HERMINE  WITTGENSTEIN: 
                MI HERMANO  LUDWIG 
               
               
              
               
               
              Desde luego, es muy difícil escribir sobre una persona viva,  en especial si no es posible aclarar con ella algunos puntos oscuros, pero  confío en que Ludwig no tomará a mal este mero recuento de hechos que a mi juicio  es correcto. Si se nos concediera volver a encontrarnos en este mundo, podría  hacer cualquier pequeña corrección que considerase necesaria, aunque por mi  propia voluntad no consentiría en hacerle grandes cambios. Como ya dije, hago  sólo un relato de los hechos y espero que a través de él brille la personalidad  de Ludwig; eso es lo que más me importa. 
              De joven, Ludwig mostró siempre un gran interés por todas las cuestiones  técnicas, a diferencia de Paul, quien se sentía irresistiblemente atraído por  la naturaleza, las flores, los animales y los paisajes. A los diez años, por  ejemplo Ludwig estaba ya tan familiarizado con la construcción de una máquina  de coser que era capaz de hacer un modelo a escala con pedazos de madera y  trozos de alambre, con el cual podía, en verdad, coser unos cuantos puntos.  Desde luego, para poder armar su modelo hacía un estudio detallado de cada  parte de la máquina y de los movimientos del mecanismo necesario para dar las  puntadas, mientras la vieja costurera de la familia lo observaba con suspicacia  y desagrado. Se había pensado que a los catorce años Ludwig asistiera a la  escuela pública, pero a consecuencia del extraño plan de enseñanza adoptado por  mi padre no pudo cumplir los requisitos para ingresar en el Gimnasio de Viena,  y así, luego de un breve periodo de instrucción para complementar su educación  previa, entró al Realgymnasium en Linz. Mucho tiempo después uno de sus  condiscípulos me dijo que al principio Ludwig les había parecido como un ser de  otro planeta. Sus modales eran totalmente distintos a los suyos. Por ejemplo,  utilizaba un cortés “Señor” cuando se dirigía a ellos. Ésa era ya una barrera,  pero también sus gustos e intereses en lecturas eran del todo diferentes a los  de ellos. Podría decirse que de alguna manera era más viejo que sus compañeros,  y sin duda, de modo incomparable, más serio y maduro. Pero, sobre todo, era en  extremo sensible, y me imagino que para él más bien eran sus compañeros quienes  parecían venir de otro mundo, y de un mundo terrible por cierto [1] 
              Al término de sus estudios en la escuela. Ludwig se inscribió  en la Universidad Técnica de Berlín y dedicó la mayor parte de su tiempo a  problemas y experimentos relativos a la ingeniería aeronáutica. De pronto, en  esa misma época o muy poco después, la filosofía, o mejor dicho, la meditación  sobre problemas filosóficos, se convirtió en una obsesión y se apoderó de él de  una manera tan absoluta, aun en contra de su voluntad, que sufría  terriblemente, desgarrado por vocaciones conflictivas. Ésta fue la primera de  varias transformaciones que habría de sufrir, y cimbró todo su ser. En esa  época estaba trabajando en un ensayo de filosofía, y al final decidió mostrarle  su proyecto al profesor Frege, en Jena, quien también se interesaba por  problemas semejantes. Durante esos días, Ludwig se hallaba en un estado de  agitación constante, indescriptible,   casi patológico, y yo temía mucho que Frege, un viejo maestro, no  tuviera la paciencia o la comprensión para entrar en la materia en la forma que  la seriedad de la situación exigía. En consecuencia, también yo estaba en un  estado de gran ansiedad y preocupación cuando Ludwig viajó para visitar a  Frege, pero las cosas marcharon mucho mejor de lo que yo esperaba. Frege alentó  las pesquisas filosóficas de Ludwig y le aconsejó ir a Cambridge para estudiar  con el profesor Russell, y Ludwig así lo hizo. 
              En 1921 visité a Ludwig en Cambridge. Se había hecho amigo de Russell,  quien nos invitó a los dos a tomar el té con él en sus habitaciones. Todavía  puedo verlas: eran muy hermosas, con libreros que ocupaban todas las paredes, y  las altas y antiguas ventanas con sus portaluces y dinteles dispuestos con  eleante simetría. De pronto Russell me dijo, “Esperamos que el siguiente gran  paso en filosofía lo dé su hermano”. Esta declaración me pareció tan  extraordinaria e increible que por un momento todo ennegreció a mi alrededor.  Ludwig es quince años menor que yo, y aunque entonces tenía ya ventitres años,  aún me parecía muy joven, alguien que todavía estaba aprendiendo. No es  sorprendente, entonces, que nunca haya olvidado ese momento. 
              Poco desués, Ludwig viajó a Noruega para trabajar en su libro en soledad  absoluta. Se compró una cabaña de madera situada en un punto rocoso y volada  sobre un fiordo. Ahí vivía solo, en un alto estado de intensidad intelectual  que rozaba lo patológico. Con el inicio de la guerra en 1914 volvió a Austria e  insistió en alistarse en el ejército, a pesar de una hernia doble de la cual ya  había sido operado y por la que antes se le había exentado del servicio  militar. Tengo la completa certidumbre de que no lo motivaba el sencillo deseo  de defender a su patria. Tenía también un intenso deseo de echarse a cuestas  una tarea difícil y de hacer algo más que puro trabajo intelectual. Al  principio sólo consiguió que se le enviara a una base militar de reparaciones  en Galizia, pero continuó presionando para que se le mandara al frente. Por  desgracia ahora no puedo recordar los cómicos malentendidos derivados del hecho  de que las autoridades militares con las que tenía que tratar creían siempre  que estaba tratando de conseguir un puesto más fácil cuando en realidad quería  que se le asignara uno más peligroso. Por último su deseo le fue concedido. Más  tarde, después de ser condecorado en varias ocasiones por su valentía y por  haber sido herido en una explosión, realizó un curso de entrenamiento para  oficiales en Olmütz y alcanzó, creo, el grado de teniente. Su amistad con el  arquitecto Paul Engelmann –de quien hablaré más adelante- data de esa época en  Olmütz...
              Aun en esa época Ludwig sufría una profunda transformación cuyas  consecuencias no se hicieron evidentes sino después de la guerra, y que al cabo  habría de culminar en la decisión de mo poseer ninguna riqueza. Los soldados se  referían a él como “el tipo del Evangelio”, porque siempre llevaba consigo la  edición de los Evangelios de Tolstoi. Hacia el final de la guerra combatió en  el frente italiano y fue hecho prisionero por los italianos cuando se declaró  aquel extraño armisticio. Cuando por fin volvió a casa lo primero que hizo fue  deshacerse de su riqueza. La repartió entre nosotros, sus hermanos, exceptuando a  nuestra hermana Gretl [Margarethe  Stonborough-Wittgenstein], quien era muy rica en  esa época, en tanto que el resto de nosotros habíamos perdido gran parte de  nuestra riqueza. 
              Mucha gente, entre ella mi tío Paul Wittgenstein y mi amigo Mitae Salzer,  no podía entender cómo podíamos aceptar el dinero y no apartar por lo menos un  poco, en secreto, en caso de que más tarde Ludwig lamentara su decisión.  Cientos de veces insistió en asegurarse de que no existía la menor posibilidad  de que aún le perteneciera dinero bajo una u otra forma. Para desesperación del  notario encargado de llevar a cabo esa transferencia, Ludwig volvía sobre ese  punto una y otra vez. 
              Sin embargo, lo que esa gente tampoco podía saber era que la posibilidad  de que sus hermanos le ayudáramos en alguna futura circunstancia formaba parte  esencial de su punto de vista y aceptaba esa posibilidad con entera libertad y  confianza. Cualquiera que haya leído LOS HERMANOS KARAMAZOV, de Dostoievski,  recordará el momento en que se dice que el ahorrativo y cuidadoso Iván bien  podría encontrarse un día en una situación precaria, pero que su hermano  Alesha, quien no tiene la menor idea acerca del dinero, ni posee ninguno, de  seguro se moriría de hambre, puesto que todos compartirían gustosos con él lo  que tuvieran y él así lo aceptaría sin la menor reserva. Yo sabía esto con toda  certeza, e hice todo para cumplir los deseos de Ludwig hasta el último detalle. 
              Su segunda decisión, elegir una ocupación por completo ordinaria y, de ser  posible, convertirse en un maestro de escuela rural, fue algo que al principio  se me dificultó comprender, y puesto que todos los hermanos solíamos utilizar  analogías para explicarnos mutuamente lo que queríamos decir, le dije durante  una larga conversación que tuvimos en esa época que cuando pensaba en él, con  toda su preparación filosófica, como un maestro de escuela primaria, me parecía  como alguien que quiere utilizar un instrumento de precisión para abrir un  bolso. Ludwig me respondió con una analogía que me dejó callada. Dijo: “Me  recuerdas a alguien que está mirando hacia fuera a través de una ventana  cerrada y no puede explicarse los extraños movimientos de un transeúnte. No  puede decir si se ha desatado una tormenta o si esa persona tiene problemas  para mantenerse en pie”. Entonces comprendí el estado en que su mente se  encontraba. 
              Primero, Ludwig se hizo ayudante de jardinero en el convento de Hútteldorf  y en el seminario de Klosternauburg, luego asistió al instituto de pedagogía en  Viena y se hizo maestro de escuela primaria en Trottenbach, un pequeño pueblo  en las montañas lejos de toda terminal ferroviaria, y luego en Otterthal y en  Puchberg am Schneeberg.
              En muchos sentidos, Ludwig es un maestro nato. Todo le interesa y sabe  distinguir los aspectos más importantes de cualquier cosa y aclarárselos a  otros. Algunas veces yo mismo tuve oportunidad de ver a Ludwig enseñar, pues  dedicó algunas tardes a los muchachos en mi escuela de oficios. Fue una  maravillosa lección para todos nosotros. Ludwig no disertaba solamente, sino  que trataba de orientar a los muchachos hacia la solución correcta por medio de  preguntas.  En una ocasión los puso a  inventar una máquina de vapor, en otra a diseñar una torre en el pizarrón, y en  otra más a dibujar figuras humanas en movimiento. El interés que suscitaba en  ellos era enorme. Incluso los muchachos menos dotados o desatentos salían de  pronto con excelentes respuestas y luchaban entre ellos en su afán de ganar la  oportunidad de responder o argumentar sobre algún punto. No obstante, un  maestro de escuela primaria no sólo debe tener la capacidad de enseñar una  materia de manera interesante y de estimular a los niños más talentosos (y de  hecho llevarlos más allá de lo señalado en la cartilla). También debe tener la  paciencia, pericia y experiencia para asegurar que los menos dotados, los  perezosos y las muchachitas con la cabeza llena de otras cosas salgan de la  escuela equipados con los conocimientos básicos y esenciales. También necesita  pericia y paciencia para tratar con los padres, que con frecuencia son en  extremo ignorantes. Ludwig no poseía esa paciencia, y al final su carrera como  maestro zozobró por la carencia de esas cualidades. En mi opinión, todo esto  anunciaba ya una nueva etapa de su desarrollo. 
              Cuando Ludwig abandonó su carrera como maestro, esperábamos que volviera a  la filosofía, pero primero entró en un estado intermedio, del cual cristalizó  algo enteramente nuevo e inesperado. Por cierto, debo mencionar que Ludwig,  quien antes de la guerra se había hecho tan buen amigo del profesor Frege que  lo visitó en varias ocasiones, le envió a éste el manuscrito de la primera  parte de su libro durante la guerra. Extrañamente, Frege no entendió el libro  en absoluto y le escribió a Ludwig diciéndoselo con mucha franqueza. Al  parecer, el desarrollo de Ludwig lo había llevado en una dirección que lo  apartaba de Frege, y su amistad no continuó después de la guerra. Algo parecido  ocurrió con Russell, aunque Russell había traducido el libro de Ludwig al  inglés y lo había hecho publicar en edición bilingüe. Hasta donde sé, Ludwig  criticó algunos de los ensayos más populares de Russell, y la amistad no  sobrevivió. 
              Su cambio de carrera ocurió justo en el momento en que mi hermana Gretl  hacía planes para construir una casa diseñada por el arquitecto Paul Engelmann,  amigo de Ludwig. Había comprado un curioso terreno en Kundmanngasse, que se  ajustaba perfectamente a sus propósitos. Quedaba un poco por arriba del nivel  de la calle y tenía una vieja casa, buena sólo para demolerse, y un pequeño  jardín con hermosos árboles antiguos. Estaba rodeada de casas  pacíficas y sencillas y, sobre todo, no estaba  ubicada en un barrio elegante y cosmopolita; de hecho era todo lo opuesto. Los  contrastes son parte esencial del estilo de mi hermana. 
              Engelmann, a quien teníamos en muy buen concepto como arquitecto, pues  había trabajado tanto para mi hermano Paul como para mí, transformando unos  cuartos en especial feos en otros muy hermosos, y a quien había llegado a  conocer personalmente, diseño los planos en casa de Gretl con la constante  colaboración de ésta. Luego llegó Ludwig que, con su intensidad habitual, se  interesó por los modelos y los planos, comenzó a modificarlos, y se obsesionó  con el proyecto, hasta que al final se hizo cargo de él por completo. Engelmann  tuvo que ceder ante la fuerte personalidad de Ludwig y la casa, después, se  construyó bajo la supervisión de éste, de acuerdo con su versión de los planos  que se siguió hasta el último detalle. Ludwig diseñó cada ventana y cada  puerta, cada chapa y el sistema de calefacción, cuidando cada detalle como si  se tratara de instrumentos de precisión y con el más elegante equilibrio.  Luego, con inexorable energía se aseguró de que todo fuera realizado con el  mismo escrupuloso cuidado. Todavía puedo escuchas al cerrajero preguntarle, en  relación con una bocallave, “Dígame, señor ingeniero, ¿en verdad le importa  tanto un milímetro de diferencia aquí o allá?” Aun antes de que terminara de  hablar, Ludwig le replicó con un “¡Sí!” tan fuerte y sonoro que el hombre casi  brincó del susto. De hecho, Ludwig tenía una sensibilidad tan aguda respecto a  las proporciones que un error de medio milímetro le afectaba. En esos casos el  dinero y el tiempo eran lo de menos, y admiro a mi hermana Gretl por darle a  Ludwig absoluta libertad a tal respecto. Dos grandes personas se habían  conjuntado como cliente y arquitecto, posibilitando así la creación de algo  único y perfecto en su especie. Se le dedicaba la misma atención tanto al más  insignificante detalle como a las características principales, pues todo era  importante, lo único que no importaba era el tiempo y el dinero.
              Puedo recordar, por ejemplo, dos pequeños radiadores negros de hierro que  se habían fijado en los rincones de un pequeño cuarto. La mera simetría de  ambos objetos negros bajo la luz de la habitación bastaba para trasmitir un  sentimiento de bienestar. Los propios radiadores eran tan perfectos en sus proporciones  y tan precisos en su forma que resultó por completo natural que Gretl los  utilizara como repisas para sus hermosos objets  d’art en los meses en que la calefacción permanecía apagada. Una vez,  mientras los admiraba, Ludwig me contó su historia, los problemas que le habían  costado y cuanto tiempo había requerido alcanzar la precisión que era la clave  de su belleza. Cada uno de estos radiadores esquinados consistía en dos partes  erigidas en preciso ángulo recto en relación una de la otra y con un pequeño  espacio entre ambas cuya medida había sido calculada hasta el último milímetro.  Descansaban sobre patas en las que tenían que encajar exactamente. Primero se  vaciaron una serie de modelos pero pronto fue evidente que el tipo de vaciado  que Ludwig tenía en mente no podía hacerse   en ninguna  parte de Austria , la  fundición de las partes principales se hizo entonces en el extranjero, pero al  principio pareció imposible lograr el grado de precisión exigido  por Ludwig. Cúmulos enteros de secciones de tuberías fueron rechazados por  inutilizables, otros tuvieron que ser trabajados nuevamente hasta alcanzar una  exactitud de medio milímetro. Fijar los pulidos cilindros, distintos por  completo de aquellos asequibles en el mercado, y producidos de acuerdo con los  diseños de Ludwig, provocó grandes dificultades. Con frecuencia los  experimentos conducidos por Ludwig se extendían hasta entrada la noche, hasta  que todo quedaba justo como tenía que ser. De hecho, pasó todo un año entre el  diseño de estos radiadores, que parecían tan sencillos, y su realización. No  obstante, el tiempo gastado me parece bien empleado cuando pienso en la forma  perfecta que logró darles. 
              Un segundo  gran problema que Ludwig me contó fue el de las puertas y las ventanas. Todas  fueron hechas con acero y la construcción de las altas y desusuales puertas de  cristal con sus estrechos maineles de acero fue en extremo difícil, pues no se  empleaban rieles horizontales como soporte y se requería una precisión que  parecía imposible alcanzar. De ocho firmas con las que se sostuvieron largas y  detalladas negociaciones  sólo una creyó  posible realizar el trabajo, pero la puerta terminada, cuya construcción había  tomado meses, al final tuvo que desecharse por inutilizable. Durante las  pláticas con la firma que al cabo construyó las puertas, el ingeniero encargado  de las negociaciones estalló de pronto en un arrebato de llanto. No quería  renunciar a la comisión, pero se sentía incapaz de terminarla de acuerdo con  los deseos de Ludwig. El asunto jamás se hubiera resuelto de modo satisfactorio  si la firma no hubiera contado con un artesano especializado muy notable que se  enorgullecía de su destreza. Se dedicó una gran cantidad de tiempo tan sólo a  experimentos y a producir modelos, y el resultado en verdad valió la pena  después de todo el interés y el esfuerzo invertidos. Al tiempo que escribo  acerca de ellas, siento un gran deseo de volver a  ver esas finas puertas. Aun si el resto de la  casa se destruyera, todavía podría reconocerse el espíritu de su creador,  gracias a ellas.
              Quizá la  prueba más reveladora de la severidad de Ludwig en lo que se refiere a alcanzar  proporciones exactas sea el hecho de levantar el techo de una de las  habitaciones, lo suficientemente grande para ser un salón tres centímetros más,  justo cuando era tiempo de comenzar a limpiar la casa, casi totalmente  terminada. Su instinto siempre era correcto y tenía que seguirse. Finalmente,  después de un periodo de construcción no sé cuán largo, tuvo que declararse  satisfecho y dar la casa por terminada. La única cosa que para su gusto aún no  estaba del todo lista era una ventana junto a una escalinata en la parte  trasera de la casa, y tiempo después me contó que una vez había comprado un  billete de lotería pensando en el arreglo de esa ventana. De haber ganado un  premio, hubiese utilizado el dinero para pagar el precio de esa modificación. 
              Mientras aún  trabajaba en la casa, Ludwig también se encontraba ocupado en otros intereses.  Se había hecho amigo del escultor Michael Drobil cuando los dos se encontraban  prisioneros en un campo italiano para oficiales, y más tarde, en Viena, se  interesó extraordinariamente en los proyectos escultóricos emprendidos por  Drobil, a quien incluso influyó en cierto sentido. Esto era casi inevitable,  pues Ludwig es muy fuerte, y cuando critica algo siempre está muy seguro de su  terreno. Al final, él mismo hizo la prueba como escultor, pues se sentía  atraído por la idea de recrear una cabeza que le disgustaba de una obra de  Drobil, y quería esculpirla con la actitud y la expresión que tenía en mente.  Se las arregló para conseguir una versión deliciosa, y Gretl puso la cabeza de  yeso en una de las salas de su casa.
              También la  música ejerció una atracción cada vez más grande en Ludwig. En su juventud  nunca había aprendido a tocar ningún instrumento, pero como maestro tuvo que  aprender a tocar uno, y eligió el clarinete. Creo que sólo a partir de ese  momento comenzó a desarrollarse su fuerte inclinación hacia la música. En  verdad tocaba con un gran sentimiento musical, y su instrumento le brindó unos  momentos muy placenteros. Solía llevarlo dentro de un viejo calcetín en vez de  un estuche, y puesto que no se preocupaba en lo más mínimo por su apariencia  –sin importar la ocasión o qué época del año fuera, vestía siempre una chamarra  café y unos pantalones grises de franela, remendados a veces, con el cuello de  la camisa abierta y sin corbata– con frecuencia daba la impresión de ser un  tipo raro, pero la seriedad de su rostro y la energía de su porte eran siempre  tan poderosos que todo el mundo podía ver sn más que se trataba de un  “caballero”. Un episodio divertido que Drobil me contó tiempo después parece  contradecir esto, pero quizás valga la pena mencionarlo. Como ya dije antes,  Drobil, conoció a Ludwig en un campo de prisioneros de guerra, y, ya sea porque  no escuchó bien o porque no entendió su nombre, asumió que este retraído y más  bien andrajosos oficial provenía de un medio humilde. Un día, por azar, la  conversación tocó el tema del retrato de una Fraülein Wittgenstein hecho por  Gustav Klimt. (Es un retrato de mi hermana Gretl y, como todos los retratos  hechos por Klimt, puede describírsele como extremadamente elegante y refinado,  incluso chic). Ludwig se refirió a la  pintura como “el retrato de mi hermana”, y el contraste entre su rostro  descuidado y sin afeitar y la apariencia de la mujer en la pintura fue tan  grande que, por un momento, Drobil pensó que Ludwig debía estar fuera de sus  cabales. Todo lo que pudo decir fue: “Entonces, usted es un Wittgenstein, ¿no  es así?”, y todavía sacudía la cabeza con un gesto de asombro al recordar el  incidente y después rompía a reír. 
              Drobil había  hecho unos cuantos esbozos de Ludwig a lápiz, toscos pero llenos de vida, que  me gustan mucho. En cambio, no encuentro tan satisfactorio el busto de mármol  que esculpió, Uno de los rasgos del estilo de Drobil es captar a su modelo en  un estado de reposo, pero Ludwig hubiera necesitado un artista distinto para  que se le hiciera justicia a su naturaleza inquieta, y eso para no mencionar el  hecho de que para mí su rostro me parece en realidad mucho más delgado y bello  y que su pelo rizado resalta mucho más, hasta el punto de parecer un conjunto  de llamas, lo que encaja perfectamente con la intensidad de su naturaleza. 
              Permítaseme  añadir aquí, de paso, que estos juicios ya no significan nada, pues es  extremadamente improbable que vuelva a ver el busto de mármol, los esbozos o  cualquiera otra de las pinturas u obras de arte que he mencionado en estas  reminiscencias. Mi departamento en Viena fue destruido por una bomba y es  posible que el Hochreit, donde guardamos la mayoría de nuestras obras de arte  para tenerlas a salvo, también haya sido destruido, pues esa zona vivió algunos  de los más fuertes combates y las casas de los alrededores han sido convertidas  en cuarteles alemanes. No obstante, aun si mis temores resultaran justificados,  no importaría, pues todas las cosas han perdido su valor en esta terrible época  de guerra y sólo puede preocuparnos el futuro de la humanidad. No puedo, sin embargo,  evitar que mis pensamientos vuelvan una y otra vez a las cosas que antes fueron  tan importantes, y a esos pensamientos justamente se debe esta digresión. 
              Quizá el  final de la construcción de la casa marcó también el final de otro estadio en  el desarrollo de Ludwig, y así volvió una vez más a la filosofía. Si mi memoria  es correcta, primero trabajó en Noruega en un nuevo ensayo filosófico y después  regresó a Cambridge. Ahí fue nombrado profesor de filosofía en el Trinity  College. Puesto que no poseía las calificaciones habituales –nunca había  terminado un doctorado, por ejemplo– debe haber tenido que cumplir con algunos  requisitos oficiales, en este caso un examen formal ante un grupo de sinodales.  Aun la vestimenta académica que se le exige al candidato se halla descrita en  detalle, como es costumbre en las universidades inglesas. Ludwig se negó por  completo a usarla, y fue un honor que se le concediera tal excepción. La  universidad, con la mayor benignidad, en vez de un examen le solicitó que  explicara ante un grupo de profesores pasajes de su libro [2]. 
              Así como es  dueño de una gran mente filosófica que puede penetrar en el corazón de las  cosas y le permite asir la naturaleza esencial de una escultura, de una  composición musical, de un libro, una persona, e incluso, a veces, -aunque  suene curioso– de un vestido de mujer, Ludwig también tiene un gran corazón, y  eso es lo mejor que puede decirse de un ser humano. Es cierto que una  personalidad tan fuerte no puede acomodarse fácilmente en cualquier comunidad.  De hecho, a Ludwig le fue muy difícil ajustarse, pues desde su más temprana  infancia sufría una tensión casi patológica si se encontraba en un entorno que  no le fuera compatible. ¡Pero qué grandes estímulos proporcionaba cada  conversación con él! Sin duda exigía mucho de sus amigos y de sus hermanos, no  en cuanto a cosas materiales, sino intelectual y emocionalmente, y en términos  de tiempo, sensibilidad y comprensión; pero también es cierto que siempre  estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ellos.                 
               
               
              © de los autores. Rush  RHEES (ed): RECUERDOS DE WITTGENSTEIN. Traducción de Rafael Vargas. Ed. Fondo  de Cultura Económica, (1ª ed. en español, 1989). Reproducción exclusivamente  para uso escolar.
               
               
              NOTAS: 
              [1] Como es sabido uno de sus condiscípulos escolares en Linz fue Adolf  Hitler, existe una fotografía de grupo escolar en que ambos aparecen juntos y  Hitler, sin citarlo, se refiere a Wittgenstein en MI LUCHA en un recuerdo  escolar.  
              [2] En  enero de 1929, poco tiempo después de terminar la construcción de la casa, se  fue a Cambridge y obtuvo el doctorado, obviamente gracias el texto del ‘Tractatus’.  Cuando Wittgenstein entró en el salón para someterse al examen bajo Russell y  Moore, Russell sonrió y dijo: “Nunca en mi vida he sabido de nada tan absurdo”,  y luego los tres hablaron un poco sobre algunas cuestiones filosóficas. 
               
              