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NIETZSCHE; LA VIDA COMO PROBLEMA

El pensamiento de Friedrich Nietzsche conlleva una primera dificultad: su estilo, aforístico, no demostrativo, que rechaza el «sistema» para presentarse como «ensayo» [‘Versuch’] impresionista. Pero su estilo está en profunda continuidad con su principal problema que es el de comprender como el hombre ha llegado a ser un producto de la civilización y, específicamente, de la moral, olvidando o reprimiendo los instintos vitales. Precisamente porque la civilización nos vuelve individuos reprimidos, incapaces de crear, necesitamos un estilo rompedor, que acusa y que defiende desde un punto de vista más cercano a lo pasional que a una razón exhausta.  

De principio a fin, la obra de Nietzsche es una acusación contra la civilización [Kultur] y específicamente contra ese tipo de civilización que se denomina ‘moral’.

Por lo demás, conviene no olvidar que Nietzsche es, por formación, filólogo griego, especialista en lengua y literatura griegas. Es decir, sabe perfectamente que hay un contraste entre el vitalismo griego de los poemas homéricos (y los presocráticos) y la civilización posterior a Sócrates y Platón.

Los griegos de la época trágica (la que Nietzsche considera el modelo griego por excelencia), se mueven por las pasiones, los deseos… no tienen miedo al caos, a lo irracional, al conflicto, a la contradicción. Esa fuerza se perdió después de Sócrates y se extinguió con el cristianismo, religión de esclavos, negadores de la vida.

La idea central de Nietzsche es que Occidente, después de Sócrates y a partir de la filosofía, ha escogido un camino para resolver el problema del mal y de las pasiones que pasa por desacreditar el cuerpo y el mundo sensible y por valorizar el mundo de las ideas, el alma, la razón, etc. De Sócrates a Schopenhauer los filósofos son negadores de la vida, por eso se trata de romper con la tradición de las ideas tristes para reivindicar la vida como creación.

Nietzsche denomina «dionisíaca» la visión vitalista y afirmativa del mundo griego, capaz de decir ‘sí a la vida’ como creación. Por oposición, nuestra sociedad (la que se origina en Sócrates, Platón y el cristianismo) se basa el tratamiento moralizante y «ascético» de la vida. Es «apolínea», porque reprime la vida y la creatividad, tal como Apolo era el dios razonable, el equilibrio entre el arco y la lira.

La característica básica del mundo apolíneo es el recurso sistemático a la razón y el rechazo de la vida, del instinto, del deseo, etc. Nietzsche mantiene que el pensamiento consciente (y con ella la razón, la filosofía, la moral) es incapaz de dar cuenta de la complejidad de la vida.

La moral apolínea, incapaz de dominar las pasiones, las calumnia atribuyéndoles todo el mal. Se denomina «resentimiento» la acusación contra la vida. El resentimiento se produce fundamentalmente en el cristianismo, que no deja de ser una religión de esclavos, es decir de débiles, y un «platonismo para el pueblo», que substituye por el cielo lo que en Platón era el mundo de las ideas

Nietzsche mantiene que los valores y los ideales apolíneos no tienen una existencia trascendente: se reducen a síntomas de un cuerpo enfermo y a una evaluación de la debilidad. De ahí que el resentimiento nihilista de origen al nihilismo.

Occidente es nihilista; niega la vida y opta por el resentimiento. En otras palabras, Occidente está enfermo de incapacidad de crear, de debilidad y de angustia ante la muerte.

La respuesta al nihilismo consiste en la «voluntad de poder», es decir, en el gran sí a la vida.

La noción de voluntad de poder define la estructura de los deseos. ‘Querer’ no es querer tal o cual cosa, es ser fuerte respeto a uno mismo, es ser capaz de dominar el caos conflictivo de los deseos. Lo que se entiende «voluntad de poder», no es querer el poder, sino desarrollar la voluntad como autoafirmación de la vida.

No se llega a expresar la voluntad de poder si previamente no hay una «transvaloración» de todos los valores, es decir, si no se rompe con la falsa superioridad de la vida sobre las ideas. Pero la idea suprema en nuestra civilización es la de Dios. Por eso, según Nietzsche, es imprescindible asumir que «Dios ha muerto», en la medida en que Dios es el símbolo de los ideales supremos. Todos los ideales son ídolos vacíos, hipóstasis de la negación de la vida, y por ello mismo el ateismo (no creer en Dios) es una condición previa para afirmar la vida.

La «muerte de Dios», no implica que alguien (o algo) pueda asumir el trono vacío. Dios es una idea; la vida, en cambio, es una intensidad, una fuerza. Por eso la voluntad de poder no necesita dioses.

A escala humana la voluntad de poder se denomina Superhombre.

El Superhombre es único capaz de amar la vida en toda su complejidad «espantosa y problemática», sin reducirla a un concepto. La vida constituye, pues, el núcleo mismo de la reflexión nietzscheana. Amarla significa asumir el destino, aceptar que todo cuanto existe, cambia y perece, pese a la ausencia de sentido y salvación. 

 


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