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TOTALITARISMO Y PUREZA

 

 

El trasfondo religioso de las tesis totalitarias se manifiesta de una manera muy especial en la compulsión por la pureza que constituye una de sus mejores bazas retóricas. El totalitarismo no podría triunfar sin disfrazarse como teoría de la pureza, de la limpieza y de la renovación. En la retórica totalitaria la política se niega a reconocer su condición de tal y se enmascara como una especie de ‘misión’ sagrada. Forma parte de su juego contraponer la (supuesta) alta moralidad de los ideales totalitarios a la (real o ficticia) corrupción de la política democrática. Dar por sentado que la política democrática responde a sucios intereses, a parte de suponer (lo que es falso) que las ideas antidemocráticas son desinteresadas y angélicas, permite conectar con el arquetipo católico de la santidad y recuperar en el ámbito político la distinción inquisitorial entre ángeles (rubios) y demonios. El totalitarismo apela retóricamente a la ‘Verdad’ (el verdadero pueblo, los auténticos intereses de los oprimidos) y identifica la política con la mentira y el trapicheo. La democracia, por ejemplo, es siempre ‘falsa’ porque es incapaz de comprender la ‘verdad’ y la ‘pureza’ contenida en la idea pura y perfecta de la clase (o del pueblo).

 

Conviene no olvidar que, según Antoine Vitkine, no menos de doce millones de alemanes poseían un ejemplar de MEIN KAMPF, que compraron o recibieron gratuitamente (el Estado lo ofrecía como regalo de bodas a los recién casados); incluso si la mayoría no lo leyeron la penetración del modelo totalitario en la sociedad fue enorme. [Antoine Vitkine: Mein Kampf. Historia de un libro, Barcelona: Anagrama, p. 148]. Las tesis nazis eran vividas, pues, con una cierta naturalidad al menos hasta los dos últimos años de la guerra. Lo que Hitler se proponía hacer con los judíos era perfectamente conocido por la población, pero según Vitkine: «un estudio realizado por los norteamericanos en 1945 indica que el 70% de los [alemanes] interrogados rechazaba la idea de responsabilidad personal alguna» (p. 157). La pureza, la seguridad emocional que permite el hecho de identificarse con los buenos, es un sentimiento que puede ser explotada de muchas maneras.   

 

Aceptar que los ideales son la ‘cara noble’ (entre muchas comillas) de los intereses resulta incompatible con la actitud supuestamente idealista que reclaman los totalitarismos diversos. Para el totalitarismo el ‘Pueblo’ o la ‘Clase’ posee una esencia, es decir, una realidad inalterada, cuyo alcance no puede comprender la política (que al cabo es puramente estratégica). Tal esencia se identifica también con la expresión ‘destino manifiesto’ o ‘sentido histórico’ (en realidad más bien ‘metahistórico’), entendido como objetivo trascendente de la comunidad en la Tierra. Halagar al pueblo haciéndole sentirse ‘puro’ es una estrategia que funciona perfectamente bajo el totalitarismo. ‘Pureza’, ‘totalidad’ y ‘destino’ son conceptos que funcionan como poderosos fantasmas movilizadores. A la pureza, la totalidad y el destino (de la existencia o de la esencia) deben subordinarse la política totalitaria del día a día. Por eso el totalitarismo no es gradualista sino decisionista. Son las grandes decisiones lo que marca el día a día y lo que convierten a un politicastro en Guía o a un milico gallego en Caudillo de España por la gracia de Dios. Y los caudillos no están para los detalles, que deben ser ejecutados como se ejecuta una tarea en una fábrica. La pureza de la doctrina se encarna en el Amado Líder, cuya vida es una metáfora del supuesto destino manifiesto. En la concepción totalitaria de la política, la estrategia traiciona siempre al ideal, como el cuerpo mancilla el alma (tesis platónica y cristiana fundamental, que siempre ha emocionado a los totalitarios de cualquier ralea). De ahí la obsesión totalitaria con la traición. Son traidores, por definición, todos quienes transigen o quienes, simplemente, no están a tono con la supuesta idea del ‘Pueblo’.

 

El Partido se presenta en la mentalidad totalitaria como una especie de cuerpo viviente (o de encarnación del espíritu) del ‘Pueblo’ (o de la ‘Clase’). En este sentido puede descrito como una especie de Príncipe moderno (Gramsci), porque si la voluntad de Dios se encarnaba en el Rey, la voluntad del Pueblo se encarna en el Partido (y por delegación en el correspondiente ‘Amado Líder’ a quien corresponde una «aclamación gloriosa del pueblo», por decirlo con una expresión de la curiosa TEORÍA DE LA CONSTITUCIÓN de Schmitt).

 

En el totalitarismo el orden teológico se confunde con el orden político; incluso en la organización los comités ejecutivos y los comités centrales se identifican claramente con la estructura de cardenales y obispos del catolicismo, y los congresos del partido único son como sínodos episcopales. En ambos casos la verdad es revelada por el Espíritu Santo y no necesariamente tiene que ver con los hechos o con la experiencia.*

 

Sin embargo al forzar la metáfora religiosa, el totalitarismo muestra que es demasiado ‘moderno’ y no comprende realmente la religión, que siempre ha funcionado por un doble esquema: de una parte en toda religión hay un aspecto sacralizador que pude tener un sentido cívico o político; pero, por la otra, hay un aspecto místico o iniciático que tiene que ver con la construcción del carisma y que es prácticamente imposible de transmitir. El aspecto iniciático es el que siempre acaba por fallar en los sistemas totalitarios, porque los hervores místicos y mesiánicos compaginan mal con la economía y de ahí que el totalitarismo no sólo sea un régimen ineficaz, sino que su propia ineficacia no le importe excesivamente mientras pueda ser cubierta con retórica y no ponga en duda su supervivencia.

 

Cuando Carl Schmitt se refiere a lo «teológico-político»para designar el gobierno totalitario, simplemente está hablando de teocracia y, evidentemente, no tiene nada que ver, ni por asomo, con lo que Spinoza denominó «teología política» que significa todo lo contrario. Para Spinoza, Dios no existe simplemente porque somos todos y no simplemente los autóctonos, o la clase (supuestamente) protagonista de la historia.    

 

En este sentido, como intuyó Schmitt en PARLAMENTARISMO Y DEMOCRACIA (1923) el «mito potente [es el que] reside en lo nacional». Ese es el que logró construir Mussolini porque refuerza el sentimiento de pureza y de autoctonía La nación o clase se identifican con ‘Dios padre’ mientras que el Partido’ es el Hijo unigénito, bienamado y de la misma naturaleza que el Padre. El Partido encarna la autoctonía primordial y por eso mismo el arte que se produce bajo el totalitarismo es siempre ‘típico’ (aunque mejor sería decir ‘tópico’). Simplemente hay que remover la modernidad para encontrar bajo sus cenizas lo supuestamente auténtico y puro que es lo imperecedero.   

 

Sin embargo en su uso cotidiano el discurso de la pureza se niega a sí mismo, no sólo porque a nivel práctico se sitúa fuera del mundo (la pureza tiene como inconveniente que impide la procreación), sino porque supone que la política puede hacerse en el ámbito de lo puramente ideal. La repetición constante del tópico que ‘los políticos’ (como apelativo genérico) son corruptos es un argumento que permite substituir la política por la gestión. Por eso mismo los teóricos no tienen espacio en el gobierno totalitario y su lugar es ocupado por los técnicos… Y es ahí donde la política democrática y la política totalitaria se han encontrado e incluso fusionado y donde empieza la reflexión actual sobre la vigencia del totalitarismo.

 

 

 

NOTA TEOLÓGICA:

 

* En el catolicismo el Espíritu Santo representa la forma trascendente de la historia, por eso mismo en la religión católica no se acepta ninguna doctrina sobre él: el Espíritu sopla donde quiere, como la historia — lo mismo que las decisiones de los congresos comunistas o fascistas.


 

 

 

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