¿EL OCCIDENTE EN CRISIS DE CIVILIZACIÓN?

Ramon ALCOBERRO

 

   Por lo menos desde el siglo XVI y hasta hace bien poco, Europa y América del Norte dominaron la Tierra y exportaron la «cultura occidental» (y si se prefiere «judeocristiana»)  al mundo entero. La idea de progreso, el liberalismo político, la tecnociencia y los derechos humanos son algunas de las aportaciones surgidas en Occidente pero que, hoy por hoy, ya no son “occidentales” más que por su origen, y marcan hitos definitivos en la historia humana. Pero en las primeras décadas del siglo XXI, una ola de pesimismo sobre el futuro de Occidente recorre Europa (y la América de Trump). El pesimismo, además, es compartido tanto por las elites intelectuales como por las clases populares y tiene una traducción electoral creciente.

   Europa y Estados Unidos se sienten cada vez más amenazados por olas masivas de inmigrantes, por la irrupción del Islam (que aporta sus propias ideas y costumbres sin integrarse) y por la baja tasa de natalidad autóctona. También la geopolítica global juega contra Occidente. En 2000, el PIB de los Estados Unidos era ocho veces mayor que el de China; hoy (2016) sólo lo es dos veces. Quienes temen la decadencia no lo hacen porque sí.

   Hace más de 200 años Edward Gibbon estudió las causas de la decadencia del imperio  romano y estableció un catálogo que todavía tiene validez en los análisis conservadores de la crisis de Occidente. Roma se habría hundido, según Gibbon, entre otras cosas, por un amor desmedido del lujo, por  una creciente distancia entre ricos y pobres, por una obsesión por el sexo y por una crecente voluntad de vivir a costa del Estado y de las subvenciones. Si se pregunta a las clases medias europeas fácilmente se ve que el diagnóstico sigue resultando significativo hoy. Mucha gente, que no sabe nada sobre ni sobre Gibbon ni sobre Roma estaría intuitivamente de acuerdo con su diagnóstico trasladado al presente.

   Lo significativo en el diagnóstico de Gibbon es que estableció que las civilizaciones no se hunden por causa de las invasiones extranjeras, sino por sus propios problemas internos y por el descontento de las clases populares que dejan de creer en los valores y en las instituciones tradicionales y no sienten la necesidad de defenderlos en absoluto. Hoy la baja calidad de la educación, la corrupción de las instituciones políticas, el debilitamiento de la tradición (que la tecnociencia ha hecho inviable), la crisis de la familia como institución, etc., son rasgos evidentes de Occidente por mucho que, curiosamente, algunos universitarios se empeñen en minimizar su efecto. Es muy característico de los universitarios que siempre sean los últimos en ver lo obvio en los cambios sociales. El único intelectual alemán que previó a Hitler fue Karl Kraus (que no estaba en la Universidad). Incluso Thomas Mann (que tampoco lo estaba), tardó en darse cuenta de lo que se avecinaba. Lo mismo sucedió con la caída de la URSS que no anticipó ninguno de los miembros de las diversas sociedades académicas de Estados Unidos ni de Europa Occidental. Ahora mismo muy poca gente es consciente de las consecuencias que puede tener el bajo nivel de la educación en Europa y en Estados Unidos. La ceguera de las instituciones sigue siendo un fenómeno común en todas partes del mundo.

   Cuando las instituciones políticas son percibidas como parasitarias por la ciudadanía, es ocioso suponer que la ciudadanía hará algo por defenderlas. Y eso está sucediendo ya en Europa cuando se desmantela impúdicamente el Estado del bienestar y, a la vez, aumentan impúdicamente los beneficios de la banca. El conservador Samuel Huntington escribió que «Una civilización que no es capaz de  defenderse por falta de voluntad abre la puerta a los invasores bárbaros.» (The Clash of Civilizations, p. 303). La frase revela un punto de ingenuidad y de demagogia. Pero no es necesariamente falsa si se lee la historia; y para mucha gente describe lo que (nos) está sucediendo.

   Occidente, y muy especialmente la clase obrera (o lo que queda de ella) y los profesionales urbanos de la clase media, hoy sienten miedo. Es un miedo difuso que proviene tanto del interior como del exterior. Es un miedo al cambio climático y al paro estructural, a la inmigración y a la sharia musulmana, a la pésima educación secundaria y al hundimiento del sistema de salud y de pensiones para los mayores. Es un miedo crecientemente estructural y sin el que no se puede entender el hundimiento de la socialdemocracia y del pensamiento progresista. Que en Europa durante la próxima generación pueda llegar a establecerse por métodos democráticos  el Califato y la ley islámica no es ninguna exageración. No lo es por una pura cuestión demográfica y por la crisis generalizada del sistema educativo. No lo es, tampoco, por la ceguera multiculturalista y por la ignorancia de la historia que sufren las élites.

   El control de la geopolítica mundial que durante los siglos XIX y XX ejercieron Gran Bretaña y los Estados Unidos es un recuerdo del pasado. Ahora mismo China y el Asia-Pacífico (“Chindia”) son ya el centro del comercio mundial y China ejerce sin complejos su imperialismo en África. Ciertamente hay síntomas de cansancio en Occidente y de hundimiento de los sistemas de valores que constituyeron el ideal liberal. Los viejos liberales se indignarían si supiesen que hoy el neoliberalismo se ha reducido a un sistema de dominación económica monopolista. Y el cristianismo es ya una religión de escépticos, cada vez más sincrética. También es verdad que Occidente ha dejado de ser un espacio geográfico y que sus valores (la ilustración, el universalismo moral, la ciencia y los derechos humanos) son hoy compartidos por mucha gente en todas partes del mundo.

   Corresponde a Norbert Elias (y a Walter Benjamin) el mérito de haber mostrado que civilización y barbarie no son conceptos antagónicos en absoluto. Elias hizo referencia a la posibilidad de que se produjera una «ruptura» (breakdown) de la civilización y no un «hundimiento» completo (collapse). Pero desgraciadamente esa línea de reflexión no ha sido continuada posteriormente. No profundizar en esa posibilidad ha sido un grave error del pensamiento progresista en Occidente. Está por ver si ese error tiene remedio.

 

 

CIVILITZACIÓ

© Ramon Alcoberro Pericay