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INTRODUCCIÓN A LEWIS MUMFORD, CASI UNA HISTORIA O MÁS QUE UNA HISTORIA

Ramon ALCOBERRO


Para valorar el significado de obra de Lewis Mumford (1895-1990) como historiador, y específicamente, como el más sugerente entre los historiadores que en el siglo 20 introdujeron las consideraciones ambientales, tecnológicas y urbanísticas en el análisis histórico, es importante entender a grandes rasgos, la magnitud de la ceguera del mundo occidental ante las consecuencias imprevistas de la técnica, y las razones por las cuales la idea de progreso se había entendido de una manera puramente instrumental y cuantitativa en el positivismo del siglo 19. Mumford es lo contrario de un académico: su mirada sobre la historia es muy poco historicista, en muchas ocasiones generaliza en exceso y, al cabo, comparte la noción de usable past (del crítico literario Van Wyck Brooks), según la cual el pasado ha de ser sondeado y utilizado para clarificar el presente. De ahí que no tenga ningún especial miedo a la generalización y la unilateralidad. Su ambición no es de historiador sino de analista y la desplegó en tres ámbitos: la historia de la técnica, la de las ciudades y la de la arquitectura americana. Pero paraél no se trata de tres dominios separados, sino de tres manera de observar lo que realmente le importa, que no es tanto la historia en ella misma, cuanto el destino de las civilizaciones, consideradas desde el punto de vista de la tecnología.

Los libros de Mumford ofrecen el esquema básico que permite situar la historia de la técnica al dividir la evolución de la sociedad en tres períodos: (a) eotécnico desde la prehistoria hasta 1750 [donde se usan técnicas intuitivas, que se basan en aire, madera y agua], (b) paleotécnicocon técnicas empíricas, de 1750 hasta 1900, [carbón y hierro] y (c) neotécnico de técnicas científicas, que abarca de 1900 hasta hoy [electricidad y energía atómica]. Mumford mostró además que cada fase no solo posee su propia forma de generar energía, de usarla y de producir herramientas y máquinas, sino que genera su tipo propio de trabajador y su mentalidad propia. Pero no solo situó las peculiaridades del tipo de homo economicus paleotécnico en orden a la construcción de un mundo de grandes ciudades, sino que en su obra de historiador mostró la implicación de las condiciones morales en la tecnología y viceversa, ofreciendo así un mapa histórico conceptual del desarrollo moral de la sociedad contemporánea. La crítica al concepto de progreso difícilmente puede hacerse sin pasar por los libros de Lewis Mumford.

El positivismo, optimista y primario, condenó al siglo 20 (por lo menos hasta la década de 1970) a una ceguera suicida ante la contaminación atmosférica, la superpoblación, el cambio climático, la bomba atómica y el agotamiento de las materias primas. Comprender, como hizo Mumford, hasta qué punto empezaban ya a darse las condiciones para la aparición de un nuevo tipo de sujeto humano, el que denominó «hombre posthistórico», constituye una proeza intelectual de primer orden por lo que significa no tanto de profecía histórica, sino de ruptura con la mentalidad del positivismo y del pragmatismo en historia. En este sentido la primera edición de TÉCNICA Y CIVILIZACIÓN (1934) significó una revisión radical del papel de la tecnología en la construcción de la mente moderna.     

El siglo 20 fió el futuro de la humanidad a la tecnología con la misma ingenuidad con la que el siglo 19 había creído que la historia, supuestamente regida por leyes eternas, liberaría a los humanos. Aparentemente, la tecnología ofrecía las herramientas necesarias para llevar a cabo el sueño de terminar con la miseria: la sociedad industrial crecía al ritmo del progreso técnico sin ninguna dificultad especial y el número de pobres lejos de crecer, como profetizó Marx, disminuía a ojos vista (por lo menos en Occidente), y no parecía haber ninguna razón para suponer que un día u otro, la extensión de la técnica liberaría a los humanos de sus cadenas. Suponer que el modelo cientificista estaba agotado, y que llevaba en su seno las condiciones que terminarían por llevarlo al colapso, parecía hasta finales de la década de 1960 una pura extravagancia, muy propia de ultraconservadores. Para denunciar el agotamiento profundo de este modelo tecnológico de construcción de la vida, aparentemente tan exitoso, no se podía apelar ni a la filosofía ni al derecho. Cualquier crítica al progreso parecía fallar por su base: si bien la tecnología no terminaba por si sola con la opresión del hombre por el hombre, era evidente que desde el último cuarto del siglo 19 y hasta la segunda postguerra mundial) cada vez mayores grupos humanos (las mujeres, los obreros, los jóvenes) gozaban de mayores derechos, gracias al aumento de la riqueza producido por el incremento de la capacidad tecnológica.  

Lewis Mumford, sin embargo, a partir de su estudio sobre el urbanismo comprendió que algo no acababa de funcionar en la promesa positivista de una sociedad tecnológica y feliz. Sin disponer de un título universitario, cosa que le permitía a la vez no sentirse esclavo de la compartimentación de saberes en claustros, Mumford fue el historiador de la tecnología cuya obra nos mostró, precisamente, por primera vez, cuales eran las causas no atendidas de las crisis económicas y tecnológicas y otorgó a la ética, a las concepciones del mundo y a la tradición cultural el papel central que una explicación puramente progresista le había negado.  

El cambio cultural, urbanístico y tecnológico del carbonífero siglo 19 había sido tan brutal que resultaba comprensible que sus contemporáneos lo considerasen desde el punto de vista de la ruptura. Para el positivismo, la tecnología iba aparejada a un nuevo amanecer del mundo y el humanismo se iba a ver renovado y acrecentado mediante el crecimiento en paralelo de la tecnología y del crédito bancario, que permitía despertar las fuerzas dormidas de la humanidad. Sin embargo, como documentaron los dos clásicos estudios de Robert S. Lyndt (1892-1970) sobre Middletown(1929, 1937), la vida en el paraíso de las clases medias donde nunca sucede nada, era una pura falsificación, una existencia de segunda mano, alejada de la naturaleza y emocionalmente frustrante. Parece claro que la banalidad es cada vez un componente esencial en la vida humana y que la tecnología, en vez de proyectar al hombre hacia la responsabilidad moral y hacia la conciencia de sus actos, tiende a infantilizar las relaciones humanas. Aunque Mumford es un humanista integral (es decir, sigue creyendo que el hombre domina sobre la técnica), le corresponde el mérito de haber descubierto la importancia de los condicionantes tecnológicos sobre el humanismo en lo que tienen de siniestro. Fue él quien estudió, casi como un pionero, el peligro de que la implosión de lo que denominó megalópolis (construidas sobre redes de transporte eficientes, crédito barato y grandes aglomeraciones humanas explotadas vilmente) para convertirse en necrópolis, como la antigua Roma y el papel de la publicidad como constructor de deseos al margen de las necesidades humanas. Su diatriba contra el automóvil (En Norteamérica, el hombre ya ha empezado a perder el uso de las piernas, a consecuencia del uso del automóvil. Pronto le quedará sólo una existencia visceral, centrada en el estómago y los órganos genitales), es un ejemplo pionero de la manera como entendió las consecuencias inatendidas de los cambios tecnológicos sobre el concepto mismo de lo humano.             

Evidentemente, la reducción de la vida que significa el hacinamiento urbano tiene una historia que viene de antiguo. A partir de 1798 el Banco de Inglaterra tomó una medida que hoy nos hace sonreír por lo obvia que parece, pero que escandalizó a los espíritus puritanos de la época: empezó a dar crédito por un montante superior al de sus depósitos. Al año siguiente la ley prohibía las coaliciones obreras y a partir de 1802 los agentes de cambio de Londres empezaron a reunirse en una bolsa de valores, que por primera vez comienza a negociar acciones de sociedades anónimas. En 1815 el Banco de Inglaterra reconocía que el billete de banco, como medio de pago, sólo estaba parcialmente avalado por oro. Un mundo nuevo había empezado. Y el vocabulario para explicarlo la nueva época histórica ya no era el del honor feudal, o el del Dios cristiano, sino el del interés económico. Desde entonces (y hasta hoy) la palabra ‘crédito’ empezó a significar cosas distintas para los economistas y para los filósofos. Dos nuevas filosofías (utilitarismo y marxismo) propusieron el cálculo de intereses y el estudio de la economía como supuestas vías para desentrañar ‘la verdad oculta’ de la sociedad y de la historia, o como diría Mill para establecer una ciencia general de la sociedad (utilitarista, en su caso) que nos permitiese comprender los cambios que las nuevas prácticas del capitalismo significaban.  

Marxistas y utilitaristas —dos escuelas filosóficas a las que Mumford critica sin piedad, pero con las que dialoga constantemente—, daban por supuesto que el capitalismo significaba una novedad radical y que, por lo demás, aunque llegase envuelto en la explotación atroz de las masas obreras, el capitalismo industrial constituía el heraldo del progreso, no solo material sino moral, de la sociedad. En la mentalidad del siglo 19 (compartida tanto por los liberales como por los críticos del liberalismo), si la tecnología tenía algún problema, ella misma era capaz de producir la solución de los problemas que creaba. O mejor dicho: en la mentalidad del capitalismo del 19, la técnica no planteaba ningún problema: en todo caso, lo único preocupante era la falta, siempre provisional y destinada a resolverse, de una respuesta tecnológica. Pero eso les parecía una situación que con el tiempo estaba condenada a resolverse de manera ‘positiva’. El progreso era bueno en si mismo y quienes se le oponían eran sólo los ignorantes, los nostálgicos y los locos. Solo a algunos marginales (Emerson y la Escuela de Concord, Dostoievski, Tolstoi y algún otro novelista ruso…), les parecía que, al identificar la máquina y el positivismo con la salvación de la humanidad, el problema de la técnica se estaba planteando desde bases erróneas.   

Pero el capitalismo presuponía en el largo plazo algunos conceptos cuya historia venía de muy lejos: la organización del tiempo en la fábrica heredaba la organización del tiempo regido por el sonido de las campanas que regían el transcurso del día en el monasterio medieval, el uso del Estado como promotor de las obras públicas se daba ya en el Egipto faraónica, el imperialismo y la preponderancia de las grandes urbes seguía el modelo de la Roma imperial, la difusión de la imprenta y el colonialismo eran también anteriores al capitalismo industrial… En el siglo 19, inserto todo él en la idea de progreso, se desarrolló muy poco la historia social de las técnicas y se potenció una mirada historiográfica que pensaba los cambios sociales y tecnológicos como rupturas culturales, evitando ver lo que en ellos había de continuidad cultural. Sugerir a un positivista que el sistematismo atroz del pensamiento escolástico estaba en la base de la concepción matemática del mundo desarrollada por Galileo habría sido excesivo.      

Hasta 1914 el progreso valía por si mismo y hasta la década de 1960, en Europa como en Estados Unidos, muy poca gente cuestionaba la comprensión instrumental de la modernidad. Antes del desarrollo de la bomba atómica, casi nadie se planteó las limitaciones de la tecnología, ni creía que el progreso debiese tener límites. Excepto Emerson casi nadie entendió que si ‘ser moderno’ fuese meramente usar instrumentos y hacer crecer la tecnología industrial, eso sería una adaptación muy deficiente, o estrictamente contradictoria, del ideal ilustrado de progreso. Solo con el final de siglo en algunos sociólogos como Weber o Veblen (en su crítica al carácter bárbaro de la cultura) hallamos una crítica al mundo, burocrático y anónimo, que se hace posible mediante el uso extensivo de la tecnología. La importancia de la obra de Lewis Mumford es, precisamente, la de historiar la compleja relación entre ‘técnica y civilización’ (tal era el título de su gran obra de 1934) donde una crea a la otra en un bucle en que hoy estamos plenamente sumidos. La intuición según la cual hay en la historia de las técnicas algo que en sí mismo no es racional y que conduce a las civilizaciones la catástrofe, de manera que la mejora de una tecnología muchas veces significa poco más que el aumento de la ceguera ante sus efectos contrarios —contraproductivos, se diría después— constituye en lo fundamental la gran aportación de Mumford.

 

EL PROYECTO HISTORIOGRÁFICO DE MUMFORD  

Lewis Mumford es, tal vez, el más interesante historiador de la técnica del siglo 20, y sus libros constituyen un material imprescindible para plantearse cuestiones de tecnoética con algo de sentido. Cuando nos planteamos qué ha habido de erróneo y de pernicioso en el concepto de progreso, Mumford es una fuente de información imprescindible. De hecho, es muy difícil encontrar planteamientos tecnoéticos cuyo origen no se halle en algunas páginas de Mumford. Su punto de partida es muy simple: «Durante el siglo pasado [el 19 para él] la máquina automática o semiautomática llegó a ocupar un lugar importante en nuestra rutina cotidiana y hemos propendido a atribuir al instrumento físico mismo todo el complejo de costumbres y métodos que lo crearon y acompañaron (…) Muchos de los escritores que han estudiado la era de la máquina han tratado a la máquina como si fuera un fenómeno muy reciente y como si la tecnología de la artesanía solo hubiera empleado herramientas para transformar el contorno. Esas preconcepciones no tienen base alguna. Cuando menos, durante los últimos tres mil años las máquinas han constituido una parte esencial de nuestra antigua herencia técnica» [TÉCNICA Y CIVILIZACIÓN].  

La tecnología existe, según Mumford, inscrita en una megamáquina que es la propia organización social misma. Es importante insistir en la centralidad de ese concepto porque permite comprender que la tecnología es en si misma un aparato de estado, una relación social de producción o por decirlo de una manera más clara, es la condición para que se puedan construir pirámides de Egipto. Una ciudad, por ejemplo, no es un pueblo que crece, sino mucho más: implica un conjunto de redes de transporte, de comunicación y de intercambio que no existen sin una organización. El simple hecho de construir murallas defensivas no sería posible sin una coordinación y un poder centralizado y eficiente. Y lo mismo puede decirse de la organización de la producción en una fábrica. Vitrubio, el ingeniero de Cesar, Taylor o Ford, estrictamente no construyeron máquinas, sino megamáquinas. Como tal la megamáquina es invisible, pero conocemos su capacidad para organizar y encuadrar la sociedad y para crear una lógica en que los individuos son solo piezas de una maquinaria mucho más compleja que los humanos mismos. Sin la organización funcionarial y burocrática, organizada maquinalmente, la tecnología no existiría: «La burocracia era, de hecho, la “máquina invisible”, a la que podríamos llamar también “máquina de comunicaciones”, y que coexistía con la “máquina militar” y la “máquina de trabajo”, para formar, entre las tres, la gran estructura totalitaria monárquica»  [LA MEGAMÁQUINA]. De la megamáquina no quedan restos arqueológicos, aunque sí literarios y folklóricos, porque está compuesta de elementos humanos, ampliamente especializados. Solo el resultado de su acción es visible, ya sea en forma de grandes edificios o bajo su influencia sobre las mentes disciplinadas.  

El proyecto de Mumford fue el de elaborar una historia de la tecnociencia capaz de explicar la situación vital del hombre moderno, que es producto de esa megamáquina, beneficiario y a la vez víctima de la tecnología, sin idealizaciones pero también sin pesimismos tecnofóbicos.  Mumford historiza el cruce de caminos entre el desarrollo tecnológico de la modernidad y la crisis de valores del humanismo. Una crisis inevitable, puesto que él considera, con Van Wyck Brooks que los impulsos creativos en el hombre siempre están en guerra con los impulsos posesivos. La encrucijada entre creación y poder es el lugar desde donde se puede entender y valorar el significado de la tecnología. De ahí sus temas predilectos: la ciudad, las vías de comunicación, la construcción del sujeto que denominó «posthistórico», etc., son temas de encrucijada en los que se debate entre una tecnología cuya única máxima es la eficacia y una conciencia humanística, donde la eficacia es un vector significativo pero de ninguna manera único.  

En la última década del siglo 20, y a inicios del siglo 21, se desarrolló una especie de moda cultural según la cual las tecnologías de la comunicación eran inseparables la guerra, matriz de cualquier desarrollo tecnológico. Esta tesis, defendida, entre otros, por el sociólogo Armand Mattelart en La communication-monde. Histoire des idées et des stratégies. (París: La Découverte, 1991), ha tenido efectos muy paralizantes sobre la historia de las tecnologías porque tiende a actuar de manera inquisitorial. En los estudios postcoloniales actuales (un triste ejemplo de pseudoconocimiento y de ideología del resentimiento, sea dicho de paso), habitualmente identifica la historia con la denuncia del colonialismo (o con la apología de una rusticidad rousseuniana fofa y moralizante) y luego se demoniza el papel de la técnica en la vida humana — por cierto: exaltando de una manera ingenua la fuerza de los subalternos como grupos capaces de creatividad. Malentendiéndole, se ha presentado a Mumford como un crítico del capitalismo (que lo fue), pero se le ha atribuido un papel que no es el suyo y que nunca pretendió. Mumford es un tecnólogo democrático y no un resentido tecnofóbico. Su pacifismo es el de Ruskin (que exhortó a los obreros ingleses a no fabricar armas durante la guerra franco-prusiana de 1870), como su urbanismo es el de la Ciudad Jardín de Patrick Geddes — quien, por cierto influyó mucho en el urbanismo catalán a través de Cebrià de Montoliu (1873-1923). Para Mumford, el capitalismo utiliza la máquina como utiliza la guerra, pero no consiste en la aplicación de una ni de otra:  

«(…) La técnica tiene una gran deuda con el capitalismo, igual que la tiene con la guerra [pero] fue, sin embargo, una desgracia que la máquina se viera condicionada, desde el inicio por aquellas instituciones extrañas y adoptara características que nada tenían que ver esencialmente con los procedimientos técnicos o las formas de trabajo. (…) A ciertos rasgos del capitalismo privado se debió que la máquina —que era un agente neutral— haya parecido con frecuencia, y de hecho haya sido a veces, un elemento maligno en la sociedad, despreocupado por la vida humana, indiferente a los intereses humanos. La máquina ha sufrido por los pecados del capitalismo; por el contrario, el capitalismo se ha aprovechado a menudo de las virtudes de la máquina».  

Conviene decir claramente que Mumford vio en la guerra una expresión de la posthistoria que advenía, pero que para él el motor de la historia no era la guerra, sino el reloj («El reloj, no la máquina de vapor, es la máquina-clave de la moderna edad industrial. En cada fase de su desarrollo el reloj es a la vez el hecho sobresaliente y el símbolo típico de la máquina: incluso hoy ninguna máquina es tan omnipresente»). Es el reloj la máquina que lo numera todo y, en este sentido, el capitalismo, no deja de ser un uso del tiempo que se mide por el modelo del reloj. Sin reloj (no sin guerras) la concepción de la eficacia que gobierna el mundo moderno no tendría sentido en si misma.  

Mumford es un erudito, dotado de conocimientos enciclopédicos, que concibe la realidad como pluricausal Por eso mismo, regresar sobre su manera de hacer historia tiene, por lo menos, la virtud de evitar moralinas fáciles y discursos paralizantes. La historia de las tecnologías es «casi» una historia porque no puede explicarse por ella misma, sin la mezcla siniestra de elementos ideológicos, de prejuicios y de utópicos y reaccionarios, y es «más» que una historia porque no esconde su elemento de futuro. Con la lectura de Mumford, tal vez podremos aumentar la lucidez sin tener la sensación de que la historia del futuro ya está escrita.           

LA CIUDAD COMO MEGALÓPOLIS Y NECRÓPOLIS: LO QUE HAY QUE EVITAR  

El lugar donde suceden las contradicciones sociales es la ciudad y, por eso mismo, Mumford dedicó algunos de sus mejores textos al estudio de la trama urbana y de la comunicación. De hecho, algunos estudiosos consideran que su auténtica aportación ha sido la dedicada al estudio de las transformaciones urbanas en la historia. Por decirlo con una frase muy repetida de su obra LA CIUDAD EN LA HISTORIA (cap. 18): «La función principal de la ciudad es transformar el poder en estructuras, la energía en cultura, elementos muertos en símbolos viviente de arte y la reproducción biológica en creatividad social». Mumford es claramente partidario del regionalismo: considera que es la ciudad-estado (y no el Imperio), la comunidad humana capaz de elaborar ideas y tecnologías útiles. El proceso de unificación política:  

«Se ha llevado a cabo en todo el mundo sin tener mayormente en cuenta la realidades geográficas y económicas. Esa actitud ha tenido este resultado: las zonas políticas, económicas y culturales no existen en relación concéntrica: se observan las superposiciones, las duplicaciones y los conflictos que caracterizan a nuestras relaciones territoriales». LA CULTURA DE LAS CIUDADES (1938).  

Pero para ser fértil en ideas, la ciudad ha de ser también abordable en sus dimensiones, como lo fueron la Atenas de Pericles, la Florencia medicea o la Barcelona de Picasso y Gaudí, por poner tres ejemplos que combinan alta densidad de conocimiento en ámbitos abarcables. Si la ciudad es un teatro de la acción social, se necesita una limitación de tamaño, densidad y área urbana para que sea posible una interacción social. El imperio es una máquina de control pero incapaz de crear cultura, aunque durante algún tiempo pueda parecer lo contrario por su capacidad para atraer el talento ajeno. Según el Teorema de Howard cada ciudad, asociación, organización (como cada miembro de la sociedad), tiene un límite de desarrollo físico. El coralario de esa afirmación es, obviamente, que cada proyecto que pretende superar tales límites debe ser reformulado. Por poner un ejemplo, el paso de la ciudad antigua (amurallada, controladora) a la ciudad moderna, donde lo importante no es el barrio sino la calle, expresa una transformación cultural significativa. La forma actual del replanteamiento es la Megalópolis, la gran ciudad uniforme, de escala metropolitana, donde la expansión no tiene meta y la espontaneidad social es substituida por la reglamentación. Pero la ciudad es comunicación o deja de existir como tal. Por eso, el productivismo urbano, arrastra la ciudad, por pura congestión, hacia la decadencia.  

Cuando la herramienta «amenaza con convertir al hombre mismo en una mera herramienta pasiva» [ARTE Y TÉCNICA], siguiendo una lógica imperial y militarista y extendiendo la trama urbana más allá de lo abarcable, el colapso es inevitable: «Como ya hace mucho lo destacara sir Patrick Geddes, cada civilización histórica se inicia con un núcleo urbano vivo, la polis, y termina en un cementerio común de polvo y huesos, una Necrópolis o ciudad de los muertos, colmada de ruinas quemadas por el fuego, de edificios aplastados, de talleres vacíos, de montañas de residuos inútiles, con la población masacrada o sometida a esclavitud». [LA CARRETERA Y LA CIUDAD]. Lo que hay que evitar es convertir las megalópolis en nuevos cementerios urbanos, necrópolis para gente que todavía respira y sueña, aunque viva en condiciones tan precarias que no se puedan denominar vida en tanto que tal:   

«Tanto desde el punto de vista político como desde el punto de vista del urbanismo, Roma perdura como una significativa lección de lo que hay que evitar: su historia presenta toda una serie de señales clásicas de peligro para precaver y hacer saber cuándo la vida se mueve en dirección equivocada. Siempre que las muchedumbres se reúnen en masas asfixiantes, siempre que los alquileres se elevan empinadamente y que empeoran las condiciones de la vivienda, siempre que una explotación unilateral de territorios distantes elimina la presión para lograr equilibrio y armonía en lo que se tiene más a mano, siempre que ocurren estos fenómenos, los precedentes de la construcción romana resurgen casi automáticamente, justo como en la actualidad podemos verlo: el circo, las altas casas de inquilinato, las competencias y exhibiciones de masa, los campeonatos de futbol, los concursos internacionales de belleza, el strip-tease que se ha vuelto ubicuo a través de la publicidad, la excitación constante de los sentidos a través del sexo, el alcohol y la violencia: todo esto es fidelidad al estilo romano.

 

Así, también, la multiplicación de los cuartos de baño y el gas excesivo en amplias autopistas; y sobretodo la concentración colectiva en masa en hechos efímeros de toda índole, ejecutados con una suprema audacia técnica. Estos son los síntomas del fin: exaltaciones del poder desmoralizado, reducciones de la vida. Cuando estas señales se multiplican, la Necrópolis está próxima, por más que todavía no haya rodado ni una sola piedra. Porque el bárbaro ya ha capturado la ciudad desde adentro. ¡Ven, verdugo! ¡Vengan, buitres!».

  Según Mumford, la decadencia no es inevitable, pero evitarla exige que los humanos se planteen las preguntas pertinentes en vez de aceptar respuestas previstas y previsibles. El mal ejemplo de la aceptación acrítica de la exploración de espacio, en vez de preguntarnos por qué la consideramos inevitable o porque no queremos seguir viviendo en el planeta en vez de esquilmarlo, sirve para plantear hasta qué punto el problema de la megalópolis no es la técnica, sino la falta de referentes intelectuales y morales desde la que abordarla. La limitación de la libertad en el ámbito de la cultura y la confusión entre cultura y espectáculo conducen directamente a la necrópolis. Pero hay otro elemento que conduce, en opinión de Mumford a la necrópolis: el utilitarismo es un error porque defiende una concepción ingenua de la tendencia natural de las cosas al orden natural que se desmiente en cualquier análisis histórico:  

«En la medida en que hubo alguna regulación política consciente del crecimiento y del desarrollo de las ciudades durante el período paleotécnico, se la estableció en armonía con los postulados del utilitarismo. El más fundamental de estos postulados era una noción que los utilitarios habían tomado, aparentemente sin saberlo, de los teólogos: la creencia en que un divina providencia regía la actividad económica y aseguraba, siempre que el hombre no interviniera presuntuosamente, el máximo bien público, a través de los esfuerzos dispersos y espontáneos de cada individuo sólo interesado en lo suyo. El nombre no teológico de esta armonía preestablecida fue laissez faire» [LA CIUDAD EN LA HISTORIA, cap. XV: Paraíso Paleotécnico: Villa Carbón].  

La planificación (no necesariamente socialista pero sí democrática) sería la única respuesta a la decadencia que las ciudades parecen llevar inscritas en su propio interior.   

Nunca se repetirá bastante que Mumford fue un idealista, lleno de confianza en el futuro de la humanidad, a condición, sin embargo, de que la ciudad no se convierta en un monstruo que haga imposible la creatividad. Mumford es un historiador forjado en la concepción de James (y en el idealismo de Emerson), cuya confianza en la democracia no puede ser puesta en duda, pero que considera la democracia no como un instrumento de asignación de responsabilidades mediante el procedimiento del voto, sino como la expresión de una serie de valores morales y reflexivos.  

«Sí, pesa sobre nosotros la carga de la renovación, de modo que nos corresponde comprender las fuerzas que crean esa renovación dentro de nuestras personas y dentro de nuestra cultura, y condensar los planes e ideales que nos impulsan a la acción consciente. Si adquirimos conciencia de nuestro estado actual, en plena posesión de nuestros sentidos, en lugar de permanecer embotados, somnolientos, pasivos, como lo estamos ahora, daremos nueva forma a nuestra vida según un nuevo patrón, ayudados por todos los recursos que el arte y la técnica coloca ahora en nuestras manos. (…) Y al final confío en que, invirtiendo orgullosamente el dictado de Blake, podremos decir: Elevado el arte, afirmada la imaginación, la paz gobierna a las naciones».  

En definitiva, para Mumford la historia muestra que la tecnología no es autónoma de las otras formas culturales y espirituales que la humanidad ha sido capaz de crear a lo largo de los siglos. Más bien al contrario, sin el humus creado por esas necesidades espirituales, la tecnología ni siquiera hubiese surgido y, si las ignora, puede ser la tumba de la humanidad.     

HOMBRE POSTHISTÓRICO Y MEGAMÁQUINA  

El concepto de «hombre posthistórico» (del libro LAS TRANSFORMACIONES DEL HOMBRE), resume la principal aportación filosófica (o como él preferiría decir «especulativa») de Mumford. De hecho, el concepto fue planteado por Roderick Seidenberg que lo usaba para designar al tipo humano que a lo largo de los tiempos ha ido pediendo fuerza a medida que ha ido dominando el mundo. En origen es, pues, un concepto que habría que situar en un cierto vitalismo anglosajón (no nietzscheano). Pero Mumford propone que «sigamos esta hipótesis hasta el fin». De hecho, la construcción de humanos posthistóricos mediante el uso de la tecnología sería algo así como el propósito de la historia desde Francis Bacon en adelante. El hombre posthistórico es el producto de la máquina y su triunfo solo es posible porque se dispone a la vez de una gran cantidad de energía y de una mentalidad técnicocientífica, instrumental. En la posthistoria: «Los tipos inadaptables, como el artista y el poeta, el santo y el campesino, serán rehechos o eliminados por la selección social. Toda facultad creadora, relacionada con la religión y la cultura del Viejo Mundo ha de desaparecer. Hacerse más humano, profundizar más en la naturaleza del hombre, perseguir lo divino, ya no son objetivos adecuados para el hombre mecánico».  

Mumford considera que en una civilización gobernada por la megamáquina: «la inteligencia producirá una sociedad similar a la de ciertos insectos, que no han cambiado en sesenta millones de años, porque cuando la inteligencia llega a una forma definitiva, no permite ninguna divergencia de su solución acabada». La sociedad del hombre posthistórico adviene cuando, siguiendo el modelo tecnológico, en la mente humana, el instinto y la inteligencia se hacen una sola cosa y queda abolida la posibilidad de encontrar diversas salidas a un problema —en la medida en que se impone que solo hay una solución ‘técnica’ a cualquier problema—. La posthistoria (el mundo de Jules Verne y H.G. Wells) es una vía de sentido único: «Al fin la vida, con sus posibilidades casi infinitas, se congelará en un molde único fundido por la sola inteligencia». El hombre posthistórico es un personaje «compulsivo», un «nihilista existencial» («¿Acaso es accidental que todas las victorias que señalan la aparición del hombre posthistórico sean victorias de la muerte?»), que vive de la destrucción —empezando por la destrucción de su propio pasado y de su misma identidad biológica— y volcado hacia fuera sin reconocer su propia interioridad. Al hombre posthistórico las emociones le sobran, como le sobra todo lo que no sea programable, «porque al final poca duda cabe de que la animosidad del hombre posthistórico contra la vida es autorestrictiva».  

«En su actitud frente a la naturaleza, desaparece el sentido de unidad y de armonía amorosa que indujo al hombre primitivo a otorgar a todo su propia vitalidad: la naturaleza se convierte en materia muerta, que ha de ser destruida, vueltas a reunir sus partes y reemplazada por un equivalente hecho a máquina. Y lo mismo la personalidad humana: una parte de ella, la inteligencia racional, es inflada hasta darle dimensiones sobrehumanas; las demás partes, desinfladas o desplazadas».     

La sociedad posthistórica es una sociedad de uniformidad mental, regida por la megamáquina.  

«Dentro del esquema posthistórico, entonces, el hombre se convierte en máquina, y se reduce en lo posible a un manojo de reflejos; se lo reconstruye en la fábrica de la enseñanza para conformarlo a las necesidades de otras máquinas».  

Las utopías, en que «se reduce o se niega toda forma de soledad [y] se reprime toda forma de ternura» se han vuelo concretas bajo la forma de la industrialización que despersonaliza hasta hacer desaparecer la libertad individual, excepto si se entiende la libertad en la lamentable forma en que la entendió Marx, es decir, como aceptación consciente de la necesidad. Por eso las utopías son peligrosísimas, en la medida en que su objetivo no es otro que la domesticación de los humanos en sociedades felices.