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LA FIGURA DE HIPÓCRATES

Pancracio Celdrán Gomariz

 

 

La medicina hipocrática se convirtió en un arte que podía ser estudiado. Fue una disciplina seria, aunque con escasa atención al conocimiento de la anatomía, mostrándose sus adeptos un tanto arbitrarios en la concepción de la fisiología. Para ellos todo podía suplirse con la observación; eran, por encima de cualquier otra cosa, médicos clínicos.

 

En aquella Grecia llena de novedades, siempre en actividad renovadora, dos escuelas predominaron, ambas en la Caria , ángulo sudoriental de Asia Menor: Cnido y Cos. La primera, de tendencia empírica; la segunda, racionalista. La de Cos, pequeña y fértil isla patria del poeta Teócrito y del pintor Apeles, fue la más importante de la Antigüedad ; su obsesión estribó en aplicar la razón al arte médico. Su representante genuino fue Hipocrates, para quien la función primordial del médico estriba en elaborar un tratamiento, una « therapeia » . Decía, además, que al medio debía moverle una « philotekhmia » , trabajar por amor al enfermo, sin olvidar el prestigio personal y una remuneración con la que mantenerse. Sólo contaba la curación o « hygieia » . Para conseguirla se debe tener presente la « physis » o naturaleza del enfermo, capaz a veces de curar de manera espontánea, porque la naturaleza es la que sana en última instancia. El tratamiento propuesto era de sentido común: no perjudicar al enfermo en ningún caso, no confiar en lo imposible y atacar directamente la causa de la dolencia. Tras la observación minuciosa del paciente, el médico prescribía y aplicaba lo que consideraba oportuno, escogiendo los remedios en la dietética, la farmacopea o la cirugía. En cuanto a la primera, el término griego « diaita » , régimen de vida, era lo más importante. En cuanto a la farmacopea, el grueso de los remedios se encontraba en la naturaleza, las plantas medicinales: en torno a doscientos sesenta es el número de los productos que aparecen en el «Corpus Hipocraticum» ; de ellos doscientos treinta pertenecen al mundo vegetal. Mirra, eléboro y comino son los más utilizados en las distintas combinaciones. Las substancias vegetales se utilizan tanto como medicamento curativo como para la elaboración del excipiente. Como tal substancia inerte que sirve para disolver la medicina, el vino, la miel y el aceite de oliva fueron muy utilizados. Los medicamentos de naturaleza vegetal especificaban qué parte de la planta se había utilizado (raíz, hojas, tallo, flor). También era importante la proporción y la cantidad: la dosis.

 

De toda esta actividad pensante surgió en Cos la figura de Hipócrates, el amigo de Demócrito, el filósofo que reía. Hipócrates no aconsejaba ingerir medicamentos, sino aplicarlos tópicamente. Su lista era variada:

 

•  Medicamentos de naturaleza astringente y cáustica: el barro, el alumbre, o sal blanca; los preparados de arsénico, de cobre y hierro; el calcio, el sodio y el potasio.

 

•  Purgantes o laxantes violentos: el ricino, el eléboro de raíz fétida y amarga; la coloquíntida, cucurbitácea muy eficaz. Y como laxantes suaves, el zumo acre del euforbio; el grano de Gnido; la col y el melón.

 

•  Vomitivos potentes: el hisopo y el eléboro blanco.

 

•  Dieuréticos: el ajo, el puerro, la cebolla, la calabaza, el hinojo y el perejil. Ningún amante debía probar estos productos en vísperas del amor.

 

•  Las diarreas se cortaban con la corteza del granado y la semilla del roble. Y para sudar -o también como narcóticos- se empleaba el opio, la mandrágora, la belladona, la cicuta, el cannabis y el hyosciamus.

 

•  Ungüento ocular: el elébano de Maccasar. No olvidó citar los afrodisíacos, despreciando las fórmulas de encantamiento o el uso de talismanes, para posibilitar los cambios de fortuna y los amores. En los tratados hipocráticos pocas cosas quedan fuera del interés y curiosidad de su autor. Los consejos médicos, las recetas, las recomendaciones se extienden a todos los órdenes de la práctica médica haciendo incluso incursiones en la vida del espíritu, entendiendo así el concepto de lo psicosomático, de la enfermedad inducida por la depresión y la tristeza, por el abatimiento y la desolación, por los males de amor.

 

Sirvan algunas muestras para apercibirse de lo que decimos:

 

«Si se le ha retirado a una lactante la leche de su pecho, que la mujer a quien tal cosa acontezca beba simiente y raíces descortezadas de hinojo, y mantequilla, cocido todo junto. O que la paciente cueza salvia y añada bayas de cedro o de enebro y cuele el agua de la cocción y bébala añadiendo vino; al resto añádale harina, bulbo y un poco de aceite y que sol coma. Debe asimismo abstenerse de alimentos ácidos, agrios o salados y de verduras crudas. Es bueno el berro bebido con vino, pues hace liberar la leche».

 

Como abortivo aconseja: «dos porciones de uvas pasas silvestres en hidromiel diluidas y beberlo. O una medida líquida de jugo de pepino silvestre esparcido en pan de cebada, aplicando este pesario después de la haber ayunado dos días».

 

Como ginecólogo, Hipócrates se muestra observador y minucioso. Así, aconseja para el dolor de matriz, que la paciente beba en ayunas raíz de ciclámino de naturaleza purgante, con un sorbo largo de vino blanco, y lavarse después con agua caliente y beber agua templada. Pensó en todo. También en las pruebas del embarazo, para lo cual asegura ser eficaz el siguiente procedimiento:

 

«Hervir una cabeza de ajo y aplicarla a la matriz. Al día siguiente examinar la matriz palpando con el dedo: si huele la boca, buena señal, y de lo contrario hay que volver a aplicar el remedio. Y otra preba consiste en aplicar un poco de aceite de almendras amargas y examinar cómo huele la boca».

 

Para evitar el embarazo receta diluir en agua una cantidad de mineral de cobre chipriota del tamaño de un haba y darlo a beber. Durante un año no habrá concepción. Da noticias médicas curiosas, sacadas de la observación:

 

«Si se quiere saber si una mujer está embarazada o no, untadle los ojos con piedra roja, y si el medicamento penetra, lo está».

 

Dice que: «las mujeres embarazadas, si tienen pecas en la cara dan a luz una niña, y las que conservan su buen color, alumbran varón en la mayoría de los casos. Cuando los pechos están vueltos hacia arriba, nacerá varón, y si hacia abajo, paren hembra...» Si después del parto ataca a la enferma una diarrea y no puede retener alimentos, Hipócrates aconseja:

 

«Tritúrese uva pasa con el contenido de una granada dulce; diluya en vino tinto, rallando queso de cabra y esparciendo por encima harina de trigo tostada, y tómese».

 

Para todo hay esperanza, incluso para quienes están perdiendo el cabello. Si esto sucede: «hay que triturar láudano con aceite de rosas o de lirios y regarlo con vino, o bien tierra detersiva con vino o aceite de rosas, de olivas verdes o de acacia. Y si hay calvicie hay que aplicar sobre la incipiente calva excremento de paloma, o comino, en emplasto; y si ni aun esto hace efecto, tratar con rábano o cebolla triturados, o acelgas y ortigas». Al principio de sus AFORISMOS había escrito:

 

«La vida es breve; la ciencia, extensa; la ocasión, fugaz; la experiencia, insegura; el juicio, difícil. Es preciso no sólo disponerse a hacer lo debido uno mismo, sino además que colaboren el enfermo, quienes lo asisten y las circunstancias externas».

 

Con enunciados así, no sorprende que la Medicina terminase por liberarse del lastre religioso y filosófico que la tenía atenazada, imposibilitada para avanzar. No se podía curar la gripe ni la pulmonía, enfermedades muy frecuentes en el mundo griego, a base de oraciones. Se auscultaba al paciente; se le tocaba su frente para comprobar la presencia de fiebre, aunque en Alejandría, ciudad de cultura griega hasta los primeros siglos de nuestra era, se sabía que el aire se dilataba al ser calentado. Y hacia los primeros años de la era cristiana, el sabio Filón de Bizancio construyó lo que él llamó "termoscopio", artilugio similar al termómetro de Galileo. El juramento hipocrático sobrevivió a todas las épocas y cambios. En su parte práctica expresa cuál deba ser el cometido del médico:

 

«No daré a nadie, aunque me lo pida, fármaco alguno letal, ni haré semejante sugerencia. Tampoco proporcionaré a mujer alguna un pesario abortivo. En pureza y santidad mantendré mi vida y arte. A cualquier casa que entrare acudiré para asistencia del enfermo, fuera de todo agravio intencionado o corrupción, en especial de prácticas sexuales con personas, sean hombres o mujeres, esclavos o libertos. Lo que en el tratamiento, o incluso fuera de él, viere u oyere en relación con la vida de los hombres, aquello que no deba trascender lo callaré teniéndolo por secreto. En consecuencia, séame dado, si a este juramento fuera fiel y no lo quebrantare, gozar de mi vida y de mi arte siempre celebrado entre todos los hombres. Más si lo transgredo y cometo perjurio, sea lo contrario de esto».

© Pancracio CELDRÁN GOMARIZ: «EL AMOR Y LA VIDA MATERIAL EN LA GRECIA CLÁSICA », Madrid: Ediciones Clásicas, 2001; Cap. 4º, pp. 104-108.

 

 

 

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