ORWELL Y EL TOTALITARISMO

 Pepe Guitiérrez Álvarez

La preocupación de Orwell por el totalitarismo se intensificó al final de la II Guerra Mundial. En una carta escrita en 1943 decía que el desarrollo del totalitarismo y del culto al máximo jefe puede prolongarse a pesar de una victoria contra el Eje. Veía el síntoma de esa nueva enfermedad más allá del nazifascismo e incluso del estalinismo que lo había llevado, de distinta manera y con diferentes contenidos, hasta sus últimas consecuencias. Era una tendencia general que se manifestaba por el expolio de las colonias, el agotamiento de las fuerzas productivas, la creciente autonomía de los poderes ejecutivos de Estados cada vez más fuertes, el desarrollo de las formas de control policíaco sobre los ciudadanos, la burocratización de los partidos y sindicatos, las claudicaciones de una inteligentzia que ocultaba su conservadurismo apoyando la conciliación social y a la “revolución” justo cuando esta había dejado de ser peligrosa. El fracaso de una revolución que había soñado despierto durante los años de la guerra.

 Orwell interioriza, con esa sensibilidad hacia los signos del auge totalitario –término que entendía en un sentido mucho más amplio que el puramente antiestalinista y, no digamos, anticomunista–, los problemas de su aislamiento político. Se encontraba solo, frente a la clase dominante y contra los aparatos organizados de la clase obrera, y tuvo que mantener un tremendo equilibrio.

Tampoco quiso estar con los que sostenían una lucha abierta, en un doble frente, con las minorías revolucionarias. Estaba impedido de toda voluntad colectiva y de una reflexión que no fuera la individual; pero a pesar de todo no es difícil encontrar alguna de las huellas de dos corrientes socialistas que se remitían a dos tradiciones distintas, la de Marx, Lenin, Rosa Luxemburgo, Trotsky, por un lado, y la de Bakunin, Kropotkin, Malatesta, etc, por otro. Anotemos que al final de su vida, Trotsky no descartaba que en ausencia de una revolución socialista en algunos países –un factor que en su opinión había sido el principal generador del fascismo y del estalinismo– la humanidad entrar en un impasse y conociera una terrible vuelta a la barbarie. De hecho, tal pronóstico se ha cumplido, aunque sea parcialmente, ya que nunca la barbarie había llegado a amenazar la propia vida en el planeta como en la actualidad.

El socialismo de Orwell aparecía ahora cubierto por la inquietud y la zozobra más intensas. En enero de 1946, aprovechando la oportunidad de comentar una serie de libros socialistas en un amplio artículo publicado en el Manchester Evening News, se preguntaba qué había ocurrido con la vieja idea de la “fraternidad humana”, que significaba, entre otras cosas, la abolición de “la guerra, el crimen, las enfermedades, la pobreza y el agotamiento laboral” y que había sido abandonada en pro de una sociedad de castas de “un género nuevo en el cual debemos de abdicar de nuestros derechos individuales por la seguridad económica”, o sea, por un socialismo tal como él veía en la Rusia soviética y frente al cual no parecía contar con ninguna alternativa tras su fiasco con los laboristas. Los socialistas, decía, “no están obligados a pensar que se puede llegar a una sociedad humana perfecta” (este es el sueño perdido de las utopías primitivas); se trataba, simplemente, de lograr una sociedad mejor, en la que “lo esencial de los males cometidos por los hombres resulte de los efectos corruptores de la injusticia y la desigualdad”. Pensaba, al igual que los laboristas de izquierdas como R. H. Tawney, que la base del socialismo solo podía ser el humanismo que aunque era compatible no podía compartir con éste la idea del ser humano como criatura caída (sin embargo tanto en Rebelión en la granja como en 1984 existe una caída después de algo que había suscitado tanta esperanza).

En la lucha entablada entre el maquiavelismo burgués, la burocracia estalinista y la utopía revolucionaria, Orwell no tenía ninguna duda, era la utopía lo que impulsa el progreso. (…) Paradójicamente Orwell sentía al mismo tiempo una gran desconfianza por las “minorías proféticas”. Así se evidenciaba de sus continuos comentarios descalificatorios hacia los grupos trotskistas y anarquistas, y no asumía plenamente las posibilidades de una renovación del socialismo por el simple hecho de que contemplaba la realidad inmediata y el porvenir como situaciones bloqueadas por aparatos dominadores cuya única función es la de mantenerse en el poder por la mera atracción que ejerce éste. De ahí que, al contrario de un Jack London, uno de los grandes antecesores de 1984 con su apasionante alegato contra la aristocracia obrera y la oligarquía financiera, El talón de hierro, Orwell no veía la luz al final de su pasillo oscuro y milenario. El pesimismo le jugó una mala pasada y el ferviente utópico escribió la más tremenda antiutopía de la historia.

 

Fragmento de La Cuestión Orwell de Pepe GUTIÉRREZ-ÁLVAREZ. Editorial Sepha, Málaga, 2008; p. 142 i ss.

 

 

© Ramon Alcoberro Pericay