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¿QUÉ ES LA ÉTICA ARISTOTÉLICA? Anne MERKER

 

No hay ámbito de la actividad humana que no esté hoy penetrado por consideraciones éticas. La ética está en boca de todos y en todas las salsas. Pero en punto a saber qué es, tenemos de ello una noción más bien vaga. «Ética» es una de esas palabras cuya fortuna ha sido inmensa y cuyo sentido original se ignora. Pocos dudan que hablar de ética, además de que es hablar en griego, significa referirse poco o mucho a Aristóteles. Porque sin Aristóteles nuestro pensamiento habitual moderno no usaría el término ‘ética’ para hablar de moral, de la misma manera que sin Platón la palabra ‘idea’ estaría ausente de las múltiples lenguas en que se ha injertado para designar el contenido de nuestros pensamientos.

EL «ÈTHOS» EN EL CORAZÓN DE LA HUMANIDAD

La ‘ética’ [«hè èthiké»] sobreentiende ‘estudio’ [«pragmateia»] y es literalmente un estudio que concierne al «èthos». El «èthos» consiste en el carácter, la manera de ser habitual y, en consecuencia, en las costumbres de una persona o de un pueblo. La ética es, pues, el estudio de los caracteres, o de las costumbres, y el adjetivo ‘ético’ significa en general, ‘lo que hace referencia al carácter o a las costumbres’. Estamos, pues, bastante lejos de la acepción moderna del término ‘ética’ con su huella de dignidad y que apunta hacia consideraciones elevadas, mostrando lo que de más exigente tiene la moral. Se trata simplemente del estudio de los caracteres... Pero quién dijo que el carácter es una cosa simple. ¿Qué es el carácter, «èthos»? Se trata de una cierta calidad del alma. Con más precisión: el carácter es una calidad compleja en la medida en que resulta de una relación interna entre componentes psíquicos heterogéneos. Efectivamente, el alma humana, la «psique» del ser humano, no es en absoluto uniforme. Hay en nosotros una facultad de pensar, es decir, no una simple conciencia, que todo ser dotado de sensación tiene en parte, sino una facultad racional capaz de comprender las relaciones de causalidad, capaz de comprender principios, de preguntarse ‘por qué’ y de llegar mediante una cadena de deducciones a un origen y a un primer principio.

Hay también en nosotros una facultad sensible e incluso una facultad de desear un objeto que nos parece bueno y hacia el cual nos movemos, sea en sentido propio o figurado, hasta procurárnoslo. Hay además una facultad de crecer y de reproducirnos. El ser humano comparte algunas de tales facultades con las plantas y los animales (la facultad de crecer, o ‘alma vegetativa’), o tan solo con los animales (la facultad sensorial, la facultad deseante, que le da la facultad de desencadenar un movimiento total hacia un objeto bueno y deseable o aparentemente bueno), casi como los dioses que son en la representación que de ellos se hace Aristóteles, vivientes cuya vida toda se concentra en un acto de pensamiento.

Pese a ese reparto de facultades con quien vale menos que él (el animal) y con quien vale más (el dios), el humano presenta una especial característica: es el único viviente que reúne en él a la vez el deseo y el pensamiento racional; mientras que el animal tiene deseo sin tener pensamiento y mientras que el dios tiene pensamiento (pues ‘es’ pensamiento) sin tener deseo puesto que nada tiene que desear: es perfecto, acabado, sin que nada le falte.

Lo humano, por su parte, está marcado por la necesidad, por la falta; no es autárquico y por el hecho de tal condición, que comparte con todos los vivientes mortales, tiene deseo. Pero el «èthos» es, precisamente, la relación entre el deseo y el pensamiento intelectual: el «èthos» consiste en la calidad de nuestro deseo en tanto que sigue –o que no sigue– a la razón que prescribe al deseo los objetos que debe buscar o de los que debe huir: «Admitamos que el carácter es la cualidad de lo que es no racional en el alma, pero que es capaz, según una razón prescriptiva, de seguir a la razón («logos»).» [‘Ética a Eudemo’, II, 2] El carácter es la cualidad de nuestro deseo, elemento no racional en el alma, en tanto que obedece o que desobedece a una razón prescriptiva, en tanto que la sigue o no la sigue. El «èthos» es, así, el corazón del ser humano, de su humanidad. Porque, considerado bajo el ángulo de la sola actividad de pensar, el ser humano tiende hacia un horizonte sobrehumano, tiende hacia lo divino. Considerado como un ser deseante, sin que su deseo se encuentre en relación con el pensamiento intelectual, no es más que un viviente animal, se sitúa a un nivel infrahumano. Es mediante la relación del deseo con el pensamiento racional como el viviente animal que es el humano, llega a ser un viviente propiamente humano, y realiza su humanidad. Esa relación es el «èthos». La ética se halla aquí: en el corazón del ser humano se aloja la dimensión ética de la realidad.

EL JUEGO DEL DESEO Y DE LA RAZÓN

La persona, pues, se califica moralmente a partir del tipo de objeto que se representa como bueno, y que desea porque lo cree benéfico. Y en consecuencia, como el placer nunca está lejos del deseo, la persona se califica moralmente a partir del tipo de objetos mediante los cuales encuentra placer. La razón prescribe lo que es bueno buscar o aquello de lo que se debe huir: nos dice lo que es bueno, es decir benéfico, o lo que es malo, es decir, pernicioso. La recta razón, la razón que está en lo verdadero, sabe que para cualquier cosa que admita de más o de menos, lo bueno coincide con el término medio, la justa medida; pues, el exceso destruye todo lo que pretende abarcar más que la cantidad necesaria y benéfica, de la misma manera que la falta destruye lo que se recibe en menos que la cantidad querida. Este principio es válido para el cuerpo, para el alma y para el viviente en su conjunto.

Cuando la razón se encuentra cierta en los fines que persigue y cuando el deseo se subordina a la razón y se propone lo que ella le presenta como bueno, entonces (y sólo entonces), si se trata de una relación estable, somos virtuosos, en la medida en que tal relación es habitual y firmemente adquirida. Eso es lo que sucede con la persona moderada («sophron») cuyos deseos de placer sensual no están ni más acá ni más allá de lo que la razón le presenta como justa medida y como buena.

La persona es viciosa si la razón, aferrada a un error del cual no se corrige, entiende incorrectamente lo malo y lo bueno, y si el deseo persigue lo que la razón erróneamente considera como bueno; tal es el caso del desordenado («alokastos») que supone, por principio, que se debe gozar sin trabas y cuya facultad deseante se ordena con arreglo a tal principio. Virtud y vicio dependen, pues, de la verdad o del error de la razón en lo tocante a lo que realmente sea bueno o malo, y de la armonía del deseo respeto a la razón: la armonización en la verdad es la virtud, la armonización en el error es el vicio.

Nos queda por considerar la posibilidad de un entrelazamiento, y no de un paralelismo, entre las operaciones de la razón, que afirma o niega que algo sea bueno, y las operaciones del deseo, que persigue lo bueno y rechaza lo malo. En efecto, puede suceder que la razón se halle en la verdad, pero que el deseo tienda, pese a ella, a aquello que la razón presenta como rechazable. La razón y el deseo se encuentran entonces en conflicto («kratos»). Cuando la razón tiene éxito, el individuo se encuentra en una situación de dominio, de templanza («enkrateia»). Si, en cambio, el deseo triunfa sobre la razón, entonces el individuo se halla en una situación de falta de fuerza, de intemperancia («akrasía»).

La «enkrateia» se parece a la virtud, la «akrasía» se parece al vicio: vistos desde fuera los actos resultantes son los mismos. Pero desde un punto de vista ético son muy diferentes. No es que en el virtuoso se produzca un estado forzado de dominación de su razón sobre sus deseos; sencillamente sucede que no tiene otros deseos que los que prescribe la razón, no desea un placer de manera excesiva. Se encuentra en un estado de paz interior que resulta de un «èthos» perfectamente cumplido: en el virtuoso el deseo se halla totalmente, sin reservas, en línea con la razón.

Por el contrario el «enkratés» que se autodomina se ve obligado a hacer un gran esfuerzo sobre sí mismo; su razón lucha contra los deseos desbordantes y, en ellos mismos, contrarios a la razón. Se halla en un estado de conflicto interior que puede dominar pero no suprimir. El dominio sobre uno mismo («enkrateia») es una victoria cuando la virtud, que está más allá de toda lucha, sobrepasa incluso la victoria.

De la misma manera, el «èthos» del intemperante, incluso si se parece al vicio, no es el del vicio: el intemperante lucha contra sus deseos excesivos, pero pierde la batalla. El vicioso no sólo satisface sus deseos desbordantes sino que además considera bueno satisfacerlos.

El problema ético principal a resolver hace referencia a la relación entre lo que hay de no racional y de racional en el alma humana, y consiste en lograr, pese a la irracionalidad, una subordinación perfecta del primer componente al segundo. Es sin embargo imposible que la razón, por sus propios medios y de manera directa, domine sobre lo que es irracional, porque, precisamente, no se puede razonar con lo que no razona. Igual como no se razona con un animal para hacerse obedecer, no se puede tampoco argumentar con lo que contiene de no racional nuestra propia alma. El deseo no puede orientarse hacia lo bueno mediante demostraciones. Sólo por otra vía obtendrá el «èthos» la calidad deseada: por la costumbre («êthos»), palabra de la cual deriva Aristóteles el término «èthos» [‘Ética a Nicómaco’, II, 1]. Pero un hábito tal sólo puede ser organizado en el interior de la comunidad humana. En tal sentido, la ética es una parte de la política y no puede haber cumplimiento de la humanidad en el ser humano fuera de la esfera política.

© Anne MAERKER (Universidad de Estrasburgo II-Marc Bloch) Le Magazine Littéraire, febrero de 2008, pp. 54-56. Reproducción exclusivamente para uso escolar. [Trad. R.A.]