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Simone de Beauvoir y la fiesta Júlia TORRES CANELA

 

«Tal es el sentido moderno de la fiesta, tanto pública como privada. La existencia intenta confirmarse positivamente en tanto que existencia. Por eso, como ha mostrado Bataille, se caracteriza por la destrucción; la moral del ser es la moral del ahorro; amasando se apunta a la plenitud inmóvil del en-sí; la existencia, por el contrario, es consumación, no se hace más que deshaciéndose. La fiesta realiza un movimiento negador en relación a la cosa; se come, se bebe, se encienden fuegos, se gasta, se rompe, se gasta tiempo y riqueza; se gasta para nada. A través del gasto se trata de establecer una comunicación de los existentes, porque la existencia se conforma mediante el movimiento que va del uno al otro; en los cantos, en las risas, en los cantos, en el erotismo, la borrachera, se busca a la vez una exaltación del instante y una complicidad con los otros hombres».

Simone de BEAUVOIR; Por una moral de la ambigüedad.

 

Una fiesta es cualquier cosa excepto algo frívolo y superficial. Prepararla significa un esfuerzo, a veces incluso bestial. Hay algo profundo y primordial en ella: hacer una fiesta significa desatar una fuerza vital, una energía que se despliega creativamente después de unos días, ¡meses a veces!, de trabajo. En plena 2ª Guerra Mundial, Simone de Beauvoir y sus amigos organizaban lo que llamaban «fiestas» como una manera de expresar la revancha de la vida sobre la muerte, de la libertad contra el servilismo, de la alegría contra la desesperanza. «Para mí, —escribe en La force de l’âge—, la fiesta es, ante todo una ardiente apoteosis del presente, frente a la inquietud del porvenir; un calmado fluir de días felices no suscita la fiesta; pero si en el fondo de la desgracia renace la esperanza (…) entonces el instante se pone a arder, podemos encerrarnos y consumirnos en consumiros en él: es la fiesta.»

La fiesta, el dispendio gratuito, nos humaniza, nos recuerda que no somos máquinas. En el (mal) gasto gratuito de energía nos encontramos vivos, expresando una fuerza estrictamente humana.  

La fiesta es, además, un buen ejemplo de dos tesis existencialistas básicas: las cosas no ‘son’ sino que ‘acontecen’ y en los humanos la existencia precede a la esencia.

Las cosas no guardan celosamente determinadas características, como el propietario guarda su propiedad, sino que se construyen. La fiesta es contingencia, todo puede pasar y, a la vez, no es imprescindible que suceda nada en ella. Los humanos, que no son nada cuando nacen, han de construirse, siempre provisionalmente, siempre desde la ambigüedad, de la misma manera que la fiesta hace posibles las relaciones de quienes viven de ella. Como la vida, la fiesta es el ámbito de lo posible. De la misma manera que en la fiesta se construye espontáneamente la sociabilidad, también los humanos dan sentido y construyen su mundo.

Según la teoría existencialista, la ex-istencia precede a la esencia. El prefijo ex- («fuera de») es fundamental para definir la vida humana en la medida en que permite contraponer la existencia a la esencia. Los humanos no ‘son’, como si se tratase de realidades ontológicas, fijas y eternas, sino que ex-isten; es decir, que aquello que nos hace propiamente humanos es el estar «fuera de», que nos permite existir como individuos distintos, no seriales e irremplazables. Los humanos no han sido hechos como en un molde, todos iguales sino que la existencia es diferencia. En la fiesta eso se pone de manifiesto de una manera ejemplar. Una fiesta es, por definición, un ‘estar fuera de’, rompiendo el curso repetitivo de las cosas.

El espectáculo de la fiesta, el derroche de los cuerpos felices, las risas y las conversaciones, la música y el baile improvisado… todo eso nos permite entender que el horizonte está abierto, que la libertad es posible.