UN HOMBRE DECENTE

 

Irene Lozano

La decencia es el rasgo fundamental de la obra de Orwell y, sin embargo, no se trata de una virtud literaria, como tampoco lo es el coraje, del que Orwell siempre dispuso para desmantelar las mentiras sin importarle de quién procedieran. Entonces volvemos a preguntarnos cómo es ese magnetismo irresistible de sus textos si no es literario. Y descubrimos que, en tiempos tenebrosos, las más elementales virtudes morales cobran fuerza como virtudes literarias y políticas. Y así sucede con la escritura política de Orwell. Consigue, sin enarbolar la autoridad protectora de los clásicos, a los que raramente cita, aquello a lo que aspiraba el canon griego: aunar lo bello, lo bueno y lo justo, concebidos como la misma cosa, y hacerlo de forma natural, sin declaraciones explícitas, sin grandilocuencia ni artificio, como si no pudiera evitar ser como es. Si los buenos ensayistas políticos llegan a serlo por su capacidad para explicar la realidad, comprenderla y explicarla, Orwell nos transmite con sencillez lo que él mismo es mientras habla de otras cosas. Su genio fue convertir su propia textura moral en escritos políticos de enorme calidad literaria.

Por eso no nos resultan incongruentes sus contradicciones, sino que se perciben como el fruto de la coherencia que un hombre decente le debe a la realidad cuando ésta le obliga a apearse de alguna de sus ideas previas. Si hay algún escritor al que pueda calificársele con el tópico de “incómodo” ese es Orwell: lo fue incluso para sí mismo, por su heterodoxia y su disposición a traicionarse para ser fiel a su esencia más íntima. Y desde luego molestó a todos: a cierta derecha y a cierta izquierda por ser demasiado demócrata; a otra derecha por ser antiimperialista, antifascista, y defender sin ambages lo que llamó “socialismo democrático”; a otra izquierda por denunciar el totalitarismo soviético desde la primera hora; a los liberales por no ceder ni un milímetro de su libertad de escritor, incluso para denunciar la censura en las sociedades democráticas.

(…) En Orwell la verdad no es una pasión abstracta ni un concepto absoluto; él no persigue la verdad filosófica o religiosa escrita en mayúscula sino la simple realidad de los hechos. No es la verdad que debe ser creída sino la que debe ser vista, porque, como afirma en su reseña a Poder: un nuevo análisis social, de Bertrand Russell: “Hemos caído tan bajo que la reformulación de lo obvio es la primera obligación de un hombre inteligente”. La extraordinaria intuición de Orwell para percibir las cosas tal como son corre pareja a su sensibilidad y a su repugnancia hacia la mentira. Su pasión ciudadana por los hechos logra lo que parece casi un imposible metafísico., pues, según el lugar común, la verdad y la política son dios mundos que no casan bien. Y, sin embargo, Orwell consigue ser un escritor netamente político precisamente en su persecución de la verdad. Como siempre estuvo dispuesto a darles la razón a los hechos, los hechos han acabado por darle la razón a él. Lo ha señalado Christopher Hitchens: Orwell acertó en su antiimperialismo, su antifascismo y su antiestalinismo, que adoptó de forma precoz y a contracorriente de casi todos sus coetáneos.

Su compromiso no venal con los hechos no solo es un pilar básico de su decencia, sino también un acicate de su escritura: “Intenté por todos los medios contar la verdad sin traicionar mi instinto literario”. Así enuncia sus propósitos en “por qué escribo”, un ejercicio de sinceridad profundo, ante el cual el lector no puede dejar de sentirse impresionado por la claridad con la que Orwell es capaz de desnudarse a sí mismo y mostrarse sin temor ante los demás, conociéndose y reconociéndose como hijo de su tiempo: “En una época de paz, podría haberme dedicado a escribir libros recargados  o meramente descriptivos … pero tal como están las cosas me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista”. Su escritura es una transacción constante entre su lealtad a los hechos y sus convicciones que quiere transformar en influencia política. “Cada renglón que he escrito en serio desde 1936 lo he creado, directa o indirectamente, en contra del totalitarismo y a favor del socialismo democrático”. ¿Cómo puede alguien que se define como “panfletista” reclamar al mismo tiempo la necesidad de los hechos? Ese pacto resulta inmensamente creativo en el caso de Orwell, pues cuanto más consciente es uno de su sesgo político, mayores posibilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar su estética ni su integridad intelectual” (en “Por qué escribo”). Y en esa lucha por no sacrificar su integridad es capaz de plasmar todos los matices que la realidad contiene.

Algo similar cabe decir del viejo dilema entre “el arte por el arte” y el “arte comprometido”. Orwell percibe con claridad que la proclama de que el arte no debe inmiscuirse en política es, en sí misma política; pero no denuncia a dotar de altura literaria a sus textos. Su empeño en convertir la literatura política en un arte resulta de nuevo productivo, como apunta en el ensayo “Por qué escribo”: “escribo porque existe alguna mentira que aspiro a denunciar, algún hecho sobre el cual quiero llamar la atención … Pero no podría realizar el trabajo de escribir un libro, ni tampoco de un artículo largo para una publicación periódica, si no fuera además una experiencia estética”.

(…) Si los filósofos ingleses de la primera mitad del siglo XX incorporaron su preocupación por el lenguaje a la filosofía mediante lo que se ha llamado “el giro lingüístico”, Orwell hizo algo equivalente en la escritura política. Sin sistematicidad de filósofo, con audacia de escritor, incorporó el giro lingüístico porque era plenamente consciente de que su combate contra el totalitarismo no podía llevarse a cabo sin un trabajo conceptual previo y que desmantelase la cháchara del totalitarismo y sacara a la luz sus mentiras conceptuales. El restablecimiento de la modesta verdad de los hechos constituye el paso previo al restablecimiento de la libertad. En ese ejercicio, Orwell funda su pasión ciudadana por la verdad con su pasión política antitotalitaria.

 

 

© Ramon Alcoberro Pericay