Hablar de Callar

Hay algo de paradójico y de contradictorio en el hecho mismo de hablar del Arte de Callar.

Joseph Antoine Toussaint Dinouart, ese desconocido cura grafómano, es un buen ejemplo de escritura barroca, entendiendo por tal la que se produjo un período amplio de la cultura europea (1600-1750) caracterizada por el uso de la paradoja y de la contradicción. No es un autor original, sino más bien un plagiario, pero su librito ha conseguido sobrevivirle. El arte de callar se va reeditando de vez en cuando, siempre en editoriales para minorías y merece leerse. Es una lectura interesante (“instructiva” habría sido una palabra más de su época), que ofrece toda una fenomenología del silencio y de la escritura. Todavía hoy sirve como manual de estilo y como aviso para ingenuos.

 Dinouart forma parte de un largo conjunto de autores olvidados que pretendieron racionalizar la noción de prudencia. A lo largo de los siglos XVII y XVIII, y conociendo a fondo la retórica latina, una serie de autores menores que hoy solo recuerdan las ratas de biblioteca, se hicieron consciente de los peligros del lenguaje. El Barroco, época de guerras tan brutales como absurdas y repleto de iglesias, fue lúcidamente consciente del riesgo que encierra esa tendencia interna al lenguaje que conduce a crear mundos fantasmagóricos. Es mediante el lenguaje como deseo se impone a la realidad. Y el silencio, el miedo a la palabra, no es ningún remedio para el exceso. Para Dinouart el silencio es un capítulo de la elocuencia. Sobre el estilo literario su idea básica puede resumirse en tres palabras “menos es más”. Menos retórica significa más eficacia comunicativa.

El curita Dinouart fue un conservador inteligente, que tras fracasar en algunos mínimos intentos conspirativos en el provinciano mundo episcopal francés, y pese a su dominio la oratoria sagrada, hubo de marchar al exilio parisiense, donde triunfó como predicador en parroquias adineradas, logrando convertirse en ahorrativo editor de, novenarios, vidas de santos y obritas de piedad. Durante el siglo XVIII sus obras se tradujeron incluso al español y podían comprarse en librerías de Madrid especializadas en vidas de santos milagreros y en lectura piadosa en general. Pero si hoy todavía puede leerse a Dinouart con aprovechamiento es porque cayó en la cuenta de la parte de retórica vacía y absurda que siempre se detecta en cualquier proclama demasiado enfática y decidió obrar en consecuencia. Como cura y autor de sermonarios su facundia es muestra de que no creía en nada –o tal vez de que creía en muy poca cosa, seamos caritativos– aunque fuese capaz de convertir cualquier cosa en literatura devota. Podía ser francamente obtuso –seguramente era un tipo sexualmente retorcido– y como “hombre de letras”, esa profesión que surge en el XVIII, conocía de primera mano el oficio del escritor y sus mentiras. Vivir entre el frufrú de las sotanas del Antiguo Régimen le permitió entender muy pronto que los intelectuales iban a ser los nuevos sacerdotes de la modernidad; y que ser sutil en vez de ser verdadero cotiza siempre al alza en el mercado de las ideas.

Dinouart había sido formado en la escolástica tradicional y en la rigidez del silogismo y del ritual canónico. Por eso detectó que en las novedades intelectuales del XVIII había un exceso de subjetivismo que podía llegar a ser cargante. En su opinión, la Ilustración era poco menos que una farsa porque se preocupaba por ser original en vez de preocupase por ser cierta. Su denuncia de la retórica anticipa claramente la de la postmodernidad.    Conviene saber que, de hecho, su Arte de callar es un plagio de otro texto escrito casi 70 años antes, Conducta para callar, obra de otro sacerdotillo, Morvan de Bellegarde, también perfectamente olvidado por la historia. Pero con buen criterio profesional a Dinouart eso de plagiar le importó poco, porque lo que resulta relevante en una idea es que sea justa, independientemente de quien la escriba. De ahí que el silencio le pueda parecer más digno de defensa que la impostura de los conceptos.

El arte de callar justifica una estrategia barroca de escritura que comprende la complejidad de la realidad. Viene a decirnos que solo quien ha callado, es decir, solo quien ha visto la complejidad de la realidad, tiene derecho a hablar. Solo quien ha puesto límites y ha depurado la escritura posee, por así decirlo, un “derecho” a ser autor. O lo que es lo mismo, un derecho a tener “autoridad” para romper el silencio.

En La paradoja del comediante, Diderot aprovechó esa intuición para proponer que el gran actor teatral emociona a los demás precisamente porque no cae en la trampa de emocionarse él mismo. Con El arte de callar estamos ante un documento interesante, aunque no sea fundacional, de la moderna retórica. Para Dinouart lo principal en un autor es evitar la fantasía, entendiendo por tal “la falsa impresión de las cosas” (p. 85 de la edición catalana). Es decir, para escribir, o (¿por qué no?), para opinar en un diario, lo fundamental es no autoengañarse, no caer víctima del pensamiento desiderativo e ineficaz. A veces conviene recordar que Ilustración y Barroco no son dos conceptos, ni dos mundos, contradictorios, sino complementarios. No puede haber luz de la razón sin aceptación, a la vez, de la contradicción. El autor barroco sabe que, en realidad, la verdad es una construcción muy compleja, y que la escritura debería respetar esa complejidad. Todo lo apresurado es falso para el viejo sacerdote mundano que fue Dinouart.

En la consciencia del Barroco, la prudencia viene a ser algo así como “el ancla de la razón de Estado” y por lo tanto, pretender manipular la realidad de forma imprudente o excesiva, en realidad solo anuncia el fracaso de una política. El libro puede ponerse en paralelo al Breviario de los políticos del Cardenal Mazarino, a las Máximas de La Rochefoucauld o a otro texto desconocido pero básico en la política del barroco De la Disimulación honesta (1641) del napolitano Torquato Accetto. Como ellos, Dinouart sabe que la peor forma de derrota es la que uno mismo se inflige es con la propia lengua. Hablar siempre es hablar de más. Y hacerlo en medio del ruido solo añade miseria e impotencia porque nadie escucha.

Si hoy Dinouart nos viese es evidente que estaría contra el procés catalán; pero no creo que mi editor lo haya publicado por eso sino porque es un clásico de la razón barroca y también, sobre todo, porque es un clásico de la crítica literaria, que nos avisa contra cualquier exageración, contra cualquier intento de reducir la escritura a fórmula y panfleto.

Las señales de una escritura equivocada, tal como el señor abate ha tenido ocasión de descubrirnos serían aproximadamente: la confusión, la arrogancia y un orgullo que genera tan solo frustración. En esos abusos de la retórica –que no son más que formas de la sobrevaloración de uno mismo– residen, según Dinouart, los peores enemigos del arte literario y de la verdad. Cuando interesa más asombrar que decir lo que es justo, la literatura entra en crisis.

Inevitablemente se escribe mal, según Dinouart, cuando el ego o la subjetividad pretenden imponerse sobre la realidad de las cosas. Sucede, simplemente, que las cosas siempre tienen más caras de las que alguien puede llegar a comprender. El mal escritor no entiende eso y quiere reducir la realidad a fórmulas. Con eso se podrán escribir best-sellers, pero no se generará un pensamiento interesante. El viejo abate no se engañaba. Escribir mal es, en su opinión, la consecuencia de no entender la complejidad de las cosas.

Dinouart comprendió –y esa es una intuición muy postmoderna también– que solo debería hablarse y, especialmente, que solo debería escribirse después de un largo silencio, es decir, después de una larga consideración de las cosas. Hay una clara consideración moral que deriva del escepticismo. El respeto por las cosas nos deberá impedir forzarlas a decir lo que no es cierto.

El Barroco fue, antes que nada, la conciencia de la maniera, es decir, de la importancia de la forma, capaz de dar por sí misma, un sentido a la realidad. El Barroco fue capaz de ver incluso la belleza de la miseria –y tal vez por eso mismo se ha convertido en un arte recurrente en tiempos de crisis. Desarrolló eso que Mario Pratz (Imágenes del barroco), denominaba “La filosofía del cortesano” donde impera “la invención exquisita”, “el artilugio ingenioso”. De hecho, todo autor barroco es, básicamente, lo que hoy llamaríamos un psicólogo –que entonces se denominaba un moralista.

Si hubiese que etiquetar este libro podríamos dudar entre hacerlo en la crítica literario o en el moralismo clásico. Dinouart, es un moralista, si por tal entendemos alguien que se ha dado cuenta de que la vida social es un gran teatro donde los mejores actores son aquellos que más capaces resultan de dar en público una réplica adecuada, no condescendiente, ni excesiva, sino consecuente con el personaje que cada cual representa.

Vivimos hoy una época de neobarroco postmoderno y, como entonces, se nos esconden las cosas a base de mostrarlas y viceversa. Todo el barroco fue detallista, y detallista incluso hasta el exceso. Pero el barroco que todo lo mostraba, lograba también ocultarlo todo. Como en la vida, también en el arte, pretextando una transparencia absoluta e incluso obscena, se logra que nadie entienda lo principal. Decir demasiado es mucho más inútil, e incluso dañino, que callar en exceso. Si de algo puede servirnos la lectura de este arte de callar del viejo abate Dinouart es para hacernos más conscientes de la trampa del lenguaje.

 

 

 

© Ramon Alcoberro Pericay