Història de la filosofia grega - Història de la Filosofia medieval - Maquiavel - Montaigne- Galileu - Descartes - Ignasi - Hobbes - Pascal - Van del Enden - Spinoza - Empirisme (Locke) - Empirisme (Hume) - Mandeville - Il.lustració francesa (Montesquieu - Voltaire - Rousseau - La Mettrie- Sade) - Meslier - Kant - Fichte - Hegel - Kierkegaard - Feuerbach - Stirner - Marx - Utilitarisme (Mill) - Schopenhauer - Nietzsche - Filosofia de la Sospita - Freud - Durkheim - Weber - Kraus - Jaspers - Russell - Ayer- Wittgenstein - Popper - Feyerabend - Heidegger - Arendt - Anders - Jünger - Patocka - Korczak - Mounier - Rougemont - Escola de Frankuft - Benjamin - Jonas - Weil - Ellul - Mumford - Jankélévitch - Sartre - Simone de Beauvoir - Lévi-Strauss - Girard - Morin - Cioran - Foucault -Rawls - Sen - Habermas - Lorenz - Singer - Wilson - Macintyre - Zadeh - Georgescu-Roegen - Vattimo - Sloterdijk - Fukuyama - Pogge - Illouz - Rosa - Filosofia política - Utopies - Anarquisme - Liberalisme - Socialdemocràcia - Conservadorisme - Totalitarisme - Republicanisme - Ètica bàsica - Contra el relativisme -Empatia -Tecnoètica - Ètica i empresa - Decreixement - Bioètica- Neuroètica - Ètica Periodística - Ètica i ecologia - Ètica animal - Ecologia humana i Antropologia - Biopolítica - Darwin i l'ètica - Einstein i l'ètica -Africana - Guerra Justa - Ateisme - Laïcisme - Cristianisme - Religions del món - Sociologia bàsica - Filosofia de la història - Argumentació - Teoria del Coneixement - Teoria de Ciència - Història de la Psicologia - Contes per pensar - Vocabulari Filosòfic - Introducció a la Filosofia - Dossier Selectivitat

 

NO SABER QUÉ ES UNA CAVERNA

HANS BLUMENBERG

 

 

 

Cap I, de la tercera parte (Trasposiciones) de SALIDAS DE CAVERNA (1989)

Le habrían matado si hubiesen podido. Pero no podían. ¿Conlleva esta afirmación que se hallaban en el estado de los filósofos? El final contradice al principio. En éste, Sócrates había propuesto a Glaucón exponer cómo vienen los cautivos a ser liberados de sus cadenas y sanados de su falta de entendimiento (aphrosyne). Llevar hasta el final esta intromisión en la situación de la caverna habría significado que sólo uno de ellos fuera sometido al ulterior procedimiento de violencia paidéutica, ciertamente, pero también que a su regreso hubiera tenido que encontrarse a los demás desencadenados. Entonces, la mera oferta de guiarles fuera y arriba hubiera sido indignación total que se crecería en amenazas de muerte: y nada les hubiera estorbado tomárselas en serio. O bien Platón ha dado un vuelco completo al relato, por mor del recuerdo de Sócrates y su calvario, o bien es forzoso que el poder libertador innominado, pero claramente el de los gobernantes haya prevenido el mal y repuesto a los liberados en su antigua situación forzosa. En un escenario semejante, la violencia no cuesta nada. Incluso es lo bastante sabia para prevenir un mal letal que de otro modo le hubiera salido al paso al aprendiz de su paideia, con lo que todos los esfuerzos puestos en su formación hubiesen sido inútiles. Pero tan oportuna reposición de los cautivos en su condición previa ¿permite esperar que aún así la paideia del filósofo funde algún sentido?

El mito no responde a esa pregunta, pero deja un panorama bastante sombrío para el porvenir inmediato. Cuanto le queda al filósofo son palabras, en vez de liberación y guía fuera de la caverna como las que se le proporcionaron a él. Nada de diálogo socrático, sólo una cruda disertación docente frente a un auditorio con ganas de matar, que no quiere ser molestado y que si escucha será por la coerción del encadenamiento: su examen de suficiencia docente. Pero, ¿cuáles podrían ser los contenidos y el método de tan sufrido colega? Ésta, la única cuestión por la que aún tiene interés seguir tirando de ese hilo, admite todavía un poco de trabajo duro.

El entrecruzamiento de paidea y de res publica en el drama de la caverna refleja una doble enseñanza sacada del destino público de Sócrates: quien regresa del miradero de las ideas, desde el mundo exterior y superior, tiene que ser protegido de la violenta sublevación de los reacios a aprender, y ha de renunciar por su parte a la pura pretensión de transmitir en a caverna la ‘doctrina de las ideas’, esto es, a exigir de la mala voluntad de los demás el colmo de la docilidad educativa. Un atolladero que deja traslucir, una vez más la situación de Sócrates: lo que para él fuera logos, y por tanto, certeza, a sus interlocutores del diálogo sólo cabe presentárselo ocasionalmente y como mito, como algo verosímil o incluso meramente ofrecido como material de reflexión. Sócrates no informa a Glaucón de qué hubiera podido y debido suceder en la caverna con tal ausencia de perspectivas. No da la receta que él hubiera aplicado. Pero a alguien que conociera los primeros diálogos de Platón, pongamos alguien que fuera, como poco, contemporáneo de los mismos, se le tenía que venir a las mientes una salida de emergencia, proseguir la historia hasta ir a dar así con un medio incómodo a la doctrina socrática: relatar en vez de enseñar o dialogar (cosa que Sócrates hace quizás menos de lo que recomienda). Esta extrapolación allende los límites de la parábola no está autorizada sin embargo a suponer que ese Sócrates así esbozado, sin quedarse atascado en el final aporético de sus empeños teóricos, abandone el rigor del concepto para ofrecer justamente una historia consoladora y encubridora. El ‘rigor’ que substituya al del concepto será ahora el de la ordenación. Los mitos artísticos de elección de destino y tribunal de los muertos, pongamos por caso, responden a una economía superior a la de una mera liquidación de ‘restos sobrantes’ en el desarrollo de la argumentación: esa es la clase de rigor que se exigirá en adelante cada vez que el retornado tenga que hacer ‘lo que mejor se pueda’ ante la negativa de su auditorio.

La ‘doctrina’ autorizada por la visión de las ideas ya ha perdido un envite: no estaba a la altura de la competencia en ‘teoría’ de sombras y se había vuelto objeto de mofa para los adiestrados en la penumbra. Partamos de la interpretación de que en aquéllos que maquinan sombras al fondo de la caverna es válido reconocer a los sofistas, a esos maestros en infundir una convicción cualquiera en sus palabras mediante imágenes, y resultará entonces que ese filósofo rechazado y apartado en un primer momento no podría convertirse de golpe en un imaginero verbal de ese tipo. Camino que, sin embargo, había sido el de Sócrates, que aún en el PROTÁGORAS ridiculizaba a los sofistas por emplear el mito como artificio retórico para escabullirse de ‘sostener un discurso’. En esa ocasión, el sofista de turno recurría a una de tales escapatorias, la mera justificación de un nuevo ‘rigor’ en la economía del lenguaje al usar recursos figurados. Si ahora tuviera Sócrates que competir con los encantamientos de esos imagineros de sombras, retórica contra retórica todo vendría a parar en lograr la máxima precisión al ‘ajustar’ ese medio al caso límite de tener que emplearlo inevitablemente: que la persuasión ocupe el puesto de la fundamentación. Aparte de tales cautelas, ¿se puede decir algo más acerca de qué mito satisfaría tales criterios para un ‘caso límite’?

Antes de responder hay que añadir otra aclaración sobre la situación. Esos encadenados metafóricos no sólo lo están a las sombras y al pasatiempo que cabe sacar de ellas, el que defienden a muerte: también son presos de su falta de juicio (aphrosyne), en un sentido que se puede concretar en que no captan su situación de encerrados en su madriguera como en un caparazón (oikesis).* Dicho escuetamente: no hay en ellos ni visos de saber qué es una caverna (spelaion) y qué significa hallarse en una. ¿Cabría enseñarle a alguien algo acerca del ser que es y su rango de modelo original sin haberle hecho antes comprensible en qué circunstancias se puede llegar a estar apartado de él mediante encerramiento? De haberla, sería ésta: encerrarle en una oscuridad impenetrable. Antes de comprender que pueda ser ‘visión’, hay que entender cómo puede haber ‘afuera’ de una situación de totalidad cerrada, y qué relación puede haber entre la pretendida pérdida de visión y una ventaja como esa ‘cáscara’. Ello exige algo que puede llamarse metáfora ‘absoluta’, y justo en eso consistiría la precisión en la adaptación del instrumento retórico, el mito debido.

No es mucho fantasear reconocer ese medio adecuado a la finalidad didáctica precisamente en la misma historia en cuyo contexto había que exponer y utilizar la situación de la caverna. Al final del mito de la caverna, el filósofo de vuelta ya no puede apelar a otro medio que imaginar la caverna. ¿Hubo alguna vez tales cautivos, bajo tal custodia?; ¿no podríais también haber sido vosotros, o volver a serlo, o incluso serlo aún?

No es lícito desde luego entender esto como conjetura histórico-filológica. Esta extrapolación excluye, por rebasar lo admisible, que Platón hubiese podido o querido incluir el mito de la caverna en el mito de la caverna. Al final del mito de la caverna. No se trata aquí de ‘hermenéutica’, sino de un recurso intelectual [Denkmittel]. Por doquier en los mitos artísticos de Platón un mito se engasta en otro —el mito como ‘relato marco’—; así ocurre, por ejemplo, en el mito final de LA REPÜBLICA. Pero ahí el mito no se inserta en sí mismo como artificio para resolver sus aporías. La historia del panfilio Er sirve para dar mayor autenticidad al mito de elección de destino, a su ficticia credibilidad, mediante dos medios acreditados, exotismo y antigüedad. La reiteración del mito en su propio interior, en cambio, sería otro tipo de ironía: ironía romántica, y con ello, fascinación o amenaza de la infinitud de ‘repetición’ de un espejismo, de magia de bambalinas, de juegos de laberinto. Las artes de seducción de la Antigüedad no incluían el hechizo de abismarse en escalonamientos infinitos. Éste tiene su sitio en la CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA, y corresponde a una razón que capitula del absolutismo de sus pretensiones. Es pura edad moderna.

Se puede llamar mejor que nada ‘experimento mental’ a lo que uno hace y no puede dejar de hacer cuando rebasa la efectiva conclusión del mito de la caverna e inquiere acerca de su inconsistencia inmanente. En ese supuesto mito final de la caverna, el narrador está un poco en la situación de Scherezade, contar para contarlo: pues ¿quién sabe con seguridad si ese anónimo poder del fondo, capaz de desencadenarle a él y forzarle a la ascensión, mantendrá un dispositivo preventivo como las cadenas? De haberse suprimido, el narrador tendría que haber sabido, como poco, inclinar ya a los renuentes a aceptar su historia de haber resuelto a favor suyo la contienda con las imágenes de los sofistas (eidola). En cualquier tiempo, incluso en otros más propicios que los de la muerte de Sócrates, el celo de los filósofos es afán de autoconservación: quien pretende tener mayores conocimientos, o simplemente poder llegar a tenerlos, entra en un terreno de violentas aversiones y afinidades, adhesiones y oposiciones. El retornado de las ideas no puede hacer otra cosa que declararse ‘poseedor de la verdad’, reclamar adhesión y no sólo tolerancia. Ese seguirá siendo el escape de todo platonismo: tanto más asombroso por proceder del discípulo de un Sócrates que con tal facilidad declaraba como única posesión saber que no sabía. Y a quien sin embargo sus partidarios han dado tan poco crédito como la historia de la filosofía. En cualquier caso, Platón ha hecho que su Sócrates supiera tanto como él deseaba que supiera. La hostilidad contra la sofística se funda en la proximidad de posiciones: el narcisismo de la diferencia mínima.

Al fondo de la caverna, a espaldas de los cautivos, están los sofistas, indudablemente culpables de que aquéllos rehúsen dejarse enseñar por uno que perturba su comodidad; pero inocentes en su falta de juicio (aphrosyne) que no les permite entender ni siquiera algo de lo enseñado. En Platón, tal incomprensión viene dada en su mayor parte por naturaleza, como uno de esos presupuestos que resultan de la hora de procreación y la energía cerebral y que, en su proyecto de polis, llevarían a organizar la paternidad de una manera nueva (dando por sentada una buena ciencia de los astros). Quien quiera comprender esa incomprensión desde la posición de los encadenados —pues incluso al que fue guiado a romper con ella y salir al exterior se le ha de ver como un cautivo más de la aphrosyne, a quien contrariaba lo que se le estaba obligando a hacer— habrá de tener presente que está en la misma esencia de la caverna ser ‘el todo’ cuando se ha permanecido allí sin interrupción, e igualmente, no permitir que la diferencia entre dentro y fuera, angostura y lejanía, adquiera significado alguno. Para el troglodita sigue siendo sinsentido distinguir entre su caverna y un mundo ‘en el que’ está, donde es posible que además haya otras. Cualquiera que sea la dificultad que pueda conllevar el plural de un todo, la antigüedad ya cerró el paso a los kosmoi del atomismo huyendo con contenido entusiasmo a las tautologías dogmáticas de Platón y Aristóteles, así como de la Estoa, en virtud de las cuales está en la esencia de un cosmos no poder ser sino éste. Lo contingente de la caverna, diríamos gustosos, era tan inconcebible como lo contingente del mundo había de serlo hasta bien entrada la Edad Media.

Antes de establecer comparativo o superlativo de alguna clase en el ser que es, antes de plantear relaciones de original y copia, la afirmación de que se encontraban en una caverna y ésta había de tener forzosamente una ‘salida’, por la que ya habrían entrado antes de tener conocimiento de ello, representaría así la verdad de las verdades, una verdad primordial que habría que hacer llegar a sus moradores o al menos hacerles comprensible como proposición: que la caverna es una caverna, un paradero entre otros posibles, en el doble sentido de la palabra oikeoisis. El antiguo compañero de cautiverio, regresado con tan buena voluntad de sacar provecho para su eudaimonia, estaba destinado en Platón a gobernar el Estado, y era indiscutible que correspondía a los gobernantes cuidar de la propagación de la filosofía en la comunidad, no para mayor dicha de la mayoría, sino para escoger y criar a quienes habían de llegar a gobernantes y y guardianes. Esto, empero, afecta mínimamente a la recepción filosófica de la parábola de la caverna, al trabajo de elaborar variantes o el placer de de insinuar otras puestas en escena a partir de sus trazos fundamentales. Precisamente la generalización del drama de la caverna hasta convertirse en fábula filosófica fundamental hace asombroso que no haya preguntado más a fondo acerca de esa incomprensión del común hacia los informes de ese único, de esa carencia de todo apetito teórico. ¿Es que podía la población de esa caverna estar ávida de algo cuya localización le resultaba imposible emprender, con sus puntos de referencia, ni siquiera como posibilidad? Pensado a la moderna, sin embargo, el conjunto puede tomarse no como un patrón de acceso a las verdades superiores, lo real y el bien, sino más bien del despertar de la curiositas por algo ‘distinto’, ‘otro’ que lo familiar, por una terra incognita, en los márgenes del mundo habitado. Pero ¿dónde iba a estar tal margen para los ‘cobijados’ en su caparazón, si los muros de la cueva no eran límite ni concha sino término de lo completamente real?

Los nativos de la caverna no saben qué sea una caverna. Ni asomo de que sea una restricción, principalmente, del ámbito de relación con lo real, y sólo subsecuentemente, de su concepto de realidad. Que las cavernas tengan salidas, allende las cuales se ‘toparía’ con realidades indefinidas y acaso de un género increíble con sólo ponerse en marcha, es a la vez una carencia en sus ‘condiciones de posibilidad de la experiencia’ y un vacío en sus deseos. Por eso Platón les niega la anamnesis, porque de ella podría emerger que la caverna no es el universo ni permite tampoco la presencia luminosa que un universo puede tener. La anamnesis está reservada para el único a quien le mueve a regresar, y en eso es inversión del recuerdo platónico que remite del parecer al ser, de lo turbio a lo claro, de la oscuridad a la luz.

Otra carencia es que no parece que los cautivos sueñen. Eso podría hacerles sospechas, volverles inseguros. Que el individuo participe en sueños de una vida del género que en la vigilia sólo le es parcialmente accesible, eso es algo aun vigente entre los teóricos modernos, como función a la par que explicación de los contenidos oníricos. Pero aun si fueran sólo deseos los que en el sueño se procuran un críptico cumplimiento, en cualquier caso se establecería frente a la miseria de las sombras, un grado comparativo de ser en otro sentido que el ontológico del malle on. Y tan pronto alguien les contara su mito, los cautivos podrían referir a sí mismos lo que se les presentase como su situación vista ‘desde fuera’. De manera que el mito deja de ser instrumento retórico, pues la persuasión presupone que se puede llegar a comprender a qué imaginación apela. Lo inhabitual no puede encajar en las artes persuasorias. Por eso el mito de la caverna ostenta en medio del diálogo del Estado una dignidad superior, por apelar a una primigenia familiaridad imaginativa con el origen del género humano surgido de la tierra, como en el mito del PROTÁGORAS; con todo, por esa misma razón sería tan arduo presentárselo a quienes en el mito figuran, precisamente, a los que no comprenden por no poder tener ese recuerdo, haber salido alguna vez de la tierra, de la caverna, del caparazón. En presentárseles tal salida siquiera como posibilidad, recaería el peso principal de la argumentación, donde el mito sería, ante todo, descripción de lo inhabitual con los magros medios del mundo de las sombras. Y con ellos, ¿es posible decir alguna vez qué es una caverna, y qué puede ser el sólido ‘todo’ en que se encuentra, con el que puede darse únicamente saliendo de él?

Guardamos ante la prodigiosa obra platónica demasiado respeto idolátrico para permitirnos la posibilidad de repensarla, siquiera a título de tentativa. Vista la mala voluntad de los cautivos con quien les perturba en sus juegos, tendríamos que dejarles plantear sus objeciones: puede que haya algo parecido a esas tales cavernas; pero no somos nosotros los que vivimos en sitio semejante, ni siquiera lo soportaríamos; un espacio en que pueden verse cosas animadas y vívidas como las que vemos aquí no tiene relación ninguna con nada que se pudiera llamar caverna, ni lo que vemos con sombras.

No sabemos si la parábola de la caverna se discutió en la Academia platónica y tampoco, de ser así, con qué intensidad. Puede que la rápida conversión de la trascendencia de las ideas en dogma, prólogo a la transformación de la Academia en escepticismo dogmático, desvalorizara la parábola, como lo hizo la tendencia tardía del mismo Platón a una casuística estatal de tipo realista, concretada en LAS LEYES. Del ‘camino de formación’ de la paideia vino a hacerse rápidamente algo parecido a una esotérica vía al éxtasis: salir de la caverna como experiencia mística. Pero puede también que el gran desencantador del platonismo, Aristóteles, cavilara sobre ese mito; recurrir al recuerdo le estaba vedado a él, que negaba tanto la preexistencia como las ideas, y no se le escapaba el único rasgo cuya transformación acaso pudiera ‘salvar’ de una manera ‘elegante’ el amenazado mundo de la caverna: los sueños. Respecto a los cuales vino a quedarle igualmente claro que no podía tratarse de sueños cualesquiera, sino de aquéllos que soñaran lo incondicionalmente ausente, como si dijéramos el vacío de ese universo de la caverna. En sueños se presenta el hecho de que hay otra cosa que lo presentado, representado o expuesto cotidianamente. Dicho de otro modo: aquello que no están en situación de lograr teoría, fantasía ni retórica, lo deja atisbar el sueño. Y el atisbo basta para disponer a algo que sea ‘más’ que lo conocido en el cobijo del caparazón. Por eso, la caverna de Aristóteles será opulenta.


NOTA DEL TRADUCTOR:

La raíz griega es inequívocamente ‘casa’, y como mucho ‘habitáculo’ o ‘madriguera’, mientras que el alemán ‘Gehause’, colectivo de ‘Haus’, designa además cosas como ‘caja’, ‘cáscara’ o ‘concha’. Aquí se usará de preferencia ‘caparazón’ o ‘habitáculo’.


Hans BLUMENBERG (1920-1996): ‘Salidas de caverna’. Traducción de José Luís Arántegui, Madrid: Antonio Machado Libros, 2004, pp. 157-163.

© de los autores. Reproducción exclusiva para uso escolar.

 

 

 

 

Tria autor/tema

Envia un email a l'autor