvidarse que los humanos no somos exactamente “mónadas” leibnizianas. Aprender a trabajar juntos, sin resquemores y sin prejuicios, es una necesidad en la construcción de la sociedad del conocimiento. Y la tesis de la confianza puede ayudarnos a ello.

 

 

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