SADE Y LA RELIGIÓN

¿Ateísmo o solo blasfemia en Sade? Educado por los jesuitas, a Sade le quedó toda su vida una obsesión morbosa por la idea misma de la confesión, que presupone que en el interior del hombre arraiga el pecado (sin redención) y la necesidad de rebuscar en la propia conciencia la fuente de la maldad.

Sade considera sinónimos los conceptos de religión, superstición y ciencia y no es especialmente original cuando ha habla sobre este tema. Según sus editores numerosas veces toma prestados textos de D’Holbach sin entrecomillarlos y consta que tanto a él como a Diderot, les había leído bastante. Según parece se sabía la Biblia de memoria, algo nada extraño en un buen pupilo de los jesuitas y también debió leer el Tratado de los tres impostores ese extraño texto que entre los siglos XIII y XVIII había ido corriendo bajo mano

Hay incluso un punto de provocación aristocrática en su ateísmo —en el XVIII el ateísmo era una posición claramente aristocrática, que Robespierre censuraba por elitista— Por lo demás la blasfemia era como un hábito en Sade que pocos meses después de su matrimonio pasó quince días en la cárcel de Vincennes por la denuncia de una prostituta a quien habría dicho que Dios no existe y que se había hecho una paja en un cáliz.

La blasfemia, como ha señalado Jean-Baptiste Jeangène Vilmer en un libro de obligada referencia (La religión de Sade, 2008), no parece dirigirse tanto a Dios —que le resulta indiferente— como a los creyentes que considera simplemente unos estúpidos que se autoengañan o que usan el espantajo divino para dar miedo. Dios es únicamente una palabra que sirve de cobertura a la hipocresía y a la tiranía.

Como tantos otros ateos del XVIII, Sade identifica la imagen de Dios con la de un ciego. Dios es ciego porque no ve el dolor del mundo. Otra imagen poderosa es la de Dios como un padre castigador y enfurecido que actúa como una especie de superego moral antes de Freud. En la mejor tradición libertina, Dios no existe, pero si existiese sería un ser malvado que se refocila en el dolor humano. Así que mejor que no exista.

Con todo, su propia esposa le hace notar en una carta (20 agosto 1787) que “la satisfacción que se siente cuando se insulta a un ser demuestra su existencia.” Situar la cuestión de la existencia de Dios en el nivel de la voluntad no aclara nada en absoluto.

En todo caso, para Sade la religión es orden y él optaba por la transgresión. La necesidad de la transgresión es mucho más brutal cuanto más represiva se ve la religión – y el propio concepto de pecado es un espolón para la transgresión.

Poco original conceptualmente, su argumentación sobre el tema de Dios recupera el Tratado de los tres impostores y las ideas de d’Holbach que según sus biógrafos se sabía de memoria.

Hace, como todos los libertinos, una doble afirmación: Dios no existe, pero si existiera sería un ser malvado cuyos servidores están al servicio del mal.

Según su Historia de Juliette:

«Es en el mal que Dios ha creado el mundo, es por el mal que lo mantiene, es por el mal que el mundo se perpetúa, la criatura debe existir impregnada de mal y devuelve al mal después de su existencia.»

Siguiendo el Tratado de los tres impostores, en su opúsculo Franceses, Otro esfuerzo todavía si queréis ser republicanos escribe Sade: «Licurgo, Numa, Moisés, Jesucristo, Mahoma ... todos estos grandes canallas, todos estos grandes déspotas, supieron ligar sus divinidades inventadas con sus inmensas ambiciones.» Parece que Sade fue el primero en acuñar la expresión «opio del pueblo» y es obvio que para él los creyentes son seres alienados. Matar a todos los sacerdotes sería lo único que permitiría abolir la  religión como una hidra que hay que extirpar cortándole la cabeza.

 

 

 

 

 

 

 

 

© Ramon Alcoberro Pericay