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UNA MANERA DIVINA DE PENSAR

 

Jean-Paul FERRAND*

La reducción frecuente del nihilismo a la crisis del sentido y al hundimiento de los valores que hace estragos en Occidente desde mediados del siglo XIX, presenta una doble ventaja. Permite por una parte circunscribir con precisión un fenómeno que se asimila a una enfermedad reciente de la cultura europea. Parece autorizar, además, una etiología rigurosa, es decir, una clara determinación de las causas de ese mal. Así numerosos autores cristianos creyeron poder localizar los orígenes del nihilismo en el XVIII ilustrado, en la crítica filosófica a la fe tradicional. Convencidos de un tal diagnóstico, se impone su remedio: puesto que la muerte de Dios es la causa del nihilismo europeo, la situación sólo se resolverá resucitando al Dios muerto y con él los valores cristianos, hoy por hoy decaídos.

Ante esas conclusiones perentorias, el diagnóstico que realiza Nietzsche del estado de nuestra cultura puede parecernos decepcionante: su etiología del nihilismo, dudosa y desenfocada, frustra las esperanzas terapéuticas suscitadas por la finura, aparentemente excepcional, de su sintomatología. ¿Cómo puede Nietzsche pretender poner remedio al nihilismo, en efecto, cuando se muestra incapaz de determinar con exactitud su causa; si para resolver el problema de su origen evoca, indistintamente, y de manera poco definida, al socratismo, el platonismo, el judaísmo, el cristianismo, la mala conciencia y la muerte de Dios? Tanta versatilidad de respuestas parece desenmascarar a Nietzsche: el pretendido «médico de la civilización» se revela como un medicastro, que siendo incapaz de datar el origen del nihilismo, debe renunciar, finalmente, a tratar una enfermedad que, sin embargo, supo rastrear.

Pero, ¿y si, por el contrario, tenía razón; y si los límites del diagnóstico nietzscheano, lejos de probar su debilidad, constituyesen la marca de su potencia y el irrecusable indicio de su seriedad? La hipótesis de una íntima conjunción entre los límites y la fuerza de la interpretación nietzscheana merecen que nos detengamos. Si Nietzsche no creyó posible suprimir el nihilismo, tal vez fue porque midió, mejor que nadie hasta hoy, su amplitud y su profundidad. Sea como sea, se puede afirmar que Nietzsche fue el único pensador del siglo XIX que evitó confundir los síntomas tardíos y paroxísticos del nihilismo con sus verdaderas causas.

SÓCRATES EL PRIMER NIHILISTA

La importancia de una tal diferenciación entre síntomas y causas del nihilismo se manifiesta notablemente en su comprensión de la ola de schopenhauerismo que se desencadenó a fines del XIX. Los europeos, dice en substancia Nietzsche, no esperaron a Schopenhauer para notar el helado aliento de la nada en el rostro, ni para sospechar que «todo es en vano», o para presentir que «la vida no vale nada». El éxito de Schopenhauer responde, pues, a su inédita demostración de la imposibilidad de atribuir una meta valiosa a la vida, más que a su justificación a posteriori, de un sentimiento de absurdo y de no-valor, ciertamente difuso, pero ya muy extendido.

En realidad, la depreciación de la vida, tan característica del nihilismo, no es una práctica nueva en Europa. Nietzsche la detecta en las últimas palabras de Sócrates y en el martirio de Cristo. Para quien sabe entenderlas, las últimas palabras de Sócrates («Critón, debemos un gallo a Asclepio»), constituyen una confesión de cansancio y una condena de la vida. Pide, también, que se de gracias al dios de la medicina que se apresta, mediante una copa de cicuta, a liberarle de una larga enfermedad: la vida misma. Y el análisis del caso de Jesús conduce a Nietzsche a análogas conclusiones. «El dios en cruz –escribe en uno de sus fragmentos póstumos (1888-1889)–, es una maldición de la vida, la indicación de que tenemos que liberarnos de ella». El cristianismo dice no a la vida; salva a quienes huyen del mundo. Como dice Mathieu Kessler: «Propone un patíbulo como signo de esperanza. El signo cristiano por excelencia es un viático para el más allá» [Nietzsche ou le dépassement esthétique de la méthaphysique, p.297].

Esa lectura de los mensajes socráticos y cristianos que estructuran nuestra cultura, puede suscitar una inquietud legítima. Significa, en efecto, que el nihilismo no es un estado provisional de agotamiento que califica nuestra época actual, sino que constituye la lógica de la historia universal en su conjunto, la sorda generación del ‘nihil’ de esta historia.

Nietzsche nos invita también a la mayor vigilancia ante los expedientes que regularmente se proponen para superar el nihilismo: esos remedios participan del mal que supuestamente curan. «Las tentativas de escapar del nihilismo sin dar la vuelta a los antiguos valores, producen el efecto inverso, convierten el problema en más agudo». No basta con proyectar los valores modernos en un renovado más allá para vencer el nihilismo. Tal es, sin embargo, la solución preconizada por los ideólogos del progreso, que prometían para pronto, para mañana o pasado mañana, el advenimiento del hombre completo, poniendo fin a la siniestra «prehistoria de la humanidad». Tamaño mesianismo, mientras pretende devolver alguna dignidad a la vida, lanza todavía sobre ella el mal de ojo.  Necesita que la vida pase en la medida en que merece pasar… Aquí, todavía, «el mundo tal cual es no debiera ser y (…) el mundo tal cual debiera ser no existe» (Fragmentos póstumos, XIII, 9 (60).

En ausencia de toda denominación unívoca de sus causas, las resistencias que se oponen al desbordamiento del nihilismo son, pues, vanas; solo precipitando su reinado se puede esperar su metamorfosis. «El nihilismo superado por sí mismo. Tentativa de decir sí a todo lo que fue vida hasta entonces», tal es el programa que se impone el filósofo artista (Fragmentos póstumos). Si afirma el sufrimiento más duro; si lejos de esperar la restauración de la creencia en una significación inherente a las cosas, soporta vivir en un mundo desprovisto de sentido, es porque, tras de haber experimentado todos los grados del escepticismo, produce él mismo un fragmento de sentido. Así finalmente el nihilismo puede llegar a ser «una manera divina de pensar»  (Voluntad de poder, párrafo 15).

 

 *Jean-Paul FERRAND es profesor en Caen. Artículo publicado en MAGAZINE LITTÉRAIRE (Hors-Série), octubre-noviembre de 2006; p. 64-65. © de los autores. Reproducción exclusivamente para uso escolar. Trad. R.A.


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