La Democracia de Pericles

Claude MOSSÉ

 

Nuestro régimen político (Politeia) no se propone como modelo las leyes de otros, y nosotros mismos somos ejemplo antes que imitadores. Su nombre, como las cosas dependen no de una minoría, sino de la mayoría, es democracia. Se trata de lo que corresponde a cada uno, la ley es igual para todos en los conflictos privados, mientras que para los honores, si se hace distinción en algún campo, no es la pertenencia a una categoría, sino el mérito, lo que hace acceder a ellos; a la inversa, la pobreza no tiene como efecto que un hombre, siendo capaz de rendir servicio al Estado, se vea impedido de hacerlo por lo oscuro de su situación (II, 37, 2).

Esta célebre profesión de fe en la democracia que Tucídides presta a Pericles cuando pronuncia la “Oración fúnebre” de los muertos en el primer año de la guerra del Peloponeso, nos servirá de guía en el análisis de la democracia ateniense durante los veinte años del “reinado” de Pericles.

 

La soberanía del demos

Después de haber afirmado la originalidad del régimen político ateniense, Pericles da la primacía al principio sobre el que se basa, a saber, la soberanía del demos, lo que implica la palabra democracia, reivindicado con orgullo. Precisemos de inmediato que el término es de uso reciente en el momento en que Pericles pronuncia esta “Oración fúnebre”. Se compone de dos palabras “demos” cuya traducción es “pueblo”, y el verbo “kratein”, que se refiere al ejercicio de la soberanía. Ambas palabras contienen una cierta ambigüedad. “Demos”, como por otra parte el español “pueblo” puede designar el conjunto de los ciudadanos – en el caso de los decretos que emanan de la asamblea del pueblo –, pero también al pueblo llano por oposición a los “notables”. El régimen llamado democracia toma entonces un doble significado, según designe un sistema político en el que la soberanía reside en la comunidad de los ciudadanos o un sistema en el que es el pueblo llano (los pobres) el que controla la ciudad. Es este último sentido el que parece elegir Pericles cuando dice que las decisiones dependen “de la mayoría”, del mayor número (pleion). Pues es evidente que el pueblo llano formaba normalmente esa mayoría. Por otro lado, es el sentido que le darán los teóricos de la política de finales de los siglos VI y IV.

Kratein” es también un término ambiguo, pues implica, pues implica la idea de fuerza (incluida la fuerza física) de dominio. Y vemos de inmediato que en esto se distingue del término que define el ejercicio del poder en las restantes formas de sistemas políticos, a saber, “arché”, que ha dado monarquía y oligarquía. Que se haya preferido “democracia” a “demarquía” es revelador de las circunstancias del establecimiento de este régimen. A saber, el recurso a la fuerza. Y no es imposible suponer que haya sido empleado primero con una connotación negativa.

Y no es el caso en el discurso de Pericles, que, por el contrario, justifica la soberanía de la mayoría. Esta se ejercía primero en el seno de las asambleas. Ignoramos a partir de qué momento el calendario de las reuniones de la asamblea se fijaba de manera precisa. La mención a la tribu que ejercía la pritanía en los decretos que nos han llegado hace pensar que era cosa hecha en el momento en que Pericles comienza a dirigir los asuntos de la ciudad. En efecto, el año se dividía en diez pritanías, durante las cuales los cincuenta buletas de la tribu en ejercicio se reunían en asamblea casi permanente. Todos los días se sorteaba un presidente, epístata de los prítanos. En el siglo IV, sabemos por el autor de la Constitución de Atenas que había cuatro sesiones regulares de la asamblea por pritanía, es decir, cuarenta sesiones anuales, cada una de ellas con su orden del día preciso (XLIII, 4-6). La asamblea principal “confirma a mano alzada a los magistrados si opina que desempeñan bien su cargo. Delibera sobre las cuestiones de aprovisionamiento y de defensa del país. Es ese día cuando todo ciudadano que lo desee debe presentar las acusaciones de alta traición. Se da lectura al estado de los bienes confiscados y a las instancias comprometidas para la atribución de una sucesión o de una hija epiclera. Una hija única heredera de un bien, para que nadie pueda ignorar la vacante de bien alguno … otra asamblea se consagra a las peticiones … otras dos se consagraban al resto de los asuntos”. Se puede dudar de que una organización tan precisa haya existido desde mediados del siglo V a.C. Es cierto que esa asamblea a la que podían asistir todos los ciudadanos atenienses y tomar en ella la palabra, ostentaba el poder de decisión sobre todos los asuntos que concernían a la ciudad, al igual que a las relaciones con el resto del mundo griego y los problemas planteados por el abastecimiento de Atenas, la organización de la vida religiosa o el pago de las sucesiones. Y disponía de un control constante sobre los magistrados en los que se delegaba el poder de ejecutar las decisiones adoptadas.

El autor del texto de la Constitución de Atenas indica también la manera en que se toman esas decisiones por medio de un voto a mano alzada. Eso no deja de intrigarnos. En efectos, ¿cómo se podían contar los votos? Suponía aquello, en una asamblea que podía reunir a varios miles de personas, una disciplina extraordinaria. Efectivamente, no se podía descuidar la menor opinión expresada, puesto que la decisión se tomaba por mayoría. Y podemos imaginar que esa mayoría no era siempre evidente, lo que podía conllevar la impugnación y volver a cuestionar la decisión adoptada. Se conoce al menos un ejemplo de una reconsideración semejante, posterior, es cierto, en algunos años a la época de Pericles: el voto reservado a la gente de Mitilene que intentó en 427 salirse de la alianza ateniense. El pueblo votó primero la muerte para todos los habitantes de Mitilene y después reconsideró la decisión durante una nueva asamblea en la que la resolución de indultar a los mitilenos se tomó por una mayoría muy exigua (Tucídides, III, 49, I).

Por otra parte, se sabe que para tomar algunas decisiones era necesario al menos un cuórum de seis mil personas. Este era el caso para el procedimiento de ostracismo y para la concesión del derecho de ciudadanía. Se sabe, por lo que se refiere al ostracismo, que no se recurría al voto a mano alzada, sino que cada no de los presentes en la asamblea, reunida de manera excepcional en el Ágora tenía que depositar un tejo en el que figuraba el nombre de aquel que se consideraba peligroso para la ciudad y que había que alejar mediante un exilio de diez años.

El título de los decretos permite por otra parte, reconstruir el procedimiento de la toma de decisiones. La fórmula inicial es reveladora del papel respectivo de la asamblea del demos y de la Boulé de los Quinientos: “Ha complacido a la Boulé y al demos”. Efectivamente, era el consejo quien preparaba las propuestas (probuleumata) sometidas a los votos de los ciudadanos reunidos. A continuación se mencionaba a la tribu que ejercía la pritanía, el nombre del secretario que había redactado el texto, el nombre del epístata de los prítanos que llevaba a votación la propuesta y por último el nombre del que había hecho la propuesta y la había defendido ante la asamblea. A veces incluso, si otro orador había propuesto una enmienda al texto primitivo, se mencionaba su nombre si dicha enmienda se había aceptado.

Actualmente se ha planteado de nuevo la cuestión del funcionamiento de la asamblea, y se han atendido las críticas de los adversarios de la democracia ateniense que dudaban de la validez de unas decisiones tomadas en medio de la agitación y los gritos de la “multitud” manipulada por oradores y demagogos.

De hecho, en esa civilización de la palabra, el papel del orador era fundamental. Y aunque haya que interrogarse sobre la naturaleza de la autoridad ejercida por Pericles, puesto que no era más que uno de los diez estrategos elegidos cada año, no se puede dudar de que la debía, al menos, tano a la magia de sus palabras como al hecho de haber sido reelegido estratego quince veces consecutivas, No es sorprendente que Atenas hubiera atraído entonces a los que se jactaban de enseñar el arte de la persuasión, indispensable para el que quisiera jugar un papel político. Volveremos sobre este aspecto de la vida cultural ateniense en tiempos de Pericles y sobre la importancia de esos hombres a los que se llamaba sofistas, y de los que uno al menos, el célebre Protágoras, formó parte del entorno del gran estratego. Pero es evidente que si el sistema pudo funcionar, como lo atestiguan lo decretos que emanaron de la asamblea, fue gracias al lugar que ocupó la Boulé de los Quinientos en este dispositivo. Reclutados anualmente por sorteo entre todos los ciudadanos mayores de treinta años, los bouletas eran representativos de la totalidad de los ciudadanos. Y como no se podía desempeñar este cargo más de dos veces, numerosos ciudadanos tenían la posibilidad de acceder a él. A este respeto, la retribución del cargo de buleuta, sobre la que volveremos, pudo permitir así que todas las capas de la comunidad civil estuvieran representadas el el seno de la Boulé, pues ésta disponía de un extenso control sobre los asuntos de la ciudad. No solo procedía al examen (dokimasie) de los magistrados elegidos o sorteados, sino también, y sobre todo, a su rendición de cuentas al final del ejercicio. Por otro lado, comisiones emanadas de la Boulé controlaban algunas actividades públicas. El autor de la Constitución de Atenas enumera ampliamente estos poderes;

La Boulé vigila también el mantenimiento de las trirremes ya construidas, de los aparejos y las barracas para los barcos. Hace construir nuevos navíos de tres o cuatro filas de remeros, tantos como el pueblo decida por una u otra categoría, así como los aparejos correspondientes y las barcas … Para la construcción de navíos, la Boulé elige a diez comisarios en su seno. Inspecciona, igualmente todos los edificios públicos… (XLV, 1-2)

Reunida en la práctica de modo permanente, bien en su totalidad, bien parcialmente, la Boulé era, pues, el órgano esencial a través del cual se ejercía esa soberanía popular que Pericles alaba en su discurso. Al preparar los proyectos sometidos a la asamblea, aseguraba el buen desarrollo de las reuniones de ésta bajo la presidencia de los cincuenta buletas de la tribu en ejercicio. Organizaba también la elección o el sorteo de los magistrados al comienzo de cada año. Ejercía, además, desde las reformas de Efialtes, un poder judicial que compartía con los tribunales populares emanados de la Heliea.

La Helieia constituía el tercer órgano a través del cual se ejercía la soberanía popular. Se sorteaban cada año seis mil nombres de ciudadanos mayores de treinta años. Conocemos mal el funcionamiento preciso de los tribunales a mediados del siglo V a.C., pues no es seguro que la descripción que de ellos da el autor de la Constitución de Atenas sea válida para la época de Pericles. Pero el mismo número de los heliastas sorteados es revelador de que, más aún que la Boulé, la Helieia era representativa de la totalidad del cuerpo civil. Al haber heredado lo esencial de los poderes judiciales del Areópago, los tribunales emanados de la Helieia, los dikasteria. Tenían que conocer todos los procesos, tanto aquellos que concernían a los asuntos de los particulares como los que implicaban a la ciudad y funcionaban como instancias de apelación de todas las decisiones tomadas por la asamblea o por la Boulé. Así, por ejemplo, un magistrado condenado por la Boulé con motivo de la rendición de cuentas podía apelar a los tribunales. También allí se tomaban las decisiones por votación mayoritaria, un voto que no era como en las asambleas a mano alzada, sino, sin duda desde sus orígenes, un voto expresado por medio del depósito de una ficha en la urna, cuyo cómputo se hacía más fácilmente, al sobrepasar rara vez el número de 501 los jueces llamados a reunirse para un proceso concreto.

Una vez más, solo para el siglo siguiente podemos hacernos una idea más precisa del funcionamiento de las instituciones de Atenas, pero lo que podemos entrever a través de las fuentes que nos han llegado (relatos de historiadores, teatro, inscripciones) confirma la realidad de la soberanía del demos, que reposaba sobre el principio mayoritario afirmado por Pericles. Este principio emanaba de la igualdad de los ciudadanos.

 

La igualdad de los ciudadanos

Ese era, efectivamente, el segundo fundamento del régimen alegado por Pericles en su discurso. Se plantea ahora un doble problema: el de las bases jurídicas de esta igualdad y el de la contradicción entre estas bases jurídicas y la realidad de una sociedad igualitaria.

Hemos evocado ya esta cuestión a propósito de las reformas de Solón. Éste, como hemos visto, se vanagloriaba en sus poemas de haber establecido leyes semejantes “para el bueno y para el malo”, designando sí a los dos grupos que se enfrentaban cuando fue llamado a resolver la crisis que amenazaba con romper la ciudad. Pero, por otro lado, también dijo “Al pueblo (demos) he dado tanto poder como era necesario sin añadir nada ni recortar sus derechos. Para los que tenían la fuerza y la imponían con sus riquezas, para aquellos también me apliqué para que no sufrieran nada indigno. Permanecí de pie, cubriendo a ambas partes con un fuerte escudo, y no dejé a nadie vencer injustamente” (Constitución de Atenas, XII, 1). Y más adelante vuelve con la inquietud de afirmar su neutralidad: “Como entre dos ejércitos me he mantenido tan fuerte como un poste” (XII, 5). Pero dice también que no ha querido ceder a algunas reivindicaciones y que se ha negado a “dar a los buenos y a los malos partes iguales de la fértil tierra de la patria” (XII, 3).

Por lo tanto, Solón no quiso, al igual que algunos tiranos, atraerse la simpatía del demos satisfaciendo las reivindicaciones del reparto igualitario de la tierra. Además, dio a esa desigualdad de hecho una sanción jurídica a través del establecimiento de clases censitarias para reservar el acenso a las magistraturas a los ciudadanos acomodados que formaban las dos primeras clases.

No es este el lugar para discutir los problemas que plantea esta clasificación censitaria. Rara vez se alude a ello en nuestras fuentes y parece responder sobre todo a preocupaciones de orden militar. El autor de la Constitución de Atenas, sin embargo, una medida a la que ya hemos aludido: la apertura del arcontado a los zeugitas (XXVI, 2). En adelante los candidatos al sorteo de las funciones de arconte se eligieron también entre los ciudadanos de la tercera clase del censo. Pero los tetes más pobres permanecieron excluidos de estas funciones.

Como consecuencia, desde el punto de vista jurídico, la igualdad no era total entre los ciudadanos, aunque la apertura del arcontado a los zeugitas representaba un progreso, en el sentido de una disminución de las desigualdades. Pero estas respondían también a diferencias reales en el seno de la sociedad. Ni la tiranía de Pisístrato ni la tiranía de Clístenes cuestionaron el reparto de los bienes raíces. Ciertamente, la sociedad tuvo que evolucionar desde la época de Solón, en el sentido de crecimiento de la sociedad urbana. Pero el pueblo llano de Atenas, formado por artesanos y modestos comerciantes, los que se perciben en el teatro de Aristófanes, más bien debieron engrosar la clase de los tetes. Una vez más no disponemos de informaciones suficientes para evaluar la importancia respectiva de las diferentes clases censitarias. Pero si se retienen las indicaciones dadas por Tucídides sobre el número de hoplitas que la ciudad podía disponer al comienzo de la guerra del Peloponeso, se puede pensar que perteniecían mayoritariamente a la clase de los zeugitas. Podemos suponer, por lo tanto, que los tetes formaban al menos la mitad del cuerpo civil. Es verosímil que formaran la mayoría del demos urbano y, como consecuencia, la mayoría de los que participaban en las sesiones de la asamblea. Y aquello justificaba la afirmación de Pericles de que la pobreza no impedía a un hombre capaz de dar servicio a la ciudad consagrarse a ello, aunque solo fuera participando en la toma de decisiones comunes. Y por otro lado, al ser la ley igual para todos, la igualdad era real para todo lo que concernía a los diferentes ámbitos privados: ante los jueces del tribunal popular, los ricos y los pobres disfrutaban de los mismos derechos.

Pero cuando Pericles afirmaba que “para los honores” solo se tenía en cuenta el mérito, hacía implícitamente alusión a lo que a los ojos de la posteridad fue la característica esencial de la democracia, cuyo origen se le atribuyó, es decir, la mistaforía, la retribución de la función pública.

Es evidente, en efecto que para poder consagrar una parte de su tiempo a los asuntos de la ciudad no se podía tener la obligación de un trabajo cotidiano, del que dependiera la subsistencia propia y de la familia. Este es al menos el sentido que estamos tentados de dar al establecimiento de un salario para retribuir las funciones de juez y de miembro de la Buñé. Es interesante, sin embargo, tener en cuenta la explicación dada por los autores antiguos de esta medida de la que Pericles fue el iniciador. La anécdota se cuenta en la Constitución de Atenas y la retoma Plutarco en la Vida de Pericles. Pericles quiso rivalizar con Cimón para ganarse el apoyo del demos. Cimón, en efecto, gracias a su inmensa fortuna, digna de un tirano, podía no solo cumplir brillantemente con las liturgias, esos cargos que recaían en los más ricos y aseguraban el funcionamiento de las grandes fiestas religiosas y de los banquetes públicos, sino que además mantenía a toda la gente en su demo; “Cada uno de los lacidas podía llegar a buscarle todos los días y obtener de él con que atender a su subsistencia; además, ninguna de sus propiedades estaba cercada para que quien quisiera pudiera aprovechas sus frutos” (Constitución de Atenas, XXVII, 3). Pericles, al tener una fortuna mucho más modesta no podía rivalizar con él. Así, por consejo de un tal Damónides de Ea “que pasaba por inspirador de la mayoría de sus actos y fue más tarde condenado al ostracismo por esta razón” (XXVII, 4), decidió distribuir al demos dinero público bajo forma de una retribución para jueces, el primer misthos, que enseguida se extendió a otras funciones públicas, especialmente la de buleuta.  Es evidente que la retribución de una actividad cívica tenía otro sentido muy distinto al de la generosidad privada de Cimón. No es menos cierto, sin embargo, y eso es lo que debemos recordar, que, para los antiguos, esa distinción no tenía el valor que le damos. Pone de relieve la importancia de los vínculos clientelares. Pero revela, igualmente que, en una democracia directa como la ateniense, una medida de muy distinto alcance, como la retribución de la función pública, podía parecer procedente del mismo tipo de relaciones. Y leyendo las defensas de los abogados del siglo IV se puede calibrar la importancia que revestían en sus relaciones con el demos las manifestaciones de “generosidad” por parte de los políticos, en especial bajo la forma de distintas liturgias. La mistaforía siguió siendo en cualquier caso uno de los rasgos característicos de la democracia ateniense y se extendió incluso en el siglo IV a la presencia en las reuniones de la asamblea.

El autor de La Constitución de Atenas concluye su relato volviendo a asumir los argumentos de los adversarios del régimen. “Desde este momento, si damos crédito a las quejas de algunos, todo ha ido a peor, porque los recién llegados se apresuraban más que la gente honrada a presentarse al sorteo [de los jueces]”. Se sabe cómo Aristófanes utilizó el argumento en Las avispas para mostrar a los atenienses, especialmente a los más pobres, ansiosos por participar en el sorteo y precipitándose para obtener el preciado trióbolo que aseguraba su subsistencia.

Sin embargo, se puede dudar de que la mistaforía haya sido suficiente para permitir vivir a expensas de la ciudad a los ciudadanos más pobres. En cambio, permitía a cualquier ciudadano consagrar una parte de su tiempo a loas asuntos públicos. Es verosímil especialmente que el salario de los buletas (cinco óbolos al día por año en el cargo, elevados a seis óbolos si su tribu ejercía la pritanía) debió modificar la composición social del Consejo. Evidentemente, nos faltan datos precisos que nos permitan medir la parte de misthoi en las rentas de los atenienses y extraer las conclusiones en cuanto a su participación efectiva en las rentas de la ciudad. No obstante, es significativo que cuando los adversarios del régimen se hicieron con el poder por primera vez en 411, suprimieron los misthoi con excepción de los que percibían los nueve arcontes y redujeron el misthos de los buletas a tres óbolos. Ciertamente se trataba de ahorrar, pero también de retirar a la mayoría de los miembros de demos la posibilidad de ejercer sus derechos de ciudadanos. Y cuando establecieron una constitución “definitiva”, suprimieron pura y simplemente la mistaforía. Fue restablecida con la recuperación de la democracia, de nuevo suprimida y luego repuesta después de la segunda revolución oligárquica, y ampliada, como se ha recordado antes, a la participación en las sesiones de la asamblea.

Todo esto incita a concluir que, sea cual fuere la intención primitiva de Pericles al instituir el salario de los jueces, luego el de los buletas y quizás el de los arcontes y otros magistrados, la retribución de la función pública, con excepción de la de estatego y tesorero, permitió a una gran parte del  demos participar de forma  efectiva en la vida pública y adquirir una conciencia política que explica el doble fracaso de las tentativas de revoluciones oligárquicas de finales del siglo V.

Dicho esto, cuando Pericles evocaba únicamente el “mérito” para acceder a los “honores” edulcoraba un poco la realidad. De hecho, las magistraturas más importantes, sobre todo, las que implicaban el manejo de fondos, estaban reservadas a los más ricos. En efecto, estrategos y tesoreros eran, por razones de su rendición de cuentas, responsables de sumas que les habían sido confiadas y podían ser llevados a responder de ellas con sus propios bienes. Se tienen pocas informaciones precisas para el siglo V. Pero en el siglo siguiente las defensas de los oradores muestran a los estrategos utilizando su fortuna personal para retribuir a los soldados sobre todo cuando se trataba de mercenarios extranjeros. Por otra parte, referido siempre a los estrategos, la práctica del mando implicaba, si no cierta competencia en el ámbito militar, al menos una seguridad que solo permitían la riqueza o una posición eminente en la ciudad. Es cierto que se elegían anualmente diez estrategos, y entre ellos los hay que siguen siendo para nosotros simples nombres. No obstante, la posibilidad de reelección para esta magistratura –y Pericles, como hemos visto, lo fue durante quince años consecutivos– hacía de la estrategia una función a la que aspiraban todos los que ambicionaban jugar algún papel en la vida política de la ciudad. No es casualidad que aquellos cuyo nombre ha pasado a la Historia ocuparan esa función.

Por otro lado, se constata que hasta el comienzo de la guerra del Peloponeso esos estategos influyentes pertenecían en su mayoría a las viejas familias atenienses. Es verosímil que la posesión de bienes raíces fuera entonces indispensable para acceder al cargo. De otro modo se entiende mal el escándalo que pudo representar para algunos el acceso a la estrategia de Cleón el curtidor, principal blanco de los poetas cómicos hasta su muerte en Anfípolis el año 421. Las cosas cambiaron a partir de finales del siglo V. Pero aunque muchos cuyos nombres aparecen a los relatos de los historiadores o en las defensas de los oradores pertenecían a medios próximos al artesanado o al comercio, no dejaban por ello de ser hombres ricos.

Dicho de otro modo, si el “mérito” permitía acceder a las más altas funciones, ese mérito seguía siendo, en primer lugar, el de aquellos a quienes la fortuna permitía a la vez la adquisición de cierta educación y el “tiempo libre” indispensable para consagrarse enteramente a los asuntos de la ciudad. Plutarco, en la Vida de Pericles, cuenta una anécdota reveladora. Pericles, que no quería preocuparse por la rentabilidad de los bienes que había heredado de su padre, “imaginó una manera de administrar su casa que le pareció la más cómoda y exacta. Hizo vender de una vez toda su cosecha anual y luego compraba en el mercado todo lo que necesitaba. Así era su género de vida” (XVI, 3). Importa poco la veracidad de la anécdota y lo que puede eventualmente revelar de las nuevas condiciones de la vida económica de Atenas. Queda el sentido que le da Plutarco, es decir, la inquietud por asegurarse el tiempo libre necesario para gestionar bien los asuntos de la ciudad, aunque fuera a expensas de su propio interés.

 Así, esa igualdad ante y por la ley, que resumía el término isonomía, era compatible con la realidad de las desigualdades sociales y con una cierta desigualdad política. Pero esta última era limitada. Pues, aunque los más pobres no podían acceder a altas funciones, el control que el demos, donde eran mayoría, ejercía sobre estas funciones restablecía el equilibro político. En cuanto al equilibro social, quedaba asegurado no solo por la mistaforía, sino también, y aún más, por las cargas financieras que los más ricos asumían en nombre de la ciudad y de las que los más pobres extraían parte de su beneficio. En la “Oración fúnebre”, después de haber recordado los beneficios de la igualdad y de la libertad respetuosa de las leyes, Pericles evoca “los juegos y las fiestas religiosas que se suceden durante todo el año”, así como las lujosas instalaciones que les sirven de marco. Volveremos más ampliamente a este aspecto de la política de Pericles. Pero es sorprendente encontrar un paralelo a lo que Pericles acredita de la democracia en el panfleto anónimo de un adversario declarado del régimen que data, se cree, de la misma época, es decir, de los meses que precedieron al desencadenamiento de la guerra del Peloponeso. El autor del panfleto, atribuido a Jenofonte, a veces llamado el Viejo Oligarca, hace categóricamente a los más pobres los beneficiarios del régimen:

Al reconocer que no es posible que cada uno de los pobres celebre sacrificios y banquetes, tenga templos y todo lo que hace la belleza y la grandeza de la ciudad en que  vive, el pueblo ha imaginado la manera de procurarse estas ventajas. La ciudad sacrifica, a cargo del tesoro, una gran cantidad de víctimas y es el pueblo el que participa de los banquetes y se reparte las víctimas sorteándolas (República de los atenienses, II, 9).

Y el autor anónimo hace también alusión a esas lujosas instalaciones (gimnasios, baños, palestras) construidas a cargo de la ciudad y de las que el pueblo disfruta al igual que los ricos (II, 10).

Pues bien, son precisamente las liturgias, las contribuciones voluntarias de los más ricos, las que aseguraban fiestas y banquetes públicos. Contribuciones voluntarias con las que ganaban prestigio los que las asumían. En vista de que, como sabemos especialmente por la corregía, la liturgia que aseguraba la financiación de las representaciones dramáticas en el marco del culto a Dioniso y las manifestaciones musicales que formaban parte de las numerosas fiestas, había una especie de competencia entre los coregos y el que mostraba mayor generosidad era recompensado por la ciudad, Y, de nuevo, es esa generosidad la que exalta Pericles en su “Oración fúnebre”.

No hemos terminado de evocar el texto en el que Tucídides da una visión a la vez real e idealizada de la Atenas de Pericles. Pero se trataba aquí de definir sus fundamentos: la soberanía del demos y la igualdad ante y por la ley, de los que lo componían. Falta interrogarse sobre la manera en que se admitía a formar parte de él.

 

La pertenencia a la comunidad civil

Al comienzo de este análisis de la democracia ateniense en tiempos de Pericles hemos recordado los dos sentidos que revestía el término demos en los textos y en las inscripciones: por un lado, el pueblo llano, por oposición a los notables y a los ricos; por otro lado el conjunto de los miembros de la comunidad civil, politai. Este término deriva directamente de polis, ciudad, pero fue solamente a lo largo del siglo V cuando se hizo de uso corriente para designar a los ciudadanos, a los que participaban en los asuntos de la ciudad, esa koinonía ton politikon,   esa “comunidad de los ciudadanos” como la definió en el siglo siguiente Aristóteles. Fue él también quien, en la Política, definió al ciudadano como el que “participa en el ejercicio de los poderes de juez y en la arché”, incluyendo en el total de las archai, las magistraturas, las que tienen una duración ilimitada, como la participación en las asambleas (Política, III, 1275 a22-23), y precisando que esta definición es adecuada sobre todo para el ciudadano de una democracia. Y Aristóteles añadía que normalmente era ciudadano el que había nacido de padres ciudadanos (III, 1275 b21-22). Pues bien, el autor de la Constitución de Atenas, que, sin ser Aristóteles es ciertamente de uno de sus alumnos, atribuye a Pericles una medida sorprendente, aunque confirma, en efecto, la definición dada en la Política. “Bajo el arcontado de Antídoto, a causa del número creciente de ciudadanos y a propuesta de Pericles, se decidió no permitir gozar de los derechos políticos a ninguno que no hubiera nacido de dos ciudadanos” (XXVI, 4).

Esta medida que restringía el número de ciudadanos y separaba de la ciudadanía a los que solo tenían un padre ateniense, se tomó en 451, es decir, al día siguiente de la muerte de Cimón y cuando Pericles comenzaba a dominar la vida política de la ciudad. Recordemos que Clístenes, el abuelo de Pericles, había incrementado, en cambio, el número de ciudadanos, integrando en el demos a extranjeros residentes y quizá incluso a esclavos. ¿Hay que aceptar la explicación dada por el autor de la Constitución de Atenas, según la cal la medida se tomó para evitar un incremento excesivamente grande del número de ciudadanos? En la actualidad algunos han sugerido que puede tratarse de una medida de circunstancias, tomada en un momento de penuria, en que la ciudad recibió un cargamento de trigo de Egipto: fe, pues, necesario limitar el número de destinatarios de la distribución gratuita de ese trigo. Otros han supuesto que semejante decisión podía relacionarse con la institución de la mistaforía, una vez más para restringir el número de beneficiarios. Otros, por último, han propuesto un argumento más sutil: la medida se dirigió en primer lugar a los miembros de las grandes familias aristocráticas que concluían alianzas matrimoniales con soberanos o príncipes “bárbaros”. En virtud de esa ley de Pericles, ni Temístocles ni Cimón hubieran sido ciudadanos atenienses.

Evidentemente, no es fácil pronunciarse. Ignoramos el número exacto de ciudadanos atenienses a mediados del siglo V y si su crecimiento era tal que justificase su restricción. Se puede admitir que el desarrollo de los intercambios, de los que el Pireo era el centro, que evoca Pericles en la “Oración fúnebre” y que confirma el panfleto del Viejo Oligarca, haya podido atraer a Atenas un número creciente de extranjeros. Por otro lado, Pericles, en ese texto, alaba el espíritu de apertura de los atenienses (I, 39,1). Por lo tanto no es imposible que llegaran a concluirse uniones matrimoniales entre atenienses y extranjeros. Hay que añadir que incluso en el siglo IV, cuando la legislación sobre este punto se había hecho más severa, después de la tolerancia que había reinado durante la guerra del Peloponeso, no existía nada comparable a lo que llamamos un estado civil. A través de las defensas judiciales relativas a los asuntos de usurpación de la ciudadanía, podemos entrever de qué forma se operaba el reconocimiento de un nacimiento legítimo: a través de la presentación de un niño por su padre a los miembros de su fratría. En ese momento, un ateniense podía eludir la ley presentando como legítimo a un niño nacido de una concubina extranjera, con la condición, por supuesto, de que eso se ignorara. Lo que podía ser relativamente fácil teniendo en cuenta la situación de la mujer ateniense, en principio relegada a su casa en medio de servidores, sobre todo si pertenecía a la “buena sociedad”.

   En los procesos que conocemos por las defensas judiciales del siglo IV, el ateniense cuyo estatuto era discutido por un adversario solo podía justificar su legítimo nacimiento apelando a testigos que debían garantizar bajo juramento que su madre era ciertamente hija legítima de un ciudadano ateniense. Era, pues, sobre la fiabilidad de los testimonios sobre lo que los jueces tenían que pronunciarse, se comprende así que fuera relativamente fácil para un hombre que dispusiera de alguna influencia o de fortuna que le permitiera comprar testimonios, introducir en su fratría a un hijo de nacimiento ilegítimo, sobre todo si no tenía otro varón y su esposa se lo permitía.

   Es, pues, muy verosímil imaginar que un siglo antes, cuando ninguna ley definía las condiciones de pertenencia a la ciudadanía, algunos hijos o nietos de extranjeros establecidos en Atenas pudieran ser tomados por atenienses y, en consecuencia, poseer los derechos de ciudadanía. Pero eso no explica por qué Pericles quiso poner fin a tal situación exigiendo para el acceso a la ciudadanía un doble ascendiente ateniense. ¿Hay que ver en ello una consecuencia del “sentimiento patriótico” que siguió a las guerras médicas? No hay que olvidar, sin embargo, que los “bárbaros” no eran los únicos extranjeros presentes en Atenas y en el Pireo, y que el término xenoi designaba también a los griegos de otras ciudades y otras regiones del mundo griego. Tenemos, pues, que confesar nuestra ignorancia de los móviles que determinaron la decisión de Pericles.

   Nos falta, evidentemente, interrogarnos sobre las consecuencias de esta medida y sobre los medios que su utilizaron para ponerla en vigor. Pues bien, lo que se ha dicho antes partiendo del testimonio de los oradores del siglo IV hace suponer que no fue cosa fácil. Y no vemos como hubiera podido ser de otro modo. Ciertamente, en una ciudad “cara-a-cara” como Atenas, por retomar una expresión del gran historiador Moses Finley, la gente tenía numerosas ocasiones de conocerse, en el seno del demos, de los tribunales durante las operaciones militares. Y, sin duda, todo eso jugó su papel, sobre todo durante los primeros años que siguieron a la adopción del decreto. Pero se sabe también que los años de guerra del último tercio del siglo se vieron marcados por el abandono más o menos rápido de la exigencia de la doble ascendencia ateniense para gozar de la ciudadanía. Se sabe, sobre todo, que el mismo Pericles violó la medida de la que era autor al reconocer –es decir, al introducir en su fratría–, después de la muerte de sus dos hijos legítimos, al hijo que tuvo de su concubina milesia, la célebre Aspasia, y al que dio su nombre.

   Nos hacemos así a la idea de lo difícil que es pronunciarse sobre el sentido de esta medida. Y lo difícil que es determinar de lo que emanaba de un derecho todavía vaporoso o de unos comportamientos vinculados a una sociedad que solo conocemos a través de testimonios parciales (los Cómicos, sobre los que volveremos) o posteriores, los textos del siglo IV.

   Lo cierto es que lo que unía a estos ciudadanos, fueran de nacimiento legítimo o más o menos dudoso, era la pertenencia a una ciudad que, en algunos años, se impuso a toda una parte del mundo griego, al día siguiente de la victoria obtenida contra los “bárbaros”. Y sobre este punto no es dudosos que, al heredar la política dirigida por Temístocles primero, y por Cimón después, Pericles al mismo tiempo dio a lo que se suele llamar imperialismo ateniense su mayor extensión y justificación teórica.

 

 

© Ramon Alcoberro Pericay