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«AUSCHWITZ», TOTALITARISMO Y MODERNIDAD

Uno de los tópicos más socorridos en el análisis del totalitarismo es el de referirse a «Auschwitz»*, considerando el campo de concentración como un emblema siniestro de la modernidad tecnológica. Los datos son fríos y brutales: desde la inauguración del campo en mayo de 1940 hasta su evacuación en enero de 1945, alrededor de 1,3 millones de personas fueron transportadas allí y sólo salieron con vida 200.000, de los que sólo 125.000 lograron sobrevivir al Tercer Reich. Se acepta generalmente que 1,1 millones de esos cautivos eran judíos, de los cuales un 80% perecieron al llegar o poco después. Pero «Auschwitz» se ha convertido para los críticos de la modernidad en un concepto plenamente metahistórico: es el nombre que damos a la tragedia de la modernidad y hace referencia inseparablemente tanto un hecho histórico (metáfora de la brutalidad en si misma) como a un diagnóstico sobre lo que puede esperarse del futuro y de la máquina (una repetición sin fin de esa brutalidad, una continuación del exterminio, a manera de destino). «Auschwitz» no designa, pues, solamente un hecho histórico sino en un diagnóstico moral, y simboliza el primer acto de la propia autodestrucción de la humanidad.

 

Forjado por los intelectuales judíos de la postguerra (Arendt, Adorno), el tópico sobre «Auschwitz» ha encontrado eco a través de las teoría de la biopolítica italiana (Agamben, Esposito…) y del pensamiento republicano francés, además de usarse abundantemente, especialmente en Alemania y entre los intelectuales católicos conservadores, para deslegitimar cualquier esfuerzo de la Ilustración. En palabras de Enzo Traverso en LA HISTORIA DESGARRADA. ENSAYO SOBRE AUSCHWITZ Y LOS INTELECTUALES Barcelona, Herder, 2001; (ed. original francesa, 1977):

 

«En esta perspectiva, Auschwitz no aparece como un accidente, aunque grave, en el camino hacia la ineluctable mejora de la humanidad, sino como un producto legítimo y auténtico de la civilización occidental. Auschwitz desvela su lado sombrío y destructivo, la racionalidad instrumental que puede ponerse al servicio de la masacre. Dicho de otro modo, Auschwitz aparece como ‘una ruptura total’ (an almost complete breack), según Hannah Arendt, ‘en el flujo ininterrumpido de la historia occidental tal como el hombre la conoció durante más de milenios’. Y como una impugnación radical del concepto de civilización tal como fue forjado a lo largo de toda la historia del mundo occidental. La barbarie ya no figura como la antítesis de la civilización moderna, técnica e industrial, sino como su cara oculta, su doblez dialéctica». (p. 45-46)

 

La tesis se acostumbra a resumir mediante frases más o menos rimbombantes para acentuar que el terror es la otra cara de la modernidad y tiene un objetivo claramente antiilustrado. «Auschwitz» es la supuesta verdad de la idea de progreso, una idea que conduce directamente a la barbarie. En cierta manera, «Auschwitz» sería el concepto equivalente democrático a la tesis del ‘fin de la historia’ en el neoliberalismo de Fukuyama. La historia explicada en términos de terror, se clausura así en la brutalidad acompañada de un control burocrático total sobre los individuos, que en Auschwitz se simboliza mediante el tatuaje.

 

Se podría expresar la cuestión en términos hegelianos: o respecto a la idea de progreso, el concepto «Auschwitz» implica una negación o, por el contrario, significa una síntesis. En el pensamiento liberal y progresista de raíz ilustrada (Popper, Berlin), «Auschwitz» se presenta como la antítesis de la idea de progreso pero para nada implica su impugnación. Es el momento negativo de la razón, pero jamás es su última palabra. El universo concentracionario debe ser extirpado y para extirparlo sólo hay una solución: abrir la sociedad, es decir, hacer política.

 

En cambio, para los filósofos judíos alemanes exiliados (y básicamente para Adorno y Arendt), «Auschwitz» ejemplifica la síntesis dialéctica entre modernidad ilustrada y reacción tradicionalista de cuño romántico. No impugna la modernidad sino que la desarrolla en toda su brutalidad. Esa síntesis dialéctica entre Ilustración y reacción que se produce en los campos nazis conduce al genocidio básicamente por cuatro motivos:

 

1.- porque expresa el modelo burocrático de sociedad de control que acabará por imponerse también en las sociedades ‘liberales’,

 

2.- porque asocia la técnica al totalitarismo, de manera que no quede ninguna rendija para la libertad personal,

 

3.- porque pone el progreso al servicio de la masacre, convirtiendo al hombre en instrumento mediante el terror,

 

4.- porque significa la negación de la cultura (aunque de abril de 1943 a octubre de 1944 el campo ‘gozó’ incluso de orquesta propia), convertida en forma refinada de brutalidad.

 

En este sentido, después de los campos nazis (y del Gulag) la vida humana individual y libre no tiene escapatoria: ninguna sublimación resulta posible. «Auschwitz» es el final que la lógica ilustrada se impone a si misma; simboliza la caída en la barbarie ilustrada que se encuentra implícita como posibilidad en la moderna sociedad de masas. «Auschwitz» estará siempre presente como posibilidad de la historia humana (y se puede repetir – o se está repitiendo ya – en cualquier momento), en la medida en que la dominación de la técnica sobre la vida no desaparecerá y en la medida en que el deseo de pureza forma parte de las emociones más profundamente humanas, «Auschwitz» simboliza la omnipotencia del mal que no se presenta como lo contrario del bien sino como la consecuencia del desarrollo mismo de las tendencias destructoras internas a la modernidad.

 

Pero si «Auschwitz» representa una manera de entender la historia como masacre, es porque antes ha transformado el significad mismo de la vida. Plantear «Auschwitz» como tema de reflexión obliga a superar la diferencia entre ‘vida’ y ‘muerte’: ambos conceptos dejan de ser contradictorios y el campo de concentración aparece como el lugar donde nuestra percepción ‘natural’ de lo que significa la vida ha dejado de tener sentido.   

 

Ya en 1938 en su ensayo sobre Kafka, Walter Benjamin habría prefigurado la emergencia de «un orden donde ya la ley no dejaba lugar para el hombre, un orden donde la ley estaba ausente o se oponía al perdón como su negación más radical» (Traverso, p. 64). Donde se ha hecho patente de una manera más obvia esa nueva situación de brutalidad que ocupa el centro de la historia y que nos exige replantear el significado mismo de la vida es el en el arte.

 

Hay una famosa frase de Adorno que a veces se usa para ejemplificar esa nueva situación de la historia: «Escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie…». Obviamente, con ello no se quiere decir que los pajaritos hayan dejado de cantar, ni que los adolescentes ya no puedan estar enamorados. En este sentido la frase sería de una pedantería sin límites y de una prepotencia fuera de lugar (¿quién es Adorno para ocupar como legislador el lugar de Dios o de la Razón Universal?). Lo que la frase significa es que Kafka, Klee, Beckett, etc. (añádanse a la lista Bacon, Artaud o Platonov, por ejemplo), son los exponentes de un concepto del arte en que la barbarie queda incorporada como un elemento más. Después de «Auschwitz» el arte y la catástrofe van de la mano. No se puede, pues, hacer arte significativo sin tener presente la dimensión catastrófica en que ha entrado la historia tras la experiencia del totalitarismo. La piedad, el amor y la reconciliación a través de la belleza dejan de tener sentido en la modernidad.   

 

En este sentido, para Adorno, «Auschwitz» constituye un episodio metafísico de la catástrofe cultural universal [Misslingen der Kultur]. Conviene entender que Adorno no pretende, para nada, defender la ‘civilización’. En su opinión no se puede decir seriamente que por alguna parte existe algo así como la ‘razón’ distinta y opuesta de la ‘barbarie’. Al revés, desde su punto de vista la barbarie está inserta en el corazón mismo de las Luces y de la idea de progreso. «Auschwitz» sería incomprensible sin la tecnología, sin el orden burocrático, sin la razón instrumental y, en consecuencia, algo hay de brutal y de ciego en toda la tradición de la Ilustración. En la «época de la catástrofe» la confianza ilustrada en la razón aparece, pues, como un sarcasmo. Si la idea de progreso incluía una promesa de reconciliación de la humanidad y de desarrollo de la libertad a través de la técnica, su realización auténtica ha traído consigo el terror de los campos de concentración. En resumen, para el modelo de pensamiento que arranca de Adorno, Ilustración y barbarie no se niegan dialécticamente. Su síntesis se encuentra en «Auschwitz» y en todos los «Auschwitz» posteriores (la bomba atómica, Vietnam, Bosnia, Irak…) que nos ha correspondido padecer.   

 

La otra aportación fundamental para «pensar Auschwitz» es la Hannah Arendt para quien el nazismo no es tanto una política de lo inhumano cuanto la demostración de que la inhumanidad reside en la destrucción del espacio político. Pero después de «Auschwitz» la reconstrucción de la política en los términos anteriores ya no será posible. La modernidad lleva ya para siempre clavada el estigma del totalitarismo.

 

Para Arendt, a diferencia de lo que opina Adorno, la filosofía no es en absoluto responsable de «Auschwitz» porque ninguna teoría filosófica puede ser tan brutal. En 1943, uno de los primero artículos que publica en Estados Unidos lleva por título ‘WE REFUGEES’. Allí escribe: «Manifiestamente nadie quiere saber que la historia contemporánea ha engendrado un nuevo tipo de seres humanos – los que han sido enviados a los campos de concentración por sus enemigos o a los campos de internamiento por sus amigos».  Esa doble idea de que con «Auschwitz» comienza un nuevo tipo de seres humanos y de que nadie quiere saberlo es la que dará que pensar a la filosofía. Aupado sobre la supremacía de técnica y sobre la idea de progreso, «Auschwitz» continuará existiendo para siempre porque es un destino. Es a la vez el lugar donde llegan los trenes de la muerte y el punto de llegada de la modernidad.

 

A modo de resumen, no nos resistimos a copiar un  fragmento de EL TERCER REICH Y LOS JUDÍOS LOS AÑOS DEL EXTERMINIO (1939-1945) de Saul Friedländer que muestra hasta qué punto en eso que llamamos «Auschwitz» (y que puede ser una metáfora de la modernidad), no hay inocencia posible: «Una presa del campo de las mujeres junto al crematorio [de Auschwitz-Birkenau] preguntó a uno de los miembros del Sonderkommando cómo podía soportar hacer aquel trabajo, día tras día. Sus explicaciones —la voluntad de vivir, testimonio, venganza— acababan con lo que probablemente era el meollo de todo el asunto: ‘¿Crees que los que trabajan en los Sonderkommando son monstruos? Te aseguro que son como los demás, sólo que mucho más desgraciados’».

 

NOTA:

 

* «Auschwitz» designa un hecho en cierta medida metahistórico. No se trata sólo de un campo de exterminio en Polonia, donde (cosa que conviene no olvidar), además de judíos perecieron también miles de patriotas resistentes, de sacerdotes católicos y de gitanos durante la 2ª Guerra mundial, sino de un símbolo o de un síntoma. «Auschwitz» se repite en el Gulag soviético, en el genocidio de la lengua catalana a manos del franquismo, en el imperialismo americano en Vietnam, en la matanza de los khemers rojos en Camboya, en Bosnia, en las repetidas matanzas de palestinos, en la invasión del Líbano por parte de Israel, en las guerras de Afganistán e Irak, en la violencia étnica, en Timor, en Darfur, etc.

 

 

tecnológico). En esta medida, la modernidad está tocada en gran parte por la tesis del estado de excepción. Esa es parte de la cruz del presente. Carisma, catástrofe, universo concentracionario y terror se unieron en el nazismo y se volvieron a unir con Georg Bush (hijo), después del 11-S.