UNA InTRODUCCiÓN

Ramon ALCOBERRO

   Stuart Hall nació en Kingston (Jamaica) en 1932 en «una brown family [familia criolla] que despreciaba los negros y me hacía muy infeliz», como él mismo dijo en una conversación con Miguel Mellino. Los recuerdos que nos ha transmitido de su familia, y especialmente de su madre, resultan incluso sombríos Eran de clase más o menos privilegiada; provincianos, despolitizados y obsesionados en “parecer” británica e identificarse con la metrópoli: incluso una de sus hermanas llegó a ser encerrada en un psiquiátrico por haberse enamorado de un “negro” (es decir, de alguien más negro que ella). «Desde siempre –explicaba– tuve una relación problemática con mi formación intelectual y mi cultura». «No soy y nunca será ‘inglés’. Conozco íntimamente los dos lugares, pero no soy completamente de ninguno».

   Sin embargo, Hall recordaba que descubrió relativamente tarde su condición racial: «Durante mi niñez y adolescencia en Kingston, durante los años cuarenta y cincuenta, estaba rodeado por los signos, la música y los ritmos de esa África de la diáspora, que solo existían como un resultado de una larga y discontinua serie de transformaciones. Pero, aunque casi todos los que estaban a mí alrededor eran de color moreno o negro (¡África “habla”!), nunca oí a una sola persona que  se aplicara a sí misma, a los demás o a sus ancestros el término “africano”. Fue sólo en los años setenta que esta identidad afrocaribeña empezó a estar históricamente disponible para la gran mayoría de la gente de Jamaica, tanto en su patria como en el exterior. En este momento histórico, los jamaicanos se descubrieron como “negros”, al mismo tiempo que se descubrieron como hijos e hijas de la “esclavitud”.» (Identidad cultural y diáspora. - Stuart Hall: Sin Garantías. Universidad Andina Simón Bolívar y otros, 2010; p.356 -muchos de los textos citados aquí provienen de esa antología.)

   Él mismo escribió también que esa condición de caribeño “diaspórico” le marcó en profundidad tanto personalmente como en su trayectoria intelectual: («de hecho no solo es mi trabajo sobre la diáspora negra sino todo mi trabajo, en los estudios culturales el realizado a través del prisma del Caribe (…) los estudios culturales fueron provocados por mí, tratando de pensar en la cultura del Caribe»).  Estudió en el Merton College de Oxford a partir de 1951 gracias a una beca y a los nuevos aires que traía consigo la descolonización («Mientras los británicos de pura cepa arriaban la bandera, nos subimos al barco bananero y navegamos sin pausas con rumbo directo a Londres»;) y muy pronto fue fundador y redactor de la revista del marxismo universitario británico: la New Left Review. Desde 1968 dirigió el Centre for Contemporary Cultural Studies en la universidad Birmingham, dedicado a los análisis sociales sobre temas que hasta entonces se habían considerado secundarios o subordinados (desde la cultura de masas hasta los estudios de género) y en 1979 inició la docencia en la Open University (educación a distancia), tema en  que fue también un precursor.

   Si su obra no es muy conocida por el público es porque básicamente escribió artículos académicos que se han recogido tras su muerte y porque sus intervenciones políticas fueron básicamente de carácter local en Gran Bretaña, en defensa del multiculturalismo y, especialmente como crítico de Margaret Thatcher, a quien definió como representante del «populismo autoritario», enfrentado al “estatismo” socialdemócrata (con todas las comillas que sean necesarias). De hecho su renombre internacional como sociólogo proviene tanto de sus trabajos en el ámbito de los cultural studies, de los que fue iniciador, como de haber sido el creador, en The Great Moving Right Show (1978) del término “thatcherismo”. Hall entendió el “thatcherismo” como un cambio radical en el pensamiento conservador, como un movimiento de largo alcance que iba a cambiar la política no solo británica sino mundial porque era capaz de usar el lenguaje de la gente al servicio de un nuevo bloque histórico, mezclado conceptos como “familia”, “nación” “deber”, “normas” o “tradición” con un neoliberalismo que, en realidad, barría las ideas tradicionales e instauraba una sociedad nueva, ultracompetitiva, basada en el egoísmo y el antiestatismo.

 En el mundo académico británico, de por sí muy conservador, Hall fue una rara avis cuyo uso de la teoría es más bien estratégico: lo que le interesaba era «la cultura global de los medios masivos» y comprender las formas de poder, o más bien la «articulación», concepto recurrente en su obra, que se establece entre cultura y poder. La cultura hace inteligible el mundo para quienes la comparten al hacer coincidir el orden simbólico con el orden social. Entender esa articulación, que actúa de forma homogeneizadora, es imprescindible para transformar la sociedad; y ese es un diálogo del que en la obra de Hall formaban parte el estructuralismo althusseriano junto a las tesis gramscianas sobre la hegemonía. Para Hall, la cultura popular aunque aparezca como «mercantilizada y estereotipada» es también «un terreno profundamente místico. El teatro de los deseos populares, el tablado de las fantasías populares» (¿Qué es lo negro en la cultura popular negra?) Aunque su propia biografía académica es un buen ejemplo del éxito del programa socialdemócrata, cuando la izquierda acepta trabajar en el marco reformista, Hall entendió muy pronto la importancia de todo un mundo cultural que no estaba, por aquel entonces, representado en la universidad. Gramsci y la cultura de masas, junto a la revolución sexual, los estudios de género y la música rock son el ámbito de los cultural studies, pero sin que eso signifique que abraza, para nada una concepción binaria de la cultura en términos de identidad y alteridad. No hay un “afuera” y un “adentro” excluyentes en la cultura sino coyunturas, dislocaciones, heterogeneidades y préstamos que tienen una traducción política.

Hall fue un académico-crítico-social-neo-post-marxista-negro-británico; y podríamos alargar la descripción de su peculiar trayectoria con muchas otras barras (-) sin posiblemente agotarla. Como dijo de sí mismo: «He tratado, en consecuencia, de describir nuevas formas de economía global y de poder cultural que, aparentemente, resultan ser paradójicas: multinacionales pero, a la vez, desconcentradas. Esto tal vez sea un poco difícil de comprender, pero pienso que es hacia lo que inevitablemente vamos: no ya a la unidad de una empresa sino hacia nuevas formas de organización socioeconómicas cada vez más descentralizadas» (Lo local y lo global: globalización y etnicidad, 1991). Es muy conocida su famosa frase: «A mí no me interesa la teoría. Estoy interesado en teorizar», con la que quiere decir que los estudios culturales han de estar «abiertos a influencias externas, por ejemplo al ascenso de los nuevos movimientos sociales, al psicoanálisis, al feminismo, a las diferencias culturales.» (Sobre postmodernismo y articulación).

La cultura en todo caso para él fue siempre intervención política. «El sentido no es inherente a las cosas en el mundo –escribe Hall–. Es construido, producido. Es el resultado de una práctica significante: una práctica que produce sentido, que hace que las cosas signifiquen» (El Trabajo de la representación. - Stuart Hall: Sin Garantías. Universidad Andina Simón Bolívar y otros, 2010; p.453). La significación no solo produce efectos políticos, sino que es política en ella misma. En un texto sobre Althusser de 1985 escribió: «El objetivo de una práctica política ‘informada’ teóricamente, seguramente es el de producir o construir una articulación entre, por una parte, las fuerzas económicas y sociales y, por otra, las formas políticas e ideológicas que pueden conducirlas en la práctica a intervenir en la historia de forma progresista –articulación que debe ser construida a través de una práctica precisamente porque nada en principio la garantiza por la manera como en principio están constituidas estas fuerzas.» Para Hall la política no es solo un lenguaje, sino una tensión- y esta tensión se manifiesta de una manera muy clara en la cultura. Como dijo él mismo: «Quizá el aspecto más difícil de una teoría materialista este constituido por “cómo” pensar la relación entre la producción material y social y el resto de una formación social desarrollada.» (La cultura, los medios de comunicación y el “efecto ideológico”).

Sin embargo, Hall, siendo una figura pública en Gran Bretaña, no fue un intelectual orgánico, en el sentido de no haber sido el portavoz ni el ideólogo de ningún partido. Consideraba que el laborismo británico había cado en el error de trabajar desde los mismos presupuestos políticos que el conservadurismo thatcherista y que se había equivocado, además, porque «enfoca el multiculturalismo desde el punto de vista filantrópico», como simple tolerancia con la diferencia. Aunque Hall participó en algunas comisiones gubernamentales para el estudio del multiculturalismo, sus ideas raramente influyeron más allá de los círculos de oposición política. De hecho el partido laborista lo consideraba un izquierdista y por otra parte la izquierda marxista británica siempre ha sido muy intelectualizada, minoritaria, elitista y poco efectiva en la práctica; pero siempre se autoconsideró un intelectual transformador desde los márgenes. Un poco cínicamente se podría considerar la misma trayectoria académica de Hall como un éxito de la edad de oro del laborismo inglés. Su interés precisamente por conectar cultura de masas, transformación social y crítica del poder puede explicarse biográficamente pero va más allá. Obviamente era un intelectual, negro, jamaicano, que llegó a Oxford con una beca en 1952 y fue testigo presencial del éxito y de la posterior bancarrota del laborismo inglés a manos del neoliberalismo. Pero su metodología va mucho más allá de lo que fue su biografía. Y su concepción de lo diaspórico no tiene nada de nostálgico.

Tampoco aceptó nunca que lo postcolonial pudiese identificarse con algo así como el fin del colonialismo. Más bien al contrario, tras del colonialismo, y modulado por él, lo colonial continúa existiendo en las mentalidades y en la cultura aunque aparezca en una nueva configuración: «Lo “postcolonial” no designa una simple sucesión cronológica, un antes y un después. La mudanza de los tiempos coloniales hacia los postcoloniales no implica que los problemas del colonialismo se hayan resuelto o que hayan sido reemplazados por una época libre de conflictos. Más bien lo “postcolonial” marca el paso de una configuración de fuerzas a otra (…) Los problemas de la dependencia, el subdesarrollo y la marginación, típicos del período “alto” colonial, persisten en los tiempos postcoloniales. Sin embargo, estos problemas se retoman con una nueva configuración. Antes se articulaban como relaciones desiguales de poder y explotación entre las sociedades colonizadas y las colonizadoras. Ahora son nuevamente puestas en escena y desplegadas como luchas entre fuerzas sociales indígenas, como contradicciones internas y fuentes de desestabilización dentro de la sociedad descolonizada, o entre ellas y el sistema mundial más amplio.» (Diasporas, or the logics of cultural translation; 2000).

Quien ha emprendido una inmigración como la suya ya nunca más volverá, por ejemplo, a “ser” caribeño, porque la inmigración cambia para siempre la visión del mundo del inmigrante y “ya no podremos volver a casa, a una supuesta condición originaria”. La identidad mestiza, híbrida si se quiere describir así, es la propia inevitablemente de las sociedades complejas; y por eso la negociación y la traducción de la propia identidad se convierten en problemas políticos significativos. Diáspora es equivalente a diseminación, a traducción o hibridación. Conceptos binarios de identidad (nosotros/los otros) han dejado de resultar significativos.

Dos aspectos en particular del pensamiento de Hall merecen ser incorporados a cualquier teoría sobre la cultura posterior a la suya: (1) el acento en el significado político de las formas culturales y (2) la afirmación de la importancia de la identidad (la etnicidad) como proceso discursivo. Este último punto se ha revelado crucial para entender las luchas políticas de los primeros años del siglo XXI. En palabras de Hall: «Con “etnicidad” nos referimos al extraordinario retorno a la agenda política de todos esos puntos de apego que dan al individuo un sentido de “lugar” y de posición en el mundo, referidos  ya sea a comunidades particulares, localidades, territorios, lenguajes, religiones y culturas.» (El significado de los nuevos tiempos).

Borrados los rasgos más obvios del antiguo proletariado (supuestamente) internacionalista, cado vez se han hecho más importantes una serie de temas que el véteromarxismo había menospreciado como la identidad sexual, el género, la raza, la lengua materna o la nacionalidad (especialmente si se intentado colonizar o hacerla desaparecer a través de su negación desde la escuela y desde los media). El determinismo económico no pude explicar la diversidad de las opciones culturales, ni la fuerza política de los estereotipos, ni la pervivencia y la mutación de las tradiciones. Con la inmigración masiva en Gran Bretaña: «dada la relativización de las grandes identidades estables que han permitido que sepamos quiénes somos, es la historia la que está cambiando. La historia cambia nuestro concepto de nosotros mismos.» (Etnicidad: identidad y diferencia).

Hall dijo siempre simpatizar «con la afirmación de que las identidades modernas están siendo “descentradas”; esto es, dislocadas o fragmentadas» (La cuestión de la identidad cultural); pero esa tesis es una herramienta que en manos de la sociedad postmoderna actúa de forma muy eficaz para evitar las transformaciones sociales. Es necesario, por eso mismo, recuperar las «historias ocultas» de quienes han vivido históricamente como subordinados: «Me refiero a las historias ocultas que la mayoría jamás ha escuchado, la historia sin la mayoría protagonizando la historia, la historia como un evento de minorías. No se puede descubrir, ni siquiera discutir, los movimientos de los negros, los movimientos por los derechos civiles, y las políticas culturales de los negros en el mundo moderno dejando de lado la noción de redescubrimiento del origen, del retorno a algún tipo de raíces, la narración de un pasado que, previamente, carecía de un lenguaje propio. El intento de acceder, mediante estas historias ocultas a un lugar en función del cual uno pueda pararse, y hablar desde una perspectiva propia, es un momento extraordinariamente importante. Es un momento que siempre tiende a ser pasado por alto, un momento que es marginalizado por las fuerzas dominantes de la globalización.» (Lo global y lo local: globalización y etnicidad). Esas historias ocultas acaban, además por transformar la historia de la metrópoli y hacen inviables proyectos políticos de tipo conservador que pretenden restaurar las viejas glorias fenecidas. «Pero en este mismo momento de intento de restablecer simbólicamente las grandes identidades inglesas, que han manejado y dominado el mundo durante tres o cuatro siglos, “otra” gente británica llegó a la casa misma de la sociedad británica. Es gente que viene de Jamaica, Pakistán, Bangladesh, India… toda esa parte del mundo colonial de la cual los británicos, apenas en los años cincuenta, decidieron que podían prescindir. Justo en el preciso momento en que decidieron que podían prescindir de nosotros, todos tomamos el barco que transportaba plátano y vinimos directo a casa. Aparecimos diciendo: “Ustedes dijeron que ésta era la madre patria. Bien, acabamos de llegar a casa”. Ahora somos un recordatorio permanente de las historias olvidadas, suprimidas y escondidas.» (Etnicidad: identidad y diferencia).

La economía es necesaria pero insuficiente para explicar esa complejidad narrativa complejidad de lo real. Hall entendió que tras el triunfo del Estado del Bienestar, aunque para las clases populares los problemas económicos no se habían esfumado (ni mucho menos), la identidad cultural iba a ser un tema central y la cultura de masas configuraría el mundo mental de los oprimidos –y a la larga del conjunto de la sociedad. La cultura no es arqueología o herencia estable sino producción de identidades; por eso mismo, en una sociedad postsocialdemócrata que asegura unos mínimos vitales de subsistencia y que, por tanto, diluye la lucha económica, lo cultural (y específicamente los cambios culturales de las sociedades de masas) se iban a convertir en el punto básico del debate político. La cultura en la perspectiva de los cultural studies consiste en “rutas” en lugar de “raíces”. Tiene tanto de descripción como de intervención. En su opinión: «la cultura no es algo que se queda quieto, que no se mueve, que es intrínseca –nacida en el interior de cada uno de nosotros, que nunca va a cambiar, ya sabes, no podemos ser otra cosa, etc. La cultura se produce con cada generación, reproducimos nuestras propias identidades en el futuro, en lugar de heredarlas simplemente del pasado». Conceptos como “diáspora” o “hibridación” pueden decirnos mucho más sobre la condición del hombre moderno que su misma situación económica.

Walter Benjamín ya había preguntado (y aunque posiblemente Hall no lo sabía, él retomó la pregunta): « ¿qué valor tiene la cultura cuando la experiencia no nos conecta a ella?» Nuestra experiencia ya no es la de la tradición, ni la de las sociedades cerradas, ni la del mundo religioso dogmático. No hay identidades “erráticas” contrapuestas a otras “correctas” y permanentes. La identidad se hace y se deshace conforme los sujetos se transforman. Eso se ha puesto de manifiesto, muy especialmente, en la cultura de masas. No es pertinente una condena “moral” (moralista) a la cultura de masas sin una comprensión del papel que juegan los nuevos media sociales y los nuevos consumos culturales (por aquel entonces se empezaba a vislumbrar el poder la televisión) en la configuración de las mentalidades, especialmente en el ámbito de los subalternos, ajenos a los mecanismos centrales del poder. Los problemas de reconocimiento (de las minorías étnicas, sexuales o culturales) no pueden separarse de los problemas de redistribución a los que tradicionalmente ha atendido el socialismo, porque la (in)justicia se expresa de ambas maneras inseparablemente. Las políticas de reconocimiento que fortalecen la identidad de un grupo son también herramientas para transformar la economía y para transformar el poder en sus múltiples ámbitos.

En 1964 Richard Hoggart (autor de un libro importante en su momento: La cultura del pobre (1957) – trad. esp.: La cultura obrera en la sociedad de masas; México: Griijalbo, 1990), propuso a Hall trasladarse a la universidad de Birmingham para ocupar un puesto como investigador y secundarle en el Center for Contemporary Cultural Studies (CCCS) que acababa de fundarse. Hall aceptó y desde ese núcleo se desarrollaron los estudios culturales. Hoggart reconocía la existencia de una cultura obrera, tan híbrida y ambivalente como se quiera, pero consideraba que lo importante de esa cultura eran sus usos, difundidos a través de los medios de comunicación. Ese “giro cultural” en los estudios sociales es importante porque está atento a la peculiar explosión de subculturas en Gran Bretaña a partir de los primeros años sesenta del pasado siglo. Mods, punks o rastafaris no pueden ser considerados puras modas anecdóticas. Expresan modalidades de lo que Umberto Eco denominó alguna vez «guerrilla semiótica». Hall se convirtió en director interino del CCCS en 1968, para ser después director entre 1971 y 1978. El centro daba a sus estudiantes una gran autonomía para decidir sobre sus investigaciones y muy pronto la etiqueta «Escuela de Birmingham» se convirtió en una etiqueta que designaba un enfoque claramente político de la cultura y los doctorandos trabajaban sobre temas muchas veces inéditos. Los trabajos del grupo de investigación sobre teoría feminista, por ejemplo, como los del grupo sobre raza y política (creado en 1979), fueron especialmente significativos en su momento.

Hall es un crítico del reduccionismo economicista marxista; no acepta la tesis (muy reduccionista) que sitúa la cultura como superestructura ideológica, como algo que depende arquitectónicamente de la infraestructura económica. Los intereses de clase no se construyen solo desde la economía. Situarla como un elemento determinante de una sociedad no debiera hacernos olvidar que ésta no es la única dimensión humana. Al proponer que la economía no es lo único significativo en una sociedad, Hall entiende que se sitúa en la tradición de Gramsci, que identificaba el economicismo como un «infantilismo primitivo». Por eso propuso usar el concepto de «articulación», que considera contingente la relación entre las diversas instancias (económica, política, ideológica…) de una formación social. Pero hace un paso más: asume que hoy hay nuevos protagonistas en la historia. Sucede que: «En nuestro mundo, de una manera paradójica, la marginalidad se ha convertido en un espacio poderoso. Se trata de un espacio débil, pero es, al fin y al cabo, un espacio de poder (…) Surgen así nuevos sujetos, nuevos géneros, nuevas etnicidades, nuevas regiones y nuevas comunidades, todos previamente excluidos de las formas mayoritarias de representación cultural, imposibilitados de situarse a sí mismos excepto como sujetos descentrados y subalternos: todos ellos han adquirido por primera vez, mediante la lucha –y a veces de maneras muy marginales– los medios para hablar por sí mismos. Y los discursos del poder en nuestra sociedad, los discursos de los regímenes dominantes, han sido amenazados, ciertamente, por ese crecimiento del poder cultural descentrado, que viene desde lo marginal y lo local.» (Lo local y lo global: globalización y etnicidad).

 Multitud de cuestiones que no son estrictamente económicas (desde el género hasta la religión) construyen de manera compleja, y muchas veces contradictoria, las posiciones sociales e ideológicas de los diversos sujetos. Conceptos clásicos del viejo marxismo como infraestructura y supraestructura son simples nociones descriptivas. En ese sentido el concepto althusseriano de «sobredeterminación» le permite abandonar el mecanicismo. Para Althusser sobredeterminación significa que no hay una causa única. La sobredeterminación tiene un efecto estructurante que permite articular los diversos niveles de una manera creativa, cada uno con su diferente nivel de efectividad. Cuando una contradicción económica se representa, por ejemplo, en una forma ideológica ambas se retroalimentan y no puede decirse estrictamente que una determine a la otra.

Gramsci al hablar de «coyuntura» no había dicho algo muy diferente. Siguiendo a Lawrence Grossberg: «Una coyuntura es la descripción de una formación social como fracturada y conflictual, a lo largo de múltiples ejes, planos y escalas, en una búsqueda constante de equilibrios provisorios o estabilidades estructurales mediante una variedad de prácticas y procesos de lucha y de negociación.» (Stuart Hall, sobre raza y racismo). Entender que las identidades tienen aspectos coyunturales y que esa es una situación que cada vez resulta más determinante en las sociedades actuales es una condición imprescindible para la transformación política. Los cultural studies han puesto de relieve la centralidad del contextualismo. Para Hall: «Las identidades nunca se unifican y en los tiempos de la modernidad tardía están cada vez más fragmentadas: nunca son singulares sino construidas de múltiples maneras a través de discursos, prácticas y posiciones diferentes, a menudo cruzadas y antagónicas.» (¿Quién necesita una identidad?) En esa frase reside tal vez la grandeza y la miseria política de los cultural studies: precisamente porque vivimos en una sociedad fragmentada, la posibilidad de establecer grupos lo suficientemente compactos como para transformar una sociedad se vuelve cada vez más difícil. Se puede lograr la hegemonía para cambiar una moda o incluso para replantear alguna tradición o costumbre (algo así ha sucedido ya con la navidad cristiana en muchos países). Pero cambiar las estructuras políticas resulta incomparablemente más difícil, sino directamente imposible. El mismo Hall escribió: «La hegemonía cultural no se refiere nunca a la victoria pura o a la dominación pura (esto no es lo que el término significa), no es nunca un juego cultural en el que la suma deba ser cero; se refiere siempre a los cambios en la balanza de poder en las relaciones de cultura, a cambios en las disposiciones y configuraciones del poder cultural, no trata de salir de él». (¿Qué es lo negro en la cultura popular negra?). Olvidar eso es condenarse muchas veces a la impotencia política.

Desgraciadamente, además, los cultural studies recogieron una tesis del argentino peronista Ernesto Laclau para quien el problema de la ideología consiste simplemente en el de su modo de uso. Ello es tanto como decir que toda ideología sería únicamente contextual. Al afirmar eso posiblemente entraron en un callejón sin salida, del que el mismo Hall fue consciente –y que obviamente no secundó. Para Laclau (un personaje intelectualmente sórdido pero que fascinó a la izquierda universitaria durante años), la ideología dependía coyunturalmente de quien la usara (o usase). Aunque esa tesis sea inconsistente, por decirlo suavemente, o directamente ridícula, porque una falsedad es falsa siempre, ya sea que la proclame Trump o el bolivariano de turno, no deja de ser significativo que se haya incorporado también en muchos estudios culturales. Para Laclau (y para lo peor de los cultural studies) un discurso es solo una metáfora –y lo importante es el poder. De esa forma se reincorporaban a la teoría algunos de los aspectos más sórdidos del leninismo y del maoísmo. El mismo Hall afirmó siempre tener: «una relación estratégica con la teoría» y eso, quiérase o no, pone en peligro las condiciones de verdad y de intercomunicabilidad exigibles a una teoría intelectualmente consistente para no caer en la pura irrelevancia.

Los estudios culturales tienen el deseo de entender y dar visibilidad a las coyunturas históricas porque ese es el lugar donde realmente viven los humanos y donde (les) suceden las cosas. Pero ni la identidad es un libro cerrado, ni la coyuntura un espantajo que pueda manipularse simplemente mediante técnicas de comunicación de masas. Hall siempre pretendió que los estudios culturales no considerasen las condiciones materiales como un absoluto fijo, pero al situar el poder como justificante último de la acción social no dejaba de caer en un reduccionismo peligrosamente totalitario y de dar un valor demasiado crecido a circunstancias cambiantes. Los cultural studies si bien entendieron el valor del mestizaje no es tan claro que entendiesen, además, el condicionante de la velocidad en la construcción de la mente postmoderna. En una sociedad de la información las coyunturas son siempre hipotéticas y demasiado veloces por no decir contradictorias, como para fundar sobre ellas una conciencia histórica realmente transformadora y no condicionada por los azares de la moda.

Hall pasará a la historia de la sociología por haber «dado voz» a expresiones políticas nuevas (de los estudios de género a los de tipo étnico) y por haber situado, sin paternalismos, a los subalternos en el punto central de las contradicciones sistémicas del capitalismo. Hay un campo de juego político en la cultura y no solo usuarios abstractos de los sistemas simbólicos. En la cultura se producen resistencias y hay crisis y formas de representación nuevas que no pueden ser pasadas por alto si se pretende transformar la sociedad. Plantear eso no solo es ayudar al cambio social, sino que significa incidir en el pluralismo cultural. Definir la identidad a partir de las diferencias es una exigencia de las sociedades multiculturales del presente y es mérito de Hall haber puesto de manifiesto esa necesidad de articular la diferencia como base para construir sociedades más justas.

 

NOTA:

Este resumen personal se basa en buena parte en los textos de  Stuart Hall recogidos en la antología a cargo de Eduardo Restrepo, Catherine Walsh y Víctor Vich (eds.): Sin Garantías. Trayectorias y problemáticas en estudios culturales.  Universidad Andina, Sede Ecuador. Instituto de Estudios Sociales y Culturales Pensar. Pontificia Universidad Javierana. Instituto de Estudios Peruanos. Envión Editores. Popayán, Colombia, 2010.

© Ramon Alcoberro Pericay