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CORRIDAS DE TOROS Y ÉTICA ANIMAL

 

 

Una característica típica de todos los mesiánicos e iluminados que en el mundo son, consiste en desarrollar una retórica grandilocuente para enmascarar una práctica miserable. La retórica del toro cumple a la perfección con ese exceso de palabrería banal que incluso llega a ser ofensiva en su esfuerzo por negar los hechos. El asesinato de los toros en España se justifica básicamente con argumentos elaborados por un filósofo madrileño y de derechas del siglo pasado, José Ortega y Gasset, entre cuyas habilidades merece destacarse la de haberse ofrecido al general Franco como redactor de discursos –ofrecimiento que Franco, sanguinario pero no imbécil, rechazo de plano– y haber suscrito durante la República, manifiestos contra el Estatuto de Catalunya..

Siguiendo la retórica orteguiana, cargada emocionalmente mediante adjetivos ampulosos, la corrida se presenta como un ‘arte noble’ y se pretende identificarla con el coraje, el peligro y la muerte, idealizando el asesinato con una jerga pseudopoética. Se supone (mal) que en la corrida se oponen un hombre y un toro en igualdad de condiciones. Sin embargo la supuesta situación de riesgo está, en realidad, muy falseada. Según los cálculos de Élisabeth Hardouin-Fugier [Histoire de la corrida en Europe du XVIIIè siècle au XXIè siècle, París: Connaissances et savirs, 2005], en el período 1950-2005 en Europa sólo pereció un ‘matador’ por cada 45.000 toros, es decir, una proporción del 0,0022%. No hay, pues, tanto peligro en la fiesta como a veces se dice; y las condiciones en que torero y toro se enfrentan a la muerte están absolutamente manipuladas.

Que el toro de lidia es tratado sádicamente, no lo niega nadie. Incluso los ‘aficionados’ (así se denomina a los cómplices en el asesinato de toros), han denunciado repetidamente que el toro es manipulado por los toreros y por las empresas que organizan las ejecuciones de toros. De los propios taurinos salió ya hace años la denuncia del ‘afeitado’ de los toros, una práctica que consiste en reducir en vivo entre 5 y 15 centímetros de asta del animal en una operación que dura unos veinticinco minutos durante los cuales el animal sufre terriblemente. El objetivo del ‘afeitado’ consiste en lograr que el toro pierda la conciencia de la real extensión de sus cuernos, de manera que cuando embista no logre llegar a su objetivo.

El toro se transporta, además, en un cajón de dos metros cuadrados, en viajes largos de más de veinte horas, muchas veces bajo el sol español, con lo que llega a la plaza deshidratado y flojo. Además se pone vaselina y azul de genciana en los ojos del animal para que tenga problemas si pretende fijar la vista en el torero y pueda ser más fácilmente engañada por el trapo.

No vale la pena entrar en las prácticas sádicas de los ‘picadores’ que penetran al animal con una lanza entre 6 y 8 veces consecutivas para que disminuya el volumen de oxígeno en la sangre del toro. Por eso el toro abre exageradamente la boca: simplemente pretende respirar. La sangre es especialmente roja en el toro porque el picador secciona uno o varios de las diez pares de arterias intercostales que llegan de la aorta.

Las banderillas (tres pares con puntas de 6 centímetros), son arpones que se clavan en el animal para evitar que se desangre a causa de la hemorragia interna causada por el picador; y finalmente, el torero clava una espada de 85 centímetros en la testuz del animal. Por mucho que lo afirme la retórica, la muerte del toro no es ni de frente (realmente, lo mata el ‘puntillero’ con un ‘descabello’ que le secciona el cerebro), ni franca, ni leal, ni rápida.

¿Por qué hay filósofos que ‘defienden’ el espectáculo sádico de la corrida? En primer lugar porque ser filósofo no es necesariamente sinónimo de ser una persona inteligente. En segundo lugar, es significativo que quienes defienden el asesinato de toros en plazas públicas, como Gómez-Pin o los franceses Francis Wolff y Alain Renault, que habla incluso del supuesto «humanismo de la corrida», lo hagan, desde posiciones que intelectualmente derivan del psicoanálisis, una práctica cuya solvencia científica es sencillamente nula. La hipótesis de los asesinos de toros según la cual la corrida «muestra el triunfo del hombre sobre la animalidad», no puede ser tomada en serio. El hombre también es un animal y cuando mata incluso lo es más pues sus funciones intelectivas están paralizadas. En una plaza de toros se enfrentan dos tipos de animalidad: la humana y la no-humana. Por lo demás, la muerte nunca es un triunfo: siempre que hay muerte hay derrota. Considerar que la muerte del toro forma parte de su «naturaleza», es un argumento banal (todo animal muere en uno u otro momento) y, en todo caso, el problema no es la muerte del toro, sino la crueldad con que se le ejecuta.

Desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, el error de quienes justifican el asesinato de toros consiste en confundir la «descripción» (realizada en términos de la pseudopoética fascista de de Ortega y Gasset con la «justificación». Cuando Gómez-Pin, Francis Wolff o Alain Renaud escriben de manera supuestamente filosófica sobre toros, en realidad describen lo que creen ver, en términos más o menos derivados de la jerga psicoanalítica. Entienden lo que ven porque lo observan desde una retórica psicoanalítica y derivada del surrealismo y del pensamiento autoritario de los años 1920-1930, que les ofrece instrumentos descriptivos muy sesgados. Pero en filosofía el hecho (por embellecido que se presente), no crea derecho. La justificación de un acto moral deriva de criterios como la imparcialidad, la universalidad y la objetividad que el asesinato de toros con espada en locales públicos no cumple ni de lejos. No existe argumentación moral consistente para justificar que un animal pueda ser torturado y asesinado con crueldad. Y eso es así, sencillamente, porque el defensor del toreo es incapaz de comprender la implicación de regla moral que nos pide ponernos en el lugar del otro. Si no puedo entender el dolor del otro (sea humano o no-humano) y ponerme en su lugar no puedo juzgar el acto moral. La moralidad exige un punto de empatía. Cosa que el sádico no puede lograr. Por eso el sadismo es un delito y, por ser una muestra de sadismo hay que prohibir las corridas, como en su día se prohibieron las ejecuciones públicas de condenados a muerte.

 

 

 

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