I
 La condición de ciudadano es el mayor logro de la civilización                   moderna. Todos los demás empalidecen ante él. Es                   más, cualquier otro, desde el acceso universal a la educación                   hasta la asistencia médica y sanitaria a toda la población,                   tienen su fundamento moral y jurídico en la entronización                   de la ciudadanía como principio. La condición ciudadana                   es la que permite hoy a los humanos hacer valer su humanidad.
              
              La ciudadanía es el espinazo del orden social democrático                   de la modernidad. Por esa misma razón, también confiere                   sentido a nuestra historia, a la reciente. Dígolo sin temor                   ante la numerosa y creciente grey de quienes creen saber a ciencia                   cierta que la historia carece de todo sentido. Así, la                   suposición, empíricamente constatable, de que desde                   las revoluciones laicas que estallaron a entrambas orillas del                   Atlántico a fines del siglo XVIII, hasta hoy, ha habido                   una corriente hacia la instauración de la ciudadanía,                   es súmamente sensata. Anunciada y razonada en sus albores                   por Alexis de Tocqueville, merece reconsideración y renovado                   análisis. Él no pudo prever los altibajos, descalabros                   y hasta catástrofes por los que estaba destinada a pasar                   esa corriente civilizatoria. Tan grandes han sido éstos,                   tanto sufrimiento, desolación y daño han entrañado,                   que uno comprende el escepticismo con el que cualquier amigo de                   la democracia tiene que habérselas al sostener que, a pesar                   de todo, tal corriente existe. Una corriente circunscrita, precaria                   y sujeta sin duda a caducidad. Pero vitalmente importante. Constatarla                   no es pues asumir grandiosidad histórica alguna, ni suponer                   el progreso indefinido e irreversible de la humanidad. Es suponer                   tan sólo que la lógica expansiva de la ciudadanía                   constituye un proceso histórico algo más que episódico.                   Es el característico de toda una era, la de la modernización,                   en combate incesante con contracorrientes y dificultades. Del                   resultado final nada sabemos. Sabemos sólo que, hoy por                   hoy, es bueno arrimar el hombro a cuanto pueda fomentar la instauración                   de una democracia cívica, de una república de gentes                   libres. Y de gentes, también, materialmente capaces de                   serlo: sin unas condiciones mínimas de existencia, a ningún                   ser humano se le puede exigir el ejercicio de la ciudadanía,                   ni tampoco el de la virtud cívica sobre el que se asienta.
  
              Las reflexiones que siguen se fundamentan en tres supuestos. Primero,                   el de que la ciudadanía es posible, progresivamente posible,                   siempre que se consolide dentro de una politeya republicana. Otras                   formas de politeya democrática, la liberal pura, por un                   lado, y la comunitarista, por otro, son incompatibles con la plena                   ciudadanía universal –para los miembros de una politeya                   determinada, ya que no se trata aquí aún de ciudadanía                   cosmopolita- aunque no lo sean con una ciudadanía más                   o menos restringida . Segundo, parto también del supuesto                   de que la teoría republicana de la ciudadanía sólo                   puede avanzar si indaga las condiciones socioestructurales de                   la fraternidad –en especial las que son adversas a una plena                   ciudadanía de todos- y propone soluciones para mejorarlas.                   En otras palabras: ni la filosofía política ni la                   ética del republicanismo, bastan. Es menester hacerse también                   con una sociología de la fraternidad. Y argumentar desde                   esa sociología. Tercero, para medrar, la ciudadanía                   exige un nivel mínimo, una masa crítica, de homogeneidad                   jurídica y de afinidad cultural dentro de una misma sociedad.                   (Amén de un mínimo de condiciones de vida que permitan                   al ciudadano, libre de penuria, pensar en la cosa pública                   como algo potencialmente suyo.) Un supuesto adicional, de carácter                   metodológico, que va más allá de estos tres                   criterios, es el de que es la ciudadanía activa -es decir,                   participativa en la esfera de lo público- la que da una                   medida de la calidad democrática que posee una politeya.                   La bondad y florecimiento de la res publica de la ciudadanía                   se calibra, en consecuencia, por la vitalidad y peso de la ciudadanía                   en el conjunto del cuerpo político. No sólo cuentan,                   para la democracia republicana, el imperio de la ley, la representación                   parlamentaria, las libertades garantizadas y la independencia                   de la voluntad ajena arbitraria –para decirlo con Baltasar                   Gracián - sino que es necesaria también una ciudadanía                   proactiva. Espero poder dar cuenta y razón de estas afirmaciones                   a lo largo de cuanto sigue. 
II
              Las tres ciudadanías
 Las sociedades que gozan de politeyas constitucionales democráticas                   basan su orden político en la delegación popular                   de poder y autoridad en cuerpos de legisladores, gobernantes,                   administradores y magistrados . Los dos primeros suelen ser electos.                   Los demás, nombrados por los electos. Queda un conjunto                   de derechos cívicos –los de opinión, manifestación                   pública, recursos contra la autoridades- que siguen detentados                   por la ciudadanía.
              
              Esta situación divide automáticamente al cuerpo                   político en dos sectores: el formado por quienes detentan                   cargos –legisladores, magistrados, funcionarios- y quienes                   integran la sociedad civil . Esta es la dicotomía clásica                   de la politeya democrática. Aunque presente problemas de                   interpretación y a menudo de demarcación entre las                   dos esferas, no será aquí objeto directo de análisis.                   Éste se centrará en la naturaleza de los ciudadanos                   que caen dentro del vasto ámbito de los gobernados y sobre                   sus formas de entrada y participación en la esfera de lo                   público. 
              La institución de la ciudadanía es una de las consecuencias                   históricas de la vida urbana. Es el resultado de la destribalización                   de la sociedad que ella, inevitablemente genera primero intramuralmente,                   después también extramuros. La producción                   urbana de la ciudadanía es el paso previo a la otra creación                   de la ciudad, la democracia. (Desgraciadamente, la segunda no                   siempre sigue a la destribalización, pero ciertamente no                   hay democracia sin ese paso previo.) Durante largo tiempo la ciudadanía                   se dio sólo en ciertas ciudades, democrática o semidemocráticamente                   constituidas. Por su parte, la ciudadanía moderna procede                   de la territorialización de esa institución, merced                   al apoyo de una nueva institución, el estado. La democracia                   resultante se fundamenta en la dicotomía entre gobernantes,                   administradores (con facultad ejecutiva) y legisladores por un                   lado y la ciudadanía sin cargos, aunque con derecho a opinar,                   protestar o aprobar, asociarse y manifestarse colectivamente,                   por otro. (Un tercer elemento fue el de la consolidación                   de una leal oposición al gobierno, plenamente legítima,                   formada también por ciudadanos con cargo.) Desde ese instante,                   se planteó la cuestión, tan filosófica como                   práctica, del alcance de la actividad política,                   de la participación, de la ciudadanía sin cargos.
  
              La atención recibida por ésta no ha sido poca desde                   el alba de la democracia hasta hoy. Abunda la literatura dedicada                   a la participación de la ciudadanía o falta de ella                   así como a la manipulación de los ciudadanos y a                   la demagogia y sus límites. La teoría política                   democrática no ha ignorado el cuerpo de los ciudadanos.                   Pero tal atención no es comparable por la recibida desde                   siempre por la clase política. Lo decisivo para tal teoría                   era y es esclarecer la concurrencia entre elites, la dinámica                   entre facciones o partidos, las tendencias oligárquicas                   dentro de cada uno de ellos, y así sucesivamente. Conocer                   la naturaleza y dinámica de la ciudadanía no dedicada                   profesionalmente a la política ni detentadora de funciones                   públicas poseía para ella, evidentemente, mucho                   menor interés.
  
              De hecho abundantes observadores han ignorado el peso de la ciudadanía,                   la han tenido como algo secundario en la vida de una politeya                   democrática. Algunos, sin embargo, se han planteado la                   vida política activa de la ciudadanía ordinaria                   como algo crucial para la democracia. Con ello asumían                   que ésta sólo existe de veras en el marco de una                   población dotada de un mínimo de actividad pública.                   Ese mínimo de ciudadanía debía ser muy superior,                   no obstante, a la mera participación ciudadana en las elecciones                   u otras consultas populares propias de toda democracia.
  
              No es posible determinar a ciencia cierta el nivel participativo                   que caracteriza a la ciudadanía que cumple ese mínimo.                   Podemos, eso sí, bosquejar algunos de sus rasgos. Por lo                   pronto, sabemos que la ciudadanía a la que, desde una perspectiva                   política cívica, es menester prestar atención                   no es necesariamente la que se confluye en las manifestaciones                   públicas multitudinarias, que jalonan la vida de una democracia                   y que llegan a a constituir parte esencial de su historia y hasta                   de su épica. Ni tampoco, al otro extremo, el comportamiento                   abstencionista en el voto y en la opinión pública.                   Tanto la Stimmungsdemokratie, o democracia emocional, como la                   apatía son radicalmente distintas, cuando no hostiles,                   a la verdadera democracia cívica. No así la mera                   desafección a un régimen democrático. Yerran                   quienes han hecho un problema de la desafección a la política                   en condiciones de democracia pensando que es algo preocupante                   y peligroso , puesto que tal desafección sólo lo                   es si va acompañada de la inactividad pública. La                   desafección hacia gobiernos democráticos no es necesariamente                   apatía, sino un sentimiento de desazón y hartazgo                   capaz, en ciertos casos, de estimular iniciativas cívicas                   muy significativas.
  
              En efecto, el escepticismo hacia los partidos políticos                   o la política partidista, socava la democracia solamente                   si representa un repliegue absoluto hacia la privacidad, acompañado                   de manifestaciones privadas de cinismo político. En cambio,                   la actividad pública no partidista que brota del ámbito                   privado cívico es parte esencial de la democracia y la                   refuerza. (Otra cosa, muy distinta, es que la teoría y                   la ciencia políticas le hayan dedicado tan poca atención                   hasta hoy.) Aquello que sin duda debe llamarse lo privado público                   consiste en el ejercicio de la virtud cívica por medios                   distintos a los partidistas o funcionariales públicos.                   Desde una asociación de vecinos a una organización                   cívica altruista (a menudo llamada con el equívoco                   de ‘organización no gubernamental’) toda coalición                   de ciudadanos establecida para lograr objetivos públicamente                   loables, incluso si resultan incómodos a los gobiernos,                   pertenece a la democracia, y en especial a la republicana. A menudo                   hay sociedades democráticas con fuerte grado de descontento                   o desfección al gobierno entre la ciudadanía que                   no obstante generan una fuerte actividad pública cívica,                   una potente presencia de lo privado público. Ello es así,                   no a pesar de que esté presente la desafección,                   sino precisamente porque lo está. En tales casos, el desencanto                   engendra participación. Aunque sea por otros medios de                   los previstos por ciertos manuales. La actividad de lo privado                   público es la continuación de la democracia por                   otros medios.
  
              Toda teoría democrática que no preste atención                   honda a la presencia cívica en el ámbito público                   es incompleta. Lo privado público es un componente crucial                   de la estructura lógica de la buena politeya. Por consiguiente,                   la distinción tradicional entre una ciudadanía activa                   (encuadrada en partidos) y otra pasiva (y hasta indiferente o                   apática), es pobre. La calidad de una democracia depende                   asimismo de la textura y la actividad pública presente                   en la sociedad civil. 
              Analíticamente, pues, cabe distinguir tres categorías                   de ciudadanos según el modo e intensidad de su participación                   en la politeya democrática. Los políticos son los                   ciudadanos con cargo, en el gobierno o la oposición, así                   como en la administración de la cosa pública, para                   quienes la política o su aplicación son parte esencial                   de su ocupación o profesión. Los ciudadanos pasivos                   son aquellos que se limitan a cumplir con un mínimo de                   obligaciones, aunque en momentos efímeros de emoción                   colectiva puedan manifestarse públicamente. Para ellos                   el ejercicio de la virtud cívica consiste en la obediencia                   rutinaria a la autoridad legítima, es decir, el pago de                   contribuciones sin evasión fiscal detectable, el relativo                   buen comportamiento en la vía pública, y demás                   expresiones de buena conducta cívica aceptable, amén                   de su presencia en las urnas.
  
              Son, por su parte, ciudadanos activos quienes, sin ser profesionales                   de la política, intervienen en la esfera pública                   para mejorar las condiciones de la vida democrática, ejercer                   su propia libertad y, sobre todo, cultivar la virtud suprema de                   la república, la fraternidad. Los ciudadanos activos son,                   esencialmente, proactivos, es decir, toman iniciativas para cumplir                   estos fines, al margen o más allá de situaciones                   que les hayan perjudicado o dañado. En otras palabras,                   las frecuentes protestas ciudadanas contra decisiones gubernamentales,                   que llegan a ser altamente movilizadoras, no están compuestas                   necesariamente por ciudadanos activos en sentido estricto. Así,                   la construcción de un presidio en un barrio que provoca                   la airada respuesta de las gentes que lo habitan no hace de ellas                   ciudadanos activos, o proactivos. Prueba de ello es que, al mismo                   tiempo, esperan del gobierno una mayor represión contra                   la delincuencia y la ampliación de las instituciones carcelarias                   . La ciudadanía pasiva, cuando es meramente reactiva, por                   mucho que se agite, no entra en la categoría de la proactiva.                   (Esta requiere tenacidad, continuidad y voluntad de presencia                   en el espacio público, más allá de cualquier                   agravio específico o interés circunscrito a defender.)                   Otra cosa es que, en ciertos casos, una reacción defensiva                   original desencadene ulteriormente una metamorfosis del movimiento                   en el que se encarna en dirección altruista proactiva.
  
              La distinción entre participación y pasividad aquí                   trazada debe distinguirse muy cuidadosamente –aunque existan                   paralelos sutiles- de la otra distinción, clásica,                   tan bien elaborada por Benjamin Constant, entre la ciudadanía                   participativa de la plaza pública y el derecho a la privacidad                   y al ámbito íntimo . Éste último incluye                   el derecho a no estar en el ágora, a retirarse al hogar                   o al cultivo de los propios menesteres y aficiones. (Sin que Constant                   asumiera que los antiguos careciesen del derecho a recogerse o                   a abstenerse de participar en lo público, en abundantes                   casos.) Que la libertad de los antiguos, como señalaba                   Constant no fuera equiparable a la de los modernos, que ciertamente                   incluye ese derecho a recogerse y a no participar y a estar solo                   de ningún modo empaña la cuestión de dilucidar                   qué medida de indiferencia ciudadana puede admitir la democracia                   hoy sin menoscabo de su naturaleza como tal.
  
              Las ‘tres’ ciudadanías son manifestaciones                   de una única categoría básica, la de la ciudadanía,                   que a las tres une y legitima. Son tan distintas, empero, que                   merecen tratarse como tales para comprenderlas. Representan otros                   tantos tipos ideales de inserción en la politeya. Cada                   una pivota sobre un elemento político distinto. (a) La                   autoridad es propia del cargo, la representación y la habilitación                   para el ejercicio del poder, de acuerdo con la ley, sobre los                   demás ciudadanos. (b) El derecho a la existencia digna                   es propia de la mera ciudadanía, e incluye protecciones                   legales, garantías de libertad, subsidios y servicios,                   así como derechos de voz y voto. (c) El altruismo como                   cultivo de lo privado público, es el ejercicio de la virtud                   cívica por parte de aquellos ciudadanos que así                   lo desean. La virtud cívica no se deja confundir con el                   mero civismo. (Ni tampoco debe identificarse altruismo con fraternidad,                   aunque hayan similitudes entre ambas.) 
              El civismo es una crucial virtud menor, sin la que es imposible                   la convivencia civilizada. La virtud cívica, propiamente                   dicha, es la promoción privada, activa y libre, de bienes                   públicos comunes o de las buenas condiciones de vida de                   terceros. (En términos filosóficos, consiste en                   la promoción intencionada de la vida buena de los demás                   y, a través de tal promoción, de la vida buena propia.)                   Una asociación cívica dedicada a la protección                   ambiental, por ejemplo, cumple la primera misión, el cuidado                   y fomento de un bien público. Otra, dedicada a combatir                   la explotación del trabajo infantil y a fomentar la escolarización                   de la infancia, interviene a favor de unos terceros específicos.                   Cumple la segunda. En ambos casos se honra la quintaesencia de                   la ética política republicana.
  
              La realidad permite tantos claroscuros como se deseen en el análisis                   de estos tres tipos ideales, así como de matizaciones respecto                   a los diversos pasajes de uno a otro estado. (Un ciudadano es                   proactivo en una época de su vida, y deja de serlo en otra.)                   De la misma manera, la intensidad y la cualidad de la participación                   deben tenerse en cuenta antes de emitir juicios morales o decidir                   si una forma de participación es beneficiosa o perniciosa                   para la vida de la república. La ocupación de edificios                   abandonados que atente contra derechos de propiedad puede hacerse                   en nombre de una redistribución más equitativa de                   la riqueza al tiempo que incrementa en ciertos casos la insalubridad                   o produce el deterioro de inmuebles, por ejemplo. Lo que suele                   llamarse activismo varía en cada caso: es tan activista                   quien enarbola cuasi profesionalmente la causa de un movimiento                   social cívico y no partidista, como el ciudadano que expresa                   su preocupación y sus anhelos solidarios de modo individual.                   Es decir, la virtud cívica puede enmarcarse en una organización                   voluntaria o puede expresarse individual e independientemente,                   sin que sea posible considerar que una de estas dos manifestaciones                   sea superior a la otra. Depende, además, de que los lazos                   y redes sociales favorezcan su ejercicio: el ciudadano proactivo                   no suele ser un héroe solitario . Todas éstas variedades                   y matizaciones presentan algunas dificultades interpretativas.                   No se despejan fácilmente. Pero no imposibilitan el análisis                   de la dimensión ciudadana de la vida democrática. 
  
              Más allá de tales dificultades, sin embargo, la                   distinción de las tres ciudadanías supera algunas                   de las señaladas por la dicotomía tradicional entre                   élites politicas y electorado potencial. Ceñirse                   a ésta condena la teoría democrática a no                   ir más allá de las concepciones clásicas,                   tales como la de la circulación de la élites de                   Pareto, la de la ley de hierro de la oligarquía de Michels,                   la del empresariado político de Schumpeter y la de la poliarquía                   de Dahl. Estas, más alguna otra, son fundamentales y complementarias                   entre sí. Se refuerzan mútuamente y constituyen                   el acervo sólido de la sociología política.                   No obstante, ninguna de ellas ha sabido habérselas satisfactoriamente                   con la cuestión de la ciudadanía activa (o proactiva)                   y su peso y función, nada marginal, en el seno de la vida                   republicana. 
            
III
El ejercicio público de la fraternidad
 Las tres suertes de ciudadanía no son, del todo, abstracciones.                   Así, es obvio que en las democracias liberales hallamos                   ciudadanos que, individualmente, se encuentran situados en cada                   una de las tres categorías. Los ciudadanos activos independientes                   de todo grupo son muy numerosos. Van desde el intelectual crítico                   hasta el cargo público al que se accede por cooptación,                   dadas las reales o presuntas cualidades del nombrado, pasando                   por los muchos ciudadanos que, por su cuenta, entran en la esfera                   proactiva, específicamente para la promoción de                   una causa determinada, sin integrarse establemente en movimiento                   social alguno. 
              Sin negar, sino al contrario, la vital importancia que tienen                   estos ciudadanos ‘flotantes’ –aunque no precisamente                   a la deriva- para la prosperidad de una buena república,                   lo cierto es que la textura de la democracia hay que buscarla                   muy especialmente en su red asociativa. Ella es la esencia de                   la sociedad civil. Su presencia es tan crucial como la de la esfera                   pública organizada en partidos, sindicatos, agencias oficiales                   e instituciones de derecho público. Su importancia para                   la calidad de la democracia es de igual alcance que la de esta                   última. Las democracias que carecen de sociedades civiles                   vigorosas que alberguen a ciudadanías con una mínima                   densidad cívica asociativa y un número sustancial                   de ciudadanos individuales proactivos son democracias indigentes.
  
              Para establecer la naturaleza de la urdimbre de una politeya hay                   que considerar, no sólo cuántas, sino cómo                   son sus asociaciones cívicas. La politeya se define tanto                   por la calidad de su vida política como por la densidad                   cívica, en especial por aquel sector dentro de ella dedicado                   al altruismo. Por sí sola, la suerte de gobierno que posea                   una determinada sociedad, no da la medida justa de la calidad                   de su democracia. Las asociaciones voluntarias que cubren el ámbito                   de las establecidas para la promoción de los intereses                   propios de cada colectividad a menudo contribuyen a establecer                   la bondad de un cuerpo político, pero no bastan. (Muchas                   de ellas se establecen para defender intereses sórdidos                   o perniciosos.) Amén de las instituciones básicas                   de la democracia –partidos políticos, opinión                   pública vigorosa, garantías jurídicas para                   todos- las que son hoy en día cruciales para establecer                   la justa medida de tal bondad pública y política                   de una politeya son las vinculadas al cultivo de la fraternidad                   cívica, es decir, del altruismo. Es éste el que                   moviliza ciudadanos para promover, más allá de la                   política institucional oficial, los intereses de otros,                   o en algún caso, como en el de quienes que se esfuerzan                   por la salvación de la sostenibilidad del planeta, por                   los de la humanidad misma . Según mi vocabulario, las asociaciones                   solidarias se mueven en el ámbito de lo privado público.                   Sin ignorar el alcance de las asociaciones cívicas de interés                   propio, dedicaré aquí la necesaria atención                   a las dedicadas al ejercicio del altruismo . 
  
              Tomarse en serio el ejercicio público y social de la fraternidad                   no resulta fácil, fuera de la retórica sentimental                   o la mentira ideológica más flagrante, fondamentada                   en un ‘buenismo’ peligrosamente acrítico. No                   sorprende pues que hasta quienes se dicen amigos del republicanismo                   expresen abundantes y muy serias reservas, tanto sobre motivos,                   como sobre las razones de las actividades cívicas solidarias                   o fraternas . La literatura en torno a la solidaridad ciudadana                   está plagada de advertencias, desconfianzas e incredulidades.                   (Todo ello muy acorde con la inveterada actitud sociológica,                   tan propia de nuestro tiempo, de la sospecha.) Mal entendida la                   herencia de Maquiavelo una vez más, la desconfianza propia                   de toda buena ciencia social ha socavado la concepción                   menos malévola de la naturaleza humana que, sin dudar de                   la inmensa fuerza de nuestras intenciones egoistas o hasta taimadas,                   admite una distribución desigual, precaria, pero altamente                   significativa, de la buena voluntad, compasión, empatía                   y demás virtudes de las que la raza humana también                   suele ser capaz . Es como si la garantía de cientificidad                   u objtevidad de un análisis estuviera asegurada ignorándolas                   o dejando claro que, si existen, son factores, irrelevantes. Por                   fortuna cada vez es mayor el volumen de las aportaciones que constatan                   fehacientemente el alcance real, nada despreciable, de tales virtudes                   en cualquier sociedad, incluso en aquellas cuya estructura y dinámica                   fomentan la insolidaridad, el individualismo oportunista y la                   concurrencia universal despiadada, más allá de la                   reciprocidad calculada o la estrategia .
  
              Al margen de toda especulación sobre la naturaleza última                   del altruismo, lo cierto es que las manifestaciones más                   palpables de la solidaridad cívica han experimentado hoy,                   en los países prósperos, una inesperada revitalización.                   Ello ha acaecido precisamente cuando un conjunto de corrientes                   históricas parecían conspirar, juntas, en la destrucción                   definitiva de la democracia liberal tradicional, socavando su                   sociedades civiles, y ‘masificando’ su estructura.                   El advenimiento de la presunta y destructiva sociedad de masa                   –con su política y cultura de masas- junto al auge                   de la corporatización, el corporativismo y la burocratización                   del mundo, de haber ocurrido como sus teóricos pretendieron,                   no hubieran permitido la considerable revitalización contemporánea                   de la sociedad. La hubieran arrasado. Sin embargo, algunos de                   los problemas engendrados por esas corrientes son constatables.                   La concepción de la sociedad moderna como sociedad masa                   está sólo parcialmente equivocada, aunque sus errores                   no sean menores. Ni ella, ni la concepción rival que otrora                   predecía una vasta revuelta proletaria que impondría                   un nuevo orden, igualitario, libre y radicalmente democrático,                   han suministrado una versión acertada de lo que acaece.
              Lo cierto es que, que, en condiciones que en no poca medida supo                   describir la teoría de la masificación de la sociedad                   moderna se produce hoy un auge constatable de las asociaciones                   cívicas solidarias o altruistas. Por lo pronto, ello significa                   que la potencia avasalladora que se atribuía a las fuerzas                   masificadoras no ha sido tanta. Y también, como columbro,                   que ha tenido lugar algo muy distinto de lo esperado por la teoría.                   En efecto, han sido precisamente la relativa masificación                   y burocratización del mundo, el incremento del poder estatal                   y la distancia entre éste y la ciudadanía, además                   de la invasión mediática de la cultura popular,                   los factores que han estimulado la constatable reacción                   cívica hacia la recuperación privada de la vida                   pública. El republicanismo intuitivo de una ciudadanía                   impaciente que recobra parcial pero significativamente el protagonismo                   es más deudora de la profesionalización de la política,                   la gerencia administrativa y anónima de la cosa pública                   y la colonización mediática de la cultura popular                   de lo que pueda parecer a primera vista . En otras palabras, la                   participación ciudadana constituye una rebelión                   pacífica contra los abusos de estas fuerzas antidemocráticas.
IV
              La sociedad abierta y sus forasteros
 Las corrientes que presuntamente conducían hacia la sociedad                   masa eran siempre homogeneizadoras. Simplificaban la desigualdad                   mediante una dicotomía entre élites y masas. Simplificaban                   la cultura a través de los medios masivos de comunicación.                   Simplificaban la política mediante la manipulación                   de la opinión pública y el control minoritario de                   los resortes del poder. Y, finalmente, simplificaban la economía                   a través de la corporación, el mercado y el consumo,                   una vez más, de masas. La patética presencia de                   logotipos diferenciadores no oculta, reza la doctrina, la producción                   industrial masiva de toda suerte de bienes. Disminuye así                   la complejidad y perece la aguda diferenciación interna                   propia de toda sociedad libre y creativa. La noción de                   eclipse de la comunidad tan crucial para quienes de tal manera                   han querido comprender el mundo de nuestro tiempo, venía                   a ser crucial para ese modo de entender las cosas . 
              
              Como acabamos de señalar, sin embargo, la proliferación                   e intesificación, no sólo del asociacionismo cívico                   en general, sino también del cívico altruista en                   muchas sociedades avanzadas ha mostrado el flanco débil                   de tal concepción. En efecto, la sociedad contemporánea                   es mucho más diversa y menos adocenada de lo previsto por                   la teoría de la imparable masificación. Pero eso                   no ha sido todo. Algunas de las tendencias demográficas,                   poblacionales y migratorias propias de la sociedad contemporánea,                   espoleadas en muy gran parte por la aceleración del proceso                   de mundialización, han venido, inesperadamente, a complicar                   la urdimbre misma de nuestras sociedades. Este hecho, combinado                   con el del auge inesperado también del localismo, el nacionalismo                   étnico, la afirmación del barrio étnicamente                   distinto, en urbes y villas, junto a otras tendencias autóctonas                   de afirmación comunitaria, ha engendrado toda una preocupación                   por lo étnico, lo multicultural y lo intercomunitario prácticamente                   inexistente poco tiempo ha. Este último acontecimiento                   me servirá ahora como pretexto para seguir analizando la                   noción de ciudadanía tal y como se presenta en nuestro                   mundo.
  
              Intuitiva o articuladamente el pensamiento político ha                   reconocido siempre la existencia de las tres expresiones de la                   ciudadanía a las que me refería, que sólo                   en apariencia son tres suertes sustancialmente distintas de ella.                   Como ya se ha indicado, ciudadanía no hay más que                   una, en el fondo y por definición. No obstante, el análisis                   político siempre ha solido distinguir sensatamente entre                   varias manifestaciones posibles. Así, es de total propiedad                   constatar la presencia de una ‘ciudadanía precaria’                   , o reconocer diversos grados de acceso a la autoridad y al poder,                   de modo que pueda hablarse, en el discurso corriente, de ‘ciudadanos                   de segunda’. ás allá de las mínimas                   condiciones materiales y de vida sin las cuales es imposible la                   ciudadanía generalizada, la fundamentación compartida                   por las diversas ‘ciudadanías’ es la dignidad                   de la persona humana, su soberanía moral y por lo tanto                   cívica. Ésa es la infrastructura moral que suministra                   el derecho universal de los seres humanos a ser parte constitutiva                   de la politeya, a ser respetados como depositarios de responsabilidad                   y albedrío. Es un derecho de principio compartido por todos                   y cada uno de los miembros plenos de la ciudad o del cuerpo político                   general pero reconocido de hecho muy precariamente, cuando no                   ignorado, por gran parte de la población. Su fuerza, por                   lo tanto, es constituir un principio inspirador de conductas conducentes                   a su puesta en vigor, a veces bajo el imperio de la ley constitucional.                   Otras veces, el mero civismo, aunque no esté apoyado en                   una convicción profunda sino en la de que la buena educación                   es ventajosa para la convivencia, palía eficazmente las                   inclinaciones discriminatorias que pueda sentir una parte sustancial                   de las gentes. No son civismo y la civilidad aspectos menores                   de la convivencia ni algo que no deba tomar en serio la ciencia                   social o la política cívica de las autoridades,                   en especial las urbanas .
              La debilidad de ese principio universal de ciudadanía,                   en cambio, procede de la existencia de intensas relaciones sociales                   (tribales, comunitarias, de desigualdad) y credenciales (prejuicios,                   concepciones particularistas, lealtades fundamentalistas) que                   la frenan o, abiertamente, la excluyen. Es crucial reconocer aquí                   que no sólo el prejuicio de una ciudadanía circundante                   aisla y capitidisminuye la puesta en vigor de la plena ciudadanía                   de los miembros de las comunidades ‘distintas’ insertas                   en ella sino que también la natural inclinación                   aislacionista de toda comunidad minoritaria y diferente contribuye                   a debilitar la aplicación del principio de ciudadanía                   plena y universal . Será preciso volver sobre esta cuestión.
  
              En tanto no se establezca un derecho universal de ciudadanía                   en toda la Tierra, es decir, hasta cuando se haya producido la                   mundialización de la institución, y por lo tanto                   de la sociedad civil , si es que algún día se alcanza,                   los ‘distintos’ de cada lugar o sociedad no entrarán                   en todas partes y del todo en la categoría de ciudadanos                   plenos. La generalización del orden civil universal que                   acarreó consigo la modernidad política y jurídica                   en cada estado planteó pronto serias dificultades para                   entender jurídicamente a los extranjeros que en ellos se                   encontraban. Todas las sociedades son permeables y todas contienen                   individuos que forman comunidades, de algún modo distintas                   a la mayoría o a la colectividad que posee hegemonía                   dentro de la politeya. Estas comunidades suelen estar formadas                   por forasteros o gentes que han dejado de serlo (así, pueden                   llevar varias generaciones morando en un país dado) pero                   que son percibidos como tales por el sector socialmente hegemónico.                   (En la célebre expresión de Simmel, el forastero                   no es el que viene de fuera sino el que viene de fuera y permanece.)                   A menudo, la sociedad anfitriona – ¡por usar un lugar                   común algo dudoso, pues con el paso del tiempo, una sociedad                   deja de serlo, del mismo modo en que el Gastarbeiter deja de ser                   Gast!- se permite el lujo de no extender la ciudadanía                   a los ‘forasteros’ o ‘extraños’                   apoyándose en el hecho de que, si bien toda colectividad                   presente en una sociedad necesita integrarse en ella como hecho                   estructural, éste no es moral, ni jurídico más                   que como principio. (Lo que no es poco.) Mientras sea un extraño,                   el inmigrante será un forastero. Y lo serán si continúan                   siéndolo, su prole y sus descendientes. 
  
              Más allá de prejuicios intercomunitarios, ello es                   así porque en una politeya determinada la forzosa integración                   sistémica que acarrea toda convivencia en una misma economía,                   no entraña integración social, como enseña                   la muy útil y clásica distinción sociológica                   . Desde la formación de guetos hasta la consolidación                   de clases parias o intocables, pasando por la del reconocimiento                   del status especial de los metecos, la humanidad ha ido encontrando                   a través de su historia sus modos de habérselas                   con el imperativo de relegamiento cultural o jurídico al                   que obliga la estructura misma del orden político, de desigualdad                   y privilegio de cada sociedad, que simultanea con el imperativo                   de incorporación económica. La forzosa inserción                   en el mercado de trabajo o en la división social de las                   tareas (integración sistémica) se acompaña                   así con una falta de inserción en los otros campos                   de la vida (integración social). La concesión de                   derechos políticos, sanitarios, educativos y fiscales al                   forastero o sus descendientes incrementa la integración                   sistémica que ya suministra la entrada en la economía                   pero no así la social. Esta, cuando ocurre, va en zaga                   a la primera, y mantiene por lo tanto una distancia tensa, que                   sólo el paso del tiempo acorta y la cultura cívica,                   si es potente, va erosionando. 
  
              Para ahondar más en este asunto es imperativo contemplar                   primero la estructura misma de la sociedad en la que surge. Cuando                   se estudia la cuestión de la llamada inclusión o                   exclusión social de quienes no son ciudadanos –los                   inmigrantes, por ejemplo- es menester tener en cuenta esta cuestión                   crucial, a menudo olvidada. La concepción multiculturalista                   de la desigualdad invita a no percibirla. Invita a entender una                   sociedad compleja como si de un mosaico más o menos variopinto                   se tratara, en el que la única política social necesaria                   para establecer una buena democracia consistiría a exhortar                   a todos a respetarse mutuamente y permanecer lo más distintos                   posibles, enn nombre de una metafísica ‘dentidad’                   siempre indefinible. Todo esto olvida una de las más sólidas                   tradiciones del análisis sociológico de la desigualdad                   social.
  
              Por lo pronto, recordemos que la propia estructura de la desigualdad                   de un país dado posee sus criterios establecidos de cierre                   social, discriminación, marginación y acceso a cada                   clase, elite, colectividad. Por ello una masa muy vasta de literatura                   o discurso contemporáneo que habla de ‘exclusión’                   o de ‘integración’ sociales, entre otras expresiones,                   lo hace con una espectacular medida de irresponsabilidad al ignorar                   inexplicablemente el hecho de que la sociedad receptora misma                   posee sus propios y a veces férreos criterios de desigualdad.                   Es decir, para invocara Weber, sus criterios específicos                   de cierre social. ¿Porqué habría de integrar                   socialmente a sus forasteros una sociedad que no integra a sus                   propias clases subordinadas? ¿O que lo hace de modo atenuado,                   o discriminatoriamente sutil? ¿Porqué en las clases                   subordinadas no habrían de repetir con los recién                   venidos, o con aquellos que retienen por largo tiempo su condición                   forastera, los mismos criterios de discriminación y supraordenación,                   usando de nuevo una expresión simmeliana, que a ellos los                   mantiene en posición subalterna? ¿Porqué                   quien posee posición subalterna no gana con poseer sus                   propias capas o grupos subalternos? 
              El forastero entra, ante todo, en una sociedad de clases, aunque                   salga de otra cuyas pautas de desigualdad son más agudas,                   crueles e incomparables a las que encuentra. Al margen del alivio                   que pueda sentir al comparar las condiciones de las que escapa                   con las posiblemente más llevaderas de las que encuentra,                   el forastero tiene que hallar su lugar en ella. Ésta no                   es más que en apariencia una sociedad compacta, homogénea,                   dotada de una movilidad social óptima. Además, el                   inmigrante no se inserta en una clase subordinada, sino que encuentra,                   dadas sus características ocupacionales, lingüísticas                   , raciales, religiosas, u otras, su lugar aparte dentro de ella.                   Un lugar a menudo subordinado.
  
              Pero no siempre. Las comunidades foráneas de clase media                   profesional, por ejemplo, son capaces de insertarse en los niveles                   correspondientes en la estructura de la desigualdad, y de iniciar                   pronto a la integración social y hasta la fusión                   con la sociedad receptora. Si ello no acaece –como en el                   caso con la próspera diáspora china en muchos países                   del Sudeste asiático- se forman y persisten poderosas minorías                   étnicoculturales socialmente excluidas (o autoexcluidas),                   económicamente privilegiadas. Un fenómeno al que                   la crítica presta demasiada poca atención, a pesar                   de que su presencia es fuente de vastos movimientos populares                   intermitentes de persecución, movidos por la demagogia                   pero basados en el resentimiento, que en no pocos países                   con frecuencia desencadenan choques y matanzas de extrema crueldad                   . Por lo menos en los países occidentales la atención                   siempre se dirige, compasivamente, hacia las comunidades forasteras                   discriminadas, o ‘excluidas’ entre las clases subordinadas,                   con flagrante olvido de las real o presuntamente privilegiadas.                   Que son las que más se benefician de la estructura general                   de la desiguadad prevaleciente en su propia sociedad. 
  
              Que algunos perciban la inserción de vastas poblaciones                   inmigradas como un ‘problema’ propio de la sociedad                   receptora es ya, de por sí, preocupante, cuando en la medida                   en que el problema es principalmente el del migrante. Tengo para                   mí que el asunto deja entenderse si se atiende primero                   con serenidad a algunas de las disfunciones creadas por toda colectividad                   forastera en la sociedad receptora, disfunciones que a menudo                   son mucho menores que los efectos funcionales para ésta.                   Estamos anteefectos perversos de un fenómeno que es, globalmente,                   benéfico para la sociedsd receptora, que ve incrementada                   su prosperidad, capital humano y riqueza cultural. Otra cosa,                   mucho más grave, es que nuestra atención analítica                   y crítica se centre erróneamente sobre la aparición                   de colectividades y comunidades excluidas o aisladas en el seno                   de la sociedad receptora como si ésta no tuviera sus propios                   criterios internos de cierre. Dicho de otro modo, la sustitución                   de la preocupación clásica por la desigualdad social                   y la estructura clasista de las sociedades modernas por una preocupación                   única por la discriminación étnica empobrece                   la capacidad de análisis de la teoría social y de                   la teoría moral. El desplazamiento del análisis                   clasista tradicional por un comunitarismo presuntamente emancipatorio                   que no lo tiene en cuenta representa una regresión lamentable                   para la sociología.
  
              La universalización de la ciudadanía crea algunas                   de las dificultades que hoy conocemos. No sólo son nuestros                   ordenamientos jurídicos lo que las producen –la parsimonia                   en la concesión de documentación ciudadana y permisos                   de residencia y trabajo- sino también la cultura moral                   de la modernidad . Así, mientras que diversas inercias                   sociales inclinan hacia el relegamiento de las crecientes colectividades                   inmigrantes, de distinta cultura, lengua y raza, las exigencias                   y demandas del mercado fomentan la integración sistémica,                   al margen de la social, y por lo tanto, escoran el comportamiento                   de las gentes hacia la solución tradicional, el aislamiento                   cultural y político de las colectividades o comunidades                   forasteras. Naturalmente, si que ello sea óbice para su                   incorporación económica y ocupacional. Es más,                   ésta última se estimula, sobre todo cuando así                   lo exige el mercado de trabajo.
  
              El resentimiento (disfrazado de prejuicio social) del que suelen                   sufrir las comunidades foráneas o simplemente ‘distintas’                   pero dotadas de buenos recursos económicos o profesionales                   no es menos intenso que el que las clases subordinadas de las                   sociedades receptoras sienten hacia las minorías dominantes                   y no integradas. Sin embargo, en las sociedades occidentales éstas                   tienen abundantes recursos para paliarlo. Sobre todo confundiéndose                   con las clases privilegiadas y atenunando su distinción                   étnica. En todo caso el resentimiento, esa noción                   clave que la sociología heredó de Nietzsche a través                   de la formulación de Weber, se intensifica a base de nociones                   perfectamente erróneas, empezando por la de que los forasteros                   ‘vienen a quitarnos nuestro trabajo’ y acabando por                   la de que son sucios, desarrapados, torpes en el uso de la lengua                   oficial o predominante y hasta delincuentes en ciernes.
  
              La consolidación de la integración sistémica                   frente a la social es, contra lo que reza la teoría predominante                   de la llamada exclusión social, fruto de varias tendencias                   complementarias y esencialmente distintas. El mercado de trabajo                   ofrece integración sistémica: mano de obra no especializada                   si las condiciones son favorables, oficios y comercios muy especializados                   –a veces con buenos sueldos o ingresos altos- y demás                   fuentes de inserción. La dimensión clasista, la                   comunitaria y la cultura, en cambio, coinciden en la consolidación                   en forma de mosaico de toda la sociedad. Y ésta, como he                   insinuado ya más arriba, no sólo se refuerza a través                   de la discriminación que le dedica cada clase o colectividad                   social de la sociedad receptora, ya fundida en gran medida, a                   lo largo de batallas históricas sin cuento, en una sóla                   politeya de ciudadanos distintos y desiguales pero acomodados                   en una comunidad cívica compartida. Se refuerza también                   por su propia insistencia en reconstruirse a sí misma como                   comunidad de paisanos, poseedores de un carisma compartido, intransferible,                   al que se atribuye una cualidad numinosa, la de la identidad .                   Esta resistencia a la fusión –no siempre, ni las                   más de las veces- suele obedecer a fuerzas objetivas y                   poderosas, como la de necesidad de comunidad en un entorno ajeno                   potencialmente hostil. (Si bien puede resultar favorecida por                   factores del todo ajenos a los valores civiles republicanos; la                   religión, por ejemplo, como un modo de identidad contrario                   a ellos.) Uno de los costes de esa resistencia natural a la fusión                   es el mantenimiento de la diferencia, y por lo tanto, de la desigualdad. 
  
              La extensión de la ciudadanía topa puesa un tiempo                   con la tendencia centrípeta de la comunidad existente de                   ciudadanos a no incluir quienes se perciben como esencialmente                   extraños a ella y con la tendencia centrífuga de                   cada comunidad a permanecer fuera del núcleo cívico                   hegemónico. 
              Mantener y cultivar la diferencia será, posiblemente, bueno                   y deseable . Pero a nadie debe escapársele que diferencia                   y desigualdad, aunque son dos fenómenos opuestos, se refuerzan                   la una a la otra salvo en condiciones muy excepcionales. La única                   en que, tal vez, no se engendren mútuamente más                   de lo tolerable para la pervivencia de una sociedad decente es                   la representada por la presencia vigorosa de una ciudadanía                   universal y compartida por todos, no sólo en un sentido                   jurídico, sino muy principalmente, en el del contenido                   moral de las personas. Me explicaré. 
V
              Integración social y ciudadanía pública
Los                   avances de la mundialización junto a la afirmación                   de la cultura política liberal democrática han favorecido                   la noción, inspirada por una loable buena voluntad, de                   que es posible y deseable vivir en sociedades multiétnicas,                   religiosa e ideológicamente plurales, unidas por sentimientos                   de tolerancia, respeto mútuo y hasta interés y curiosidad                   genuinas por los estilos de vida, concepciones y normas de los                   que no pertenecen a nuestros grupos o colectivos particulares.                   Nadie en su sano juicio discutirá la inmensa valía                   de estas nociones. 
              
              No obstante, la tendencia a consolidar la permanencia (o a intensificarla)                   de la sociedad mosaico, en condiciones de modernidad es, a la                   larga, perniciosa. La plataforma de civilidad de una democracia                   republicana sólo puede echar raíces hondas si existe                   una cultura política y moral compartida. Las sociedades                   mosaico son propias de ciertos imperios premodernos y de algunos                   despotismos paternalistas . Su permanencia en las presentes sufre                   constante erosión bajo el embate de las fuerzas económicas,                   políticas y culturales de la modernidad y en particular                   las de la mundialización. Topa también con los principios                   universalistas que deben inspirar la convivencia en toda sociedad                   a la vez moderna y decente.
  
              Sin embargo, el camino hacia la ciudadanía pública                   compartida en plenitud no es ni simple ni unidireccional: así,                   la intensificación y revitalización de los movimientos                   comunitarios hacia la diferencia no son hoy menores. La reacción                   contra los estragos de la homogeneización paulatina es                   a menudo vigorosa. No sólo se resisten muchas comunidades                   a ser absorbidas en las culturas predominantes o a sucumbir en                   el mar de sincretismos en que se sume la sociedad moderna en nuestra                   encrucijada histórica , sino que además también                   se crean comunidades –neoétnicas, neoreligiosas,                   neoideológicas- basadas en afinidades electivas o subculturas                   que cobran independencia poco a poco. A ello se debe en gran parte                   el relativo retorno de lo tribal en el seno de lo que algún                   autor sigue todavía llamando sociedad masa . Mas las corrientes                   secundarias o reactivas, por potentes que sean, no deben obnubilar                   la visión crítica general.
  
              La ciudadanía requiere una cultura moral y política                   única. Con el necesario tacto y debido respeto por la diversidad,                   ciudadanos y autoridades republicanos (laicos, racionalistas,                   y sobre todo proactivos, es decir, solidarios) deben saber que                   la creación de ese espacio público común,                   ese palenque republicano es una condición necesaria para                   el ejercicio de la virtud pública, es decir, de la fraternidad                   y el buen gobierno democráticos. Por eso la educación                   de la población en el espíritu de la ciudadanía,                   la enseñanza de la ciudadanía, debe ser un objetivo                   prioritario en toda politeya democrática y avanzada .
  
              Este ejercicio de fusión respetuosa e indolora en la politeya                   republicana se ejerce, sobre todo, en y desde la ciudad. Es el                   mejor ámbito, en términos prácticos, para                   la conducta cívica proactiva. Sin quitar al gobierno nacional                   (o supranacional en el caso europeo) su misión de desempeñar                   su función decisiva e insustituible en la creación                   de la ciudadanía pública: la educación estatal                   suele depender de él, así como las leyes cuya soberanía                   (y no la de los ciudadanos con sus intereses diversos) ha de ser                   suprema por encima de la voluntad de cada cual, según reza                   un crucial principio de todo republicanismo.
  
              No se trata de socavar de ningún modo, directamente, la                   diferencia ni las ámbitos de cada comunidad. Al contrario:                   la politeya, estatal o urbana, debe proteger y hasta fomentar                   la lengua minoritaria, las fiestas sacras, la indumentaria, la                   educación cultural, de cada comunidad. Mas debe también                   darles acceso al ámbito de lo compartido, al ámbito                   de la ciudadanía pública. Darles la opción                   de que se incorporen de grado, y sin violencia alguna, a una koiné                   compuesta por gentes lo más libres e iguales posible.
  
              Hay una muy buena razón para que ello deba ser así:                   retornando a un tema nuclear de este ensayo, la ciudadanía                   proactiva es factible en cualquier ámbito de una sociedad                   medianamente libre y democrática. (Y hasta lo es bajo ciertas                   dictaduras, que estimulan la indignación moral de gentes                   decentes sin lograr acallarlas ni domesticarlas del todo.) En                   contraste con ello, constatamos que el mundo de las tribus o de                   las neotribus, el de las comunidades étnicas, religiosas                   o ideológicas no es muy favorable a la proactividad cívica.                   A veces hasta es abiertamente hostil a ella. La solidaridad interna                   de sectas, iglesias, asociaciones nacionales, y movimientos sociales                   cerrados en sí mismos suele ser absorvente o muy intensa.
              Frente a ellas es el altruismo extragrupal, y no el interno, el                   que está en juego en el caso de una politeya democrática                   moderna, por definición. La ciudadanía es la pertenencia                   jurídica, política y moral a la humanidad a través                   de ella. Es la calidad opuesta al clan. La comunidad tiene sus                   fueros que es menester respetar: es fuente también de dignidad                   y ética, como enseñara en su día Ferdinand                   Tönnies . Mas la invasión comunitaria del espacio                   público no puede augurar nada bueno para la suerte de esfera                   pública que hoy necesitamos. El reino republicano de lo                   público es el de la libertad y la autonomía, el                   que fomenta la participación cívica más allá                   de la delegación del poder. Por eso es menester articular                   la proactividad cívica a la democracia. No se agotan mútuamente:                   pretender que la democracia sea absorbida por ciudadanos altruisticamente                   motivados a la acción solidaria es tan utópico como                   pueda serlo la exigencia de democracia asamblearia radical bajo                   condiciones de modernidad avanzada . Lo crucial al emitir nuestro                   juicio sobre la calidad de una politeya espcífica es que                   el componente cívico solidario y participativo sea sustancial,                   no meramente residual ni decorativo.
  
              A la larga es muy posible que el coste, si coste hay, del proceso                   democrático que se recomienda sea si bien no la desaparición,                   por lo menos sí la atenuación de las identificaciones                   comunitarias circunscritas. No otra cosa enseña la historia:                   no hay gran civilización que no haya presenciado, en su                   forja, esa paliación de distancias, identidades y diferencias.                   No puede ser de otro modo en la civilización democrática                   de la modernidad. Una civilización inextricablemente unida                   a la promoción de la ciudadanía mundial (es decir,                   a la mundialización de la ciudadanía) y a la consolidación                   del cosmopolitismo. De un cosmopolitismo crítico, esto                   es, el único aceptable para una koiné de gentes                   libres y mínimamente fraternas .
  
              El gobierno local, que con frecuencia es el urbano y afecta a                   un gran volumen de ciudadanos, debe tener presente que la vieja                   tarea de destribalización que otrora emprendieran las ciudades                   jónicas en la luminosa Grecia es, de nuevo, la tarea fundamental                   con se enfrenta hoy la ciudad. También deben tenerlo presente                   los gobiernos regionales o de áreas étnicamente                   distintas de las que les rodean. El incremento progresivo de la                   diferenciación étnicocultural interna a que todas                   ellas se ven sometidas con la afluencia permanente y desarrollo                   paralelo de comunidades distintas de las previamente establecidas                   no hace sino poner de manifiesto la necesidad moral de esa empresa.                   Por lo menos si lo que aspiramos es a erigir la morada digna que                   los seres humanos de nuestro tiempo, transformados en ciudadanos,                   merecen. 
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