¿Cómo explicar la «crisis de confianza» en las sociedades actuales?

La confianza es el vínculo social básico, pero desde la crisis de 2008 y, mucho más aún desde la pandemia de Covid-19 en 2020 ha llegado a ser incluso banal que cualquier sociólogo o a cualquier opinador dedique su tiempo a perorar sobre «la crisis de confianza social que atraviesan las sociedades contemporáneas». En Europa Occidental cada vez menos gente se acerca a los colegios electorales el día de las elecciones y los matrimonios son cada vez más escasos, mientras crece el número de divorcios. Incluso cuando oímos la palabra “sinceramente…”, lo primero que nos viene a la cabeza es… desconfiar.

La confianza es una función directa del conocimiento y de la solidez de las relaciones sociales entre los miembros de un grupo. El grado de proximidad o de lejanía de los individuos y su participación en proyectos compartidos es esencial en la construcción de confianza, que no es otra cosa, etimológicamente hablando, que una «fe común». Desde pequeños, los niños aprenden a no fiarse de desconocidos y a construir grupos de amigos más o menos cerrados en quienes confiar. De hecho, se les enseña que han de fiarse básicamente de sus padres, de sus profesores y de los familiares más cercanos o de los compañeros de clase. Eso no significa que, incluso en ese nivel, la confianza deba ser absoluta o ciega. Cualquiera es susceptible de traicionarnos y eso lo sabemos desde muy pequeños.

A menos que conozcamos muy bien a una persona, a nadie se le ocurre confiar un secreto – y menos aún, prestar dinero – a alguien que no forme parte de un círculo muy íntimo. De hecho, la confianza es una función de la familiaridad. Cuanto más cercanía y mayor familiaridad, más confianza. En cambio, a mayor desconocimiento, más desconfianza.

La medida de la confianza es la distancia afectiva. Para que exista confianza debe de existir necesariamente un cierto nivel de “familiaridad”, especialmente en las relaciones humanas. Lo lejano es lo extranjero, lo imprevisible, lo indescifrable y, en última instancia, ni siquiera importa. Cuanto más lejos estamos de una persona, o de unas ideas, mayor desconfianza nos producen. Así la muerte de un hijo es un drama brutal de que alguien tal vez no se reponga jamás, pero la muerte de cien personas en un autobús que circula en un país que no conozco es solo una curiosidad o, como mucho, un dato estadístico.

La distancia puede ser afectiva, social, política o cultural. Da lo mismo, porque lo significativo es que cuanto más lejos estamos, menos cosas compartimos y, por lo tanto, más desconfianza se genera. Si no conocemos a los políticos que “nos representan” no nos fiamos de ellos. Y lo mismo puede decirse de la desconfianza ante la inmigración, ante los “expertos”, o ante la pobreza.

Así pues, la confianza exige sociedades estables, y tradiciones consolidadas, donde puedan preverse las respuestas a los problemas y establecerse alianzas sólidas. Pero ese tipo de sociedades y a no existen en la modernidad avanzada. La vida en una tribu, en un pueblo pequeño, en una familia sólida, ya no es lo habitual hoy por hoy. Lo habitual es que ya no vivimos donde trabajamos y que reconstruimos nuestras relaciones sociales y afectivas varias veces a lo largo de nuestras vidas. Cada vez sabemos menos quiénes son nuestros “amigos”, si es que los tenemos, y cada vez la relación se hace más lejana. Las redes sociales están pobladas de individuos semidesconocidos, en quienes no es prudente confiar porque nuestros vínculos comunes son mínimos.

Al romperse el esquema tradicional de las relaciones humanas, no disponemos de mecanismos de confianza. Si a eso se añade la mercantilización de la vida – y el hecho de que solo el mercado legitima las relaciones de poder – lo que resulta es el encierro de cada cual en sí mismo.

Al mismo tiempo, la confianza ha de ser necesariamente “mutua”. Pertenecer a una familia, a una religión, a un partido político, etc., implica que puedo esperar que los otros tengan hacia mí el mismo trato que yo tengo hacia ellos. Pero es claro que en las sociedades postindustriales la jerarquía y las diferencias de renta entre los individuos no paran de aumentar. Cada vez más brechas se añaden a la tradicional distinción entre “ricos” y “pobres”. La brecha en el uso de las tecnologías, la brecha de género, etc., aumenta en todas partes.  Incluso en los partidos políticos, los militantes cada vez tienen menos poder dentro de las organizaciones. El grito de “no nos representan” es especialmente significativo.

 

 

 

 

© Ramon Alcoberro Pericay